Que ayudar en el campo no sea una condena
Image: REUTERS/Enny Nuraheni
A Sofia Tore, una abuela malauí que cuida de su nieto, este le ayuda con el cultivo y la cosecha de sorgo en el trocito de terreno que tienen en Machinga, en el sur de Malawi. "Yo tengo que hacer otros trabajitos para salir adelante, así que él me ayuda cuando no está en la escuela", explica la mujer. Como su nieto, casi siete de cada diez menores que trabajan lo hacen en la agricultura o en otras formas de producir alimentos, como la ganadería, el pastoreo o la pesca. ¿Es esto algo negativo en todos los casos? ¿Debería prohibirse cualquier tipo de trabajo infantil?
Definir el problema es una tarea complicada, según la Organización Internacional del Trabajo (OIT). Los pequeños trabajos para sacar un dinerito o las colaboraciones en las tareas del hogar o en los negocios familiares son positivas para el desarrollo del menor y el bienