“No podemos avanzar ni retroceder. Perdimos todo en el camino”
Una mujer camina con la ayuda de un bastón en el campamento de desplazados internos de Kuchingoro, mientras el gobierno sigue conteniendo la propagación de COVID-19 en Abuja, Nigeria, el 20 de junio de 2020. Image: REUTERS/Afolabi Sotunde - RC26DH9BZBBR
- El cierre de fronteras por el coronavirus bloquea al menos a 33.000 migrantes en África y cercena los medios de vida de comerciantes y pastores
“Estamos 30 personas en una habitación, hay mujeres con sus bebés y gente de muchos países. Antes de la covid-19 salíamos a buscarnos la vida pero ahora no hay trabajo. Algunos días no tenemos ni agua ni comida. No podemos avanzar ni retroceder. No tenemos nada”. La voz de Maxim, un joven marfileño de 23 años, suena quebrada al teléfono. Está en Agadez, al norte de Níger, en una de las decenas de viviendas clandestinas que albergan a emigrantes en tránsito hacia Europa y que se conocen como ghettos. Está clavado allí. solo espera. Con todo en contra, se agarra a una fe asombrosa, inquebrantable. Pero él es solo una gota de un inmenso océano.
El drástico cierre de fronteras para tratar de frenar el contagio del coronavirus, que en África ha provocado unos 300.000 casos, casi 8.000 fallecidos y se está acelerando, ha reducido a la mitad los movimientos en el oeste y centro del continente con respecto al año pasado y ha bloqueado a 33.000 migrantes, según la Organización Mundial de las Migraciones (OIM). “solo en los seis centros de tránsito que tenemos en Níger hay entre 2.500 y 3.000 personas”, asegura Florence Kim, portavoz de este organismo en África occidental, “hemos tenido que habilitar lugares provisionales para poder mantener las medidas de distanciamiento obligadas por la epidemia. Estamos trabajando para que se reabra un pasillo humanitario para aquellos que quieren regresar a casa y ahora mismo no pueden”. Pero esta es solo es la punta del iceberg.
Maxim no aparece en las estadísticas. Perdió ya la cuenta del tiempo que hace que salió de su Abiyán natal, donde vendía carbón y deambulaba por las estaciones de transporte haciendo pequeños trabajos para ganarse la vida. “Tuve que dejar la escuela, mi familia no tenía recursos”, explica. El viaje en autobuses fue una sucesión de robos a mano armada. “En las fronteras, en cada puesto militar, en cada control policial nos pedían 25 o 30 euros, si no tenías te pegaban, te quitaban el teléfono y no te dejaban pasar”. Abiyán, Buaké, Bobo-Dioulasso, Uagadugú, Kantchari, Niamey, Tahoua. La ilusión se iba desgastando a medida que las ciudades pasaban tras el cristal y los árboles se convertían en arena del desierto.
En Niamey, la capital de Níger, el religioso genovés Mauro Armanino lleva una década ofreciendo apoyo a los migrantes. “Ahora hay menos lugares de paso y más represión. Antes de llegar a Agadez les roban todo y una vez allí no pueden seguir adelante ni ir a ningún lado sin arriesgar su vida”, explica. Ya en 2015, cuando Níger aprobó, a instancias de Europa, una ley que convirtió el tráfico de personas en un crimen con penas de hasta 30 años de cárcel, las cosas empezaron a ponerse complicadas. La cifra de migrantes que pasaba cada año rumbo a Europa cayó de 150.000 a unos 10.000. Pero con el refuerzo de la vigilancia en las fronteras y la prohibición estricta de tránsito debido a la pandemia, cruzar se ha convertido en una auténtica odisea.
“Algunos compañeros han intentado continuar el viaje”, narra Maxim, “pero los militares están por todas partes y tuvieron que regresar a Agadez. Mi sueño es seguir adelante, pero hemos perdido todo en el camino y da miedo escuchar lo que pasa en Libia. Así que me encantaría intentar la vía legal. Sé que es muy difícil. Algunos quieren volver a sus países, pero yo prefiero continuar, no puedo regresar a Abiyán. ¿Qué voy a hacer en mi casa después de haber gastado tanto? ¿Cómo me van a recibir?”. En los últimos dos meses y medio, unos 500 jóvenes han sido interceptados por las patrullas nigerinas en la frontera con Libia. Más sueños rotos.
