La ONU debe reinventarse
Aunque la ONU todavía tiene muchas fortalezas, también adolece de claras falencias estructurales Image: REUTERS/Eduardo Munoz
La fragmentación del orden internacional existente aumenta la importancia de contar con instituciones de gobernanza global fuertes para encarar los desafíos estratégicos, económicos y ecológicos a los que se enfrenta el mundo. Pero pocas veces las instituciones existentes (sobre todo, las Naciones Unidas) han estado más débiles.
La ONU no fracasó, pero está en problemas; particularmente cuando más países la tratan como una mera formalidad diplomática y buscan soluciones a los problemas globales en otra parte. Lo hemos visto en toda clase de asuntos: Siria, Irán, Corea del Norte, el terrorismo, la ciberseguridad, los refugiados y solicitantes de asilo, las migraciones, el ébola y la emergente crisis de financiación a las ayudas humanitarias.
Aunque la ONU todavía tiene muchas fortalezas, también adolece de claras falencias estructurales. La diferencia entre lo que aspira a hacer y lo que realmente hace es cada vez mayor. Pero el mundo necesita una ONU que no sólo debata políticas, sino que también cumpla en el terreno real.
La ONU importa, y mucho. Es un componente integral del orden que siguió a la Segunda Guerra Mundial. Si perdiera relevancia, si terminara convirtiéndose en “otra ONG más”, los países cambiarían sus supuestos fundamentales sobre el modo de relacionarse en el futuro. El unilateralismo y la ley de la jungla (marcas distintivas de un pasado que hoy parece lejano) volverían a asentarse en las relaciones internacionales.
La ONU ya demostró que tiene capacidad para reinventarse. Pero ahora debe hacerlo no por conveniencia, sino por necesidad. Debe urgentemente rediseñar sus funciones, su estructura y sus mecanismos de financiación, para maximizar la entrega de resultados medibles en todas las áreas en las que tiene competencia, desde la paz y la seguridad hasta el desarrollo sostenible, los derechos humanos y el compromiso humanitario.
En particular, quien asuma la secretaría general de la ONU debería pensar en tomar varias medidas clave. Para empezar, convocar a una reunión cumbre (una secuela de la Conferencia de 1945 en San Francisco, donde los delegados presentes acordaron la carta fundacional de la ONU) para que los estados miembros reafirmen su compromiso con el multilateralismo como principio fundamental. El plan de la cumbre debería destacar las ventajas cruciales de la cooperación y refutar la idea cada vez más difundida de que el multilateralismo no es más que un estorbo.
Además, la nueva autoridad máxima de la ONU debería recalcar su función de tendido de puentes entre las grandes potencias, particularmente en tiempos de tensión, y la responsabilidad de las grandes potencias de colaborar con la ONU para permitirle beneficiar a la comunidad internacional en su conjunto.
En tercer lugar, esa persona debería hacer uso del artículo 99 de la Carta de las Naciones Unidas. Esto implica encarar nuevas iniciativas para responder a los desafíos de liderazgo global, aun cuando puedan haber fallado iniciativas previas. También implica instituir una doctrina de prevención integral, que haga hincapié en una sólida planificación de políticas a largo plazo, para que la organización pueda prevenir futuras crisis, o al menos prepararse para ellas, en vez de sólo reaccionar ante las situaciones conforme aparecen.
En concreto, esta agenda debería incluir medidas contra el terrorismo y el extremismo violento; la mejora de la ciberseguridad; límites a la proliferación de sistemas de armas autónomas letales; el cumplimiento del derecho humanitario internacional en el contexto de la guerra (una prioridad absoluta); y la elaboración de una estrategia integral respecto de los límites planetarios y la huella ecológica de la humanidad, particularmente en relación con los océanos.
La nueva dirigencia también debe introducir procesos eficaces y una maquinaria organizacional para la implementación de las grandes iniciativas actuales, entre ellas los Objetivos de Desarrollo Sostenible. El fracaso de los ODM (con sus 17 objetivos y 169 metas concretas) pondría en entredicho la razón de ser de la ONU.
Para evitarlo es necesario un nuevo pacto global entre la ONU, los bancos de desarrollo de nivel mundial y regional, y fuentes de financiación privadas, para la provisión de fondos a las iniciativas vinculadas con los ODM. Lo mismo vale para la implementación del acuerdo climático alcanzado en 2015 en París, que demandará amplias inversiones en eficiencia energética y fuentes de energía renovables para evitar un incremento de más de 2º Celsius de las temperaturas globales.
La ONU tiene una variedad de agendas (paz y seguridad, desarrollo sostenible, derechos humanos, humanitarismo) que deben integrarse estructuralmente en un continuo estratégico, en vez de seguir siendo compartimientos estancos rígidos y autocontenidos en su estructura institucional. Una posibilidad es desplegar en el terreno grupos multidisciplinarios, sobre la idea de las Naciones Unidas trabajando en equipo, como forma de derribar las barreras interdepartamentales y hacer frente a los desafíos pertinentes, que operarían bajo un mandato común a todas las agencias de la ONU y estarían a las órdenes de los directores de operaciones de la ONU en cada país.
Un quinto elemento es la integración total e igualitaria de las mujeres en todos los componentes de la agenda de la ONU, no sólo en áreas separadas relacionadas con temas “femeninos”. No hacerlo menoscabaría todavía más la paz, la seguridad, el desarrollo, los derechos humanos y el ya alarmante crecimiento económico global. Según un informe publicado en 2015 por McKinsey, mejorar la igualdad de género en todo el mundo puede añadir 12 billones de dólares al PIB global de aquí a 2025.
También hay que incluir mejor a los jóvenes en los procesos de toma de decisiones de la ONU, no como un mero formalismo paternalista, sino en formas que les permitan ayudar a definir su propio futuro. Los jóvenes (quienes hoy tienen menos de 25 años) representan el 42% de la población mundial, y su número está en aumento. En particular, se necesitan políticas nuevas para encarar el problema del desempleo juvenil, porque los métodos actuales no están funcionando.
Más en general, se necesitan cambios a la cultura de la ONU (tal vez, con una nueva estructura de recompensas) que impliquen: dar prioridad a las operaciones en el terreno, en vez de las oficinas centrales; implementar las recomendaciones de los informes, en vez de sólo seguir escribiendo informes; tomar mediciones en el terreno, en vez de sólo contar cuántas conferencias organizó la ONU.
Finalmente, quien asuma la secretaría general debe ser una persona de pensamiento práctico que comprenda que la capacidad de la ONU para actuar con eficiencia, eficacia y flexibilidad chocará siempre con restricciones presupuestarias. No tiene sentido esperar que un día vuelvan a llover fondos fiscales, porque eso no sucederá.
Más allá de estos temas concretos, dos preguntas clave se ciernen sobre el futuro de la ONU: ante el déficit de gobernanza global del siglo XXI, ¿pueden los organismos deliberativos de la ONU llenar el vacío y tomar las grandes decisiones que demanda la situación? ¿Y puede la maquinaria institucional de la ONU implementar efectivamente las políticas una vez decididas?
Con suficiente voluntad política, firme liderazgo y un programa claro de reformas con énfasis en los objetivos, la ONU puede ser todavía pilar de un orden global estable, justo y sostenible. La alternativa es el dejarse estar, la decadencia institucional y la impotencia de cara a los grandes desafíos de nuestro tiempo, lo cual supondría un mundo cada vez más inestable para todos.
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