Tus decisiones son más emocionales que racionales, aunque no te des cuenta
Image: REUTERS/Zohra Bensemra
Hace unos pocos años, el neurocientífico Antonio Damasio realizó un descubrimiento extraordinario acerca del funcionamiento de nuestro cerebro que empezó a derribar la idea de que somos racionales al tomar decisiones.
Damasio estudiaba a las personas con daño en la parte del cerebro donde se generan las emociones, descubriendo que parecían normales, excepto por dos cosas. La primera, que no podían sentir emociones. La segunda y más importante: que eran incapaces de tomar decisiones.
Los pacientes de Damasio eran capaces de describir lo que deberían hacer en términos lógicos. Sin embargo, les resultaba muy difícil tomar incluso las decisiones más simples, como qué comer. La cuestión es que hasta las decisiones más simples pueden tener pros y contras. ¿Cómo optar de forma relativamente rápida por la que tiene más pros que contras?
En este punto es cuando entran en acción las emociones, a fin de que sigamos adelante y no nos quedemos paralizados en largas ponderaciones.
Por estas mismas razones, debatir con otra persona (sobre todo de espectro ideológico opuesto) acostumbra a ser improductivo y profudamente desalentador. De hecho, quienes basan su estrategia de debate en la lógica terminan confiando en suposiciones, conjeturas y opiniones. Si mi argumento es lógico, entonces el otro no puede discutirlo y está obligado a aceptar mi forma de pensar. El problema es que no puedes asumir que la otra parte verá las cosas a tu manera si no está emocionalmente implicado.
Nuestro cerebro, sobre todo en un entorno social, no es una máquina analítica sino una órgano que tiende a la fabulación: nos gustan las historias, tanto explicarlas como recibirlas, y faltamos a la verdad en aras de que las historias tengan sentido (tanto para nosotros como para los demás). Un debate es un intercambio de emociones en un caldo de cultivo social, no un análisis racional.
A esto se suma que todos, en mayor o menor medida, estamos lastrados por el llamado efecto lago Wobegon, como explica Kathryn Schulz en su libro En defensa del error:
Muchísimos vamos por la vida dando por supuesto que en lo esencial tenemos razón, siempre y acerca de todo: de nuestras convicciones políticas e intelectuales, de nuestras creencias religiosas y morales, de nuestra valoración de los demás, de nuestros recuerdos, de nuestra manera de entender lo que pasa. Si nos paramos a pensarlo, cualquiera diría que nuestra situación habitual es la de dar por sentado de manera inconsciente que estamos muy cerca de la omnisciencia.
Por ello, cuando debemos negociar con la otra persona, resulta más eficaz la siguiente estrategia: si puede lograr que la otra parte revele sus problemas, su dolor y sus objetivos no satisfechos, entonces se puede desarrollar una visión para ellos a propósito de problema, encajando nuestra propuesta como la solución. Así, no tomarán tu decisión porque es lógica. Tomarán tu decisión porque le hemos ayudado a sentir que le conviene hacerlo. Pero eso no quita que probablemente le estamos otorgando un exceso de importancia a la capacidad esclarecedora del debate en sí mismo, por muy ponderado que sea. Como describió Philip Roth en Pastoral americana:
En cualquier caso, sigue siendo cierto que de lo que se trata en la vida no es de entender bien al prójimo. Vivir consiste en malentenderlo, malentenderlo una vez y otra y muchas más, y entonces, tras una cuidadosa reflexión, malentenderlo de nuevo. Así sabemos que estamos vivos, porque nos equivocamos.
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