¿Podemos hablar de una “Primavera Latinoamericana” en Anticorrupción?
Image: REUTERS/Ricardo Moraes
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América Latina
Noticias sobre protestas ciudadanas y condenas a prominentes políticos y empresarios llevan a plantear que Latinoamérica se está movilizando contra la corrupción que históricamente ha afectado a la región. Hay quienes observan este fenómeno con escepticismo y piensan que la debilidad de las instituciones y frágil estado de derecho que la mayor parte de la región presenta es un obstáculo para el éxito de estas iniciativas. Lo cierto es que, si bien los esfuerzos son destacables, parece ser muy prematuro para sacar conclusiones y evaluar el impacto del fenómeno.
Los esfuerzos legislativos de un importante número de países, los cuales se nutren de la experiencia de países más avanzados en estas materias, constituyen una señal potente en la lucha contra la corrupción promovida por la comunidad internacional. Pero, ¿De qué depende que esta nueva normativa anticorrupción genere resultados concretos? Veamos, por ejemplo, qué sucede dentro de una organización cuando se busca implementar una nueva política o procedimiento.
La emisión de una regla concreta y precisa es únicamente un punto de partida, y naturalmente no genera de modo inmediato que ejecutivos y colaboradores se comporten de acuerdo a sus lineamientos y objetivos. Justamente por ello resulta crucial el esfuerzo que se despliega con posterioridad a la creación de una regla, con fines de promover y asegurar su cumplimiento.
Son muchos los ejemplos de códigos de conducta o políticas internas que pasan a ser letra muerta o a decorar un estante. Es más, la ineficacia o mala interpretación de una nueva regla puede terminar generando un daño a la organización. Lo mismo puede ocurrir con una legislación anticorrupción que no es efectivamente aplicada.
Algunas de las nuevas normas promulgadas en la región han sido bien evaluadas desde una perspectiva de técnica legislativa. Pero volvamos a nuestro paralelo. De nada sirve tener un extraordinario código de conducta, procedimiento o control interno en una empresa, si el mismo no es conocido, comprendido y asumido en su contenido y alcance por los empleados, ejecutivos y directores de la compañía.
Por ende, resulta clave el cómo se comunica y capacita respecto del código. De la misma forma, para asegurar la correcta implementación de un marco regulatorio anticorrupción, se requiere educar a funcionarios públicos, empresarios, organismos fiscalizadores, persecutores, y a la propia ciudadanía.
Por otra parte, aun cuando la agenda de integridad debe ser impulsada por varios (idealmente todos los) líderes de una organización, se requiere de una persona que asuma el liderazgo en esta tarea, conduciendo y coordinando los esfuerzos del equipo en pro de las buenas prácticas de negocios, ética y cumplimiento en la organización. Esta actividad requiere de un amplio despliegue de herramientas y elementos comunicacionales para dar a conocer y promover el sentido o espíritu tras una regla y hacerla accesible a los distintos actores involucrados y avanzar así en la implementación de la agenda de integridad corporativa.
Independiente de la denominación que se dé a esta función (Compliance Officer, Gerente de Cumplimiento, Ombudsman u otro), lo verdaderamente relevante es que cuente con suficiente autonomía y autoridad para llevar a cabo su tarea, lo que incluye acceso a información relevante asociada al proceso de toma de decisiones de la compañía. Lo propio sucede con los Estados. Superintendencia, Contraloría o Consejo, el éxito de toda iniciativa anticorrupción depende en buena parte de que se delegue la fijación de los estándares y supervisión en un órgano con competencias técnicas y atribuciones suficientes.
Así como las mejores prácticas exigen que una empresa traduzca una política o regla en expectativas concretas de comportamiento, lo propio ocurre con normativa anticorrupción. Para generar avances sustantivos, los órganos a cargo de su implementación deben expresar claramente las expectativas de los programas de compliance o integridad en las empresas.
Ya en su aplicación, y aunque pueda parecer evidente, es fundamental que la legislación se aplique sin distinción arbitraria, vale decir que nadie se encuentre por sobre ella. Esto también resulta fundamental en las empresas. Está demostrado que aquellas compañías que exigen el mismo estándar de comportamiento a altos ejecutivos que al resto de la organización, tienen mejores resultados.
Por último, el grado de libertad de expresión imperante juega un papel crucial en el éxito o fracaso de estos esfuerzos. Sin una prensa libre y garantías de ausencia de represalias a denunciantes, es muy difícil que la ciudadanía se atreva a alzar la voz al observar actos de corrupción. Tal como en una empresa, una cultura de “speak-out” se trabaja y construye en el tiempo. Muchas veces la gente prefiere no denunciar o mirar hacia el costado en lugar de tener conversaciones complejas con sus líderes. El temor a represalias, desconocimiento de canales de reporte y la percepción de que la organización no hará nada al respecto constituyen algunas de las causas.
En síntesis, no basta con promulgar una buena norma anticorrupción. De hecho este no es sino tan solo el primer paso. Por bien intencionada que sea la iniciativa, esta se encuentra destinada a fracasar si no se trabaja en su implementación, comprensión y eficacia.
Es de esperar que los esfuerzos anticorrupción en Latinoamérica no se queden en la mera emisión de reglas. Sólo con un profundo cambio cultural, un actuar coherente de los líderes (del mundo político y empresarial) e instituciones dedicadas que cumplan su rol, podremos ver los frutos de esta primavera y garantizar que hemos dejado atrás el largo invierno que ha azotado a la región en materia de corrupción.
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