La cara trágica del desarrollo
Image: REUTERS/Wahyu Putro
El autor comparte su experiencia en Colombia con el uso de la palma aceitera para la producción de agrocombustible y se cuestiona la concepción de progreso centrada en el consumo y la acumulación desaforada de ganancias.
Tanto en mi experiencia en barrios marginales de grandes ciudades colombianas como en las áreas rurales violentadas por grandes proyectos extractivos, he visto la relación entre cambio climático, migraciones, desplazamiento forzado, empobrecimiento, hambre y muerte. Una relación que frecuentemente pasa desapercibida o es ocultada de forma interesada por los medios de comunicación.
Del cambio climático y del "sufrimiento indecible" que se avecina —como advirtieron en su carta 11.000 científicos con ocasión de la COP25 en Madrid—, cada vez sabemos más y no caben dudas de que es consecuencia de la acción humana. La causa de fondo de esta realidad es una concepción de progreso y desarrollo centrada en el consumo y la acumulación desaforada de ganancias. Para alcanzar estas metas sacrifican selvas y ríos, envenenan el aire y el agua, acaban con los medios de subsistencia de millones de personas, desplazan a pequeños productores agrícolas (que son quienes producen la mayor parte de los alimentos con el menor uso de agroquímicos y agrotóxicos), aumentan el desempleo y empujan a millones de personas a emigrar y engrosar los cinturones de miseria de las ciudades. Esta es la lógica que genera el calentamiento global, acrecienta las zonas desérticas y extiende y agudiza el hambre y la muerte por causas evitables.
Al mismo tiempo, los medios de información y las redes sociales señalan el norte como el mundo civilizado en el que hay que estar para ser alguien y consumir a los niveles que exige una buena calidad de vida. Ir al norte es convertido en la razón de vida y en el horizonte que lleva a millones de personas a iniciar dolorosos e inciertos viajes a pie, en autobuses, en pateras y en aviones en busca del cielo prometido del progreso.
Al finalizar el pasado milenio, la Unión Europea asumió la política de reducción de la contaminación y las emisiones de CO2. Esto hizo de la producción de agrocombustible con aceite de palma un gran negocio en países como Colombia, Malasia, Indonesia y Honduras, entre otros, con elevados costos ambientales y sociales.
Nuestro trabajo de acompañamiento a las comunidades nos llevó al Chocó bioestratégico, una de las zonas más afectadas en Colombia y una de las regiones con mayor pluviosidad y biodiversidad del mundo. Allí se proyectó la siembra de más 50.000 hectáreas de palma aceitera para la producción de agrocombustible, mediante la alianza de empresarios, paramilitares, militares y funcionarios del estado. Unos aportaron dinero público, otros el apoyo político y legal, otros judicializaron o deslegitimaron a los líderes de las comunidades y sus acompañantes y, mientras, otros amenazaron y asesinaron. Todo muy bien sincronizado.
Para despojar del territorio a sus legítimos dueños y con el pretexto de perseguir a la guerrilla, se realizó la operación militar Septiembre negro por parte de la brigada XVII del ejército colombiano y con el apoyo de grupos paramilitares. Bombardeos, confinamientos, amenazas, asesinatos y desapariciones generaron, en 1997, el desplazamiento forzoso de más de 2.500 afrocolombianos de las cuencas de los ríos Curvarado y Jiguamiandó, que se sumaron a otros 1.500 de cuencas vecinas en un improvisado campamento para refugiados en Pavarandó.
A finales de 1998, agobiados por el hacinamiento, las enfermedades, la mala alimentación y el desespero, negociaron con el gobierno de Colombia el retorno a sus comunidades en pésimas condiciones humanas y de protección. Dos años después empezó una nueva operación y, con los mismos métodos, desplazaron a las comunidades y arrasaron sus cultivos, casas, escuelas y casetas comunales. Destruyeron la biodiversidad del lugar —el 93% según la Corte Constitucional de Colombia—, su historia y su memoria, modificaron ríos, secaron lagunas y extendieron el monocultivo de la palma de aceite. La gente huyó a pueblos, ciudades y comunidades vecinas donde sufrió hambre, humillaciones, marginación, miedo, tristeza, rabia, desarraigo y dolor… Para este proyecto palmero asesinaron y desaparecieron a más de 150 personas y desplazaron las comunidades en más de una decena de ocasiones.
En 2003, para defender sus derechos a la vida y al territorio, las comunidades constituyeron las conocidas como zonas humanitarias: espacios exclusivos para la población civil en la que estaban prohibidos los actores armados. Fueron creadas en la comunidad cercana del río Cacarica y, con el apoyo de la Comisión de Justicia y Paz y de otras organizaciones nacionales e internacionales como Manos Unidas, empezaron un proceso organizativo, de resistencia y de denuncia con el que frenaron la expansión del cultivo de palma. A partir de 2006 empezaron a retornar al territorio, tumbaron la palma, sembraron productos agrícolas para el consumo de las comunidades y, aunque siguen sin cumplirse plenamente, obtuvieron fallos favorables en la más alta corte del país. Todo esto sin el uso de la violencia.
Hoy, en 2020, hay más de 15 comunidades con sus escuelas y colegios donde antes solo había palma aceitera y ganadería extensiva. En ocho zonas y más de 50 áreas de biodiversidad (fincas para la protección o recuperación de la biodiversidad y de las aguas), cientos de familias continúan resistiendo y necesitan apoyo para hacer cumplir las sentencias a su favor y hacer frente al control armado de aquellos viejos actores con caras nuevas y la misma complicidad oficial.
La violencia, el despojo de tierras, los daños ambientales, los cinturones de miseria en las grandes ciudades, el empobrecimiento de millones de personas, el hambre que se extiende y el calentamiento global son consecuencias de una concepción de progreso y desarrollo que dirige el mundo tumbando bosques, con al ganadería extensiva o extractivismo minero y usando los medios de información para desviar la mirada y deslegitimar las luchas en defensa del territorio.
Hay un diagnostico suficiente del problema y de las soluciones. Unas dependen de ti y de mí y podemos hacer algo ya —en nuestra forma de consumir, vestir, pensar y actuar, de recrearnos y alimentarnos—, otras son de carácter político y económico y dependen de los gobiernos y la comunidad internacional y debemos aumentar nuestra exigencia para que actúen responsablemente de acuerdo a la magnitud del problema que se avecina.
Alberto Franco. Comisión de Justicia y Paz, socio local de Manos Unidas en Colombia.
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