Bajo un chamizo, un grupo de jóvenes guineanos graba un vídeo con un teléfono móvil. “Aquí estamos más de 200 personas. Hace más de tres meses que nos echaron de Argelia y nuestras condiciones son insoportables. Estamos a 48 grados de temperatura, en pleno desierto, no estamos acostumbrados a este clima, muchos de nosotros están enfermos. Pedimos perdón al Gobierno guineano. Por favor, vengan en nuestra ayuda para sacarnos de aquí. Perdón, perdón”. En realidad no es un vídeo, es un grito de socorro.
Más al sur las cosas tampoco pintan bien. Hasta hace unos meses, decenas de restaurantes y locales de comidas, estaciones de transporte, talleres mecánicos y mercados de Niamey suponían una oportunidad para que los migrantes ganaran unas monedas con las que proseguir su viaje gracias a pequeños trabajos. Hacer un recado, llevar un bulto, ayudar en la fabricación de un sofá eran una alternativa mejor a la siempre dura mendicidad. Con las medidas adoptadas ante la covid-19, que aisló a Niamey del resto del país, toda esa actividad se detuvo en seco. “La vida de la ciudad se ralentizó y estos jóvenes no reciben ninguna ayuda, su propia supervivencia está comprometida”, asegura Tcherno Hamadou Bulama, portavoz de la asociación nigerina Espace Citoyen.
La otra gran ruta migratoria hacia Europa pasa por Marruecos, uno de los países africanos con más casos de covid-19 y donde el confinamiento aún persiste. Se estima que allí hay unos 20.000 migrantes africanos a la espera de una oportunidad. “No es que antes estuvieran para tirar cohetes, pero ahora lo están pasando realmente mal”, asegura Oussama Chakor, coordinador de Alianza para la Solidaridad en Rabat. “Se buscan la vida trabajando en lo informal, pero con las medidas adoptadas por el Gobierno apenas pueden salir a la calle, han perdido su fuente de ingresos”, añade.
El endurecimiento de los controles no les permite avanzar. “El flujo migratorio no se va a parar, pero es verdad que se ha complicado, ahora es como si hubiera fronteras entre ciudades”, explica Chakor. Mientras en el norte de Marruecos se cierran las puertas, en el Sahara Occidental se abre una ventana. En lo que va de año, más de 2.600 personas han tocado tierra en Canarias y en su inmensa mayoría han zarpado de Dakhla, El Aaiún y Nuadibú, en la vecina Mauritania. “Lo más normal es que fueran personas que ya estaban por la zona, porque la movilidad ahora mismo es muy complicada”, añade Chakor.
Pero aquellos que van hacia Europa representan apenas el 15% del total de migrantes africanos. El resto se desplaza entre los propios países del continente. “En Dakar hay decenas de miles de guineanos, malienses, mauritanos o congoleses y todas nuestras capitales son así. La gente va allí donde hay una oportunidad de trabajar”, asegura Badara Ndiaye, presidente de la Asociación Diáspora, Desarrollo, Educación y Migraciones (Diadem). Ellos también sufren las consecuencias de la covid-19. “Muchos no están registrados y no reciben ayudas. Pero el drama es que las instituciones de microfinanzas que les dan crédito están quebrando, así que con la caída de la actividad económica se han quedado sin nadie a quien acudir para salvar su inversión, sus tiendas o negocios”, añade Ndiaye.
En la desértica y orgullosa Gao, ciudad del norte de Malí, saben bien lo que es una quiebra. Asomada al río Níger y capital histórica del imperio Songhay, sobresaltada cada cierto tiempo con un atentado, un ataque o la explosión de una mina, este cruce de caminos comercial entre Argelia, Malí, Níger y Burkina Faso ha resistido todos los embates. Ahora, sin embargo, languidece. “Antes de la epidemia mucha gente vivía del comercio, todas las mercancías pasaban por aquí. Ahora las carreteras están cerradas y veo a la gente pasarlo mal”, asegura Ahmed Ag Okitane, un joven emprendedor que iba a buscar vehículos a Cotonú para venderlos en Gao que ha tenido que parar.
“Todo se ha puesto carísimo. Los únicos que sacan partido son los grandes empresarios, propietarios de camiones. Ellos tienen contactos y consiguen los papeles, se están enriqueciendo con todo esto. No hay piedad con el resto”, añade Ag Okitane. La paradoja es que en Gao no hay casos registrados de covid-19, es como sufrir las graves consecuencias de un mal lejano. De hecho, en la casa de los migrantes de esta ciudad, un albergue gestionado por Cáritas, se nota un incremento de jóvenes de diferentes nacionalidades que han sido rechazados en la frontera con Argelia. “Lo siguen intentando. Muchos no creen en la enfermedad, se sienten inmunes. Lo intentan en los camiones que transportan alimentos”, asegura Eric Kamben, responsable del establecimiento.
Las primeras lluvias están al caer. Es el momento en que, como ha ocurrido durante siglos, los pastores seminómadas de la región se desplacen con sus animales en busca de pastos. Para ellos las fronteras son rayas en un papel inservible. Al menos hasta la covid-19. No lejos de Gogui, entre Mauritania y el oeste maliense, el viejo Makan Cissé lleva 22 días y 22 noches esperando para cruzar con un millar de corderos. “Este es nuestro único de medio de vida”, asegura su sobrino Mody Diallo, “los animales están al límite. Si no llegan rápido a la comida van a morir y con ellos toda la esperanza de nuestra familia”.
El experto Badara Ndiaye lo tiene claro. “La libre circulación de personas tiene un límite en la seguridad y el riesgo sanitario. Eso lo entendemos todos. Pero la movilidad no es solo una costumbre con fuerte arraigo entre nuestra población sino un derecho. Los países africanos deben ir levantando este bloqueo de manera ordenada porque de lo contrario vamos a vivir una enorme tensión social”. Léopold Sédar Senghor, poeta y primer presidente de Senegal, decía que “en África no hay fronteras, ni siquiera entre la vida y la muerte”. Hasta que llegó el coronavirus.
En el barrio de Altieri Nord, en la ciudad senegalesa de Louga, la vida serpentea estos días entre las reuniones para tomar el té a la sombra que regalan los escasos árboles, las visitas a los amigos y familiares y esa especie de modorra que trae el calor pesado que precede a la estación de lluvias. Sin embargo, entre sus calles de arena esparcida por el viento, algo ha cambiado. Awa Sow, joven estudiante de costura de 20 años, ya no sonríe tanto. “Las cosas se han vuelto más difíciles. Mi padre ya no puede ayudarnos como antes y lo estamos notando mucho”, asegura.
Su padre, Abdou Sow, vive desde hace dos años en Palma de Mallorca. No hay pesar ni dolor en ello. Las gentes de Louga llevan décadas en el camino. Gabón, el Congo, luego Francia, Italia o España saben de este esfuerzo, de la búsqueda de un futuro mejor de los habitantes de esta región que se asoma al inmenso Sahel. “Las cosas iban bien, cada mes nos mandaba algo de dinero que aquí nos permitía salir adelante, pero ahora nos dice que no puede salir de casa, que no vende nada, que no hay trabajo”, explica la joven Sow.
Amadou Ba, también vecino de Altieri Nord y profesor de Secundaria, tampoco tiene mucho que hacer desde que suspendieron las clases. Ahora forma parte del comité que se encarga del reparto de ayuda estatal a los más vulnerables. “En Louga, las familias de los emigrantes siempre han sido las que tenían mejores casas, las que vivían mejor. Ahora me piden que las incluya en la lista de beneficiarios de ayuda porque están pasando muchas dificultades”, revela. El Gobierno senegalés ha puesto en marcha un plan de emergencia para hacer frente a los problemas derivados de la ralentización económica y distribuye desde hace semanas productos de primera necesidad como aceite, arroz, pasta y azúcar entre los más vulnerables.
El Banco Mundial prevé que en 2020 habrá una caída de hasta el 23% en el volumen de las remesas que los migrantes envían a la región de África subsahariana. Para un país como Senegal, donde estos envíos representan un 10% del Producto Interior Bruto (PIB), el golpe es duro. Pero para la región maliense de Kayes, hogar de los impenitentes viajeros soninkés, es una auténtica tragedia. No lejos de la ciudad de Yelimané vive Khadiya Diawara, una mujer de armas tomar. Su marido se fue a Francia en los años ochenta y sus hijos crecieron con ese gusanillo de marchar. Y se fueron. “Los dos están en Milán. Cada noche le pido a Dios que no enfermen y que todo esto pase de una vez. Mi marido está convaleciente y yo estoy mayor para trabajar, los necesito”, asegura.
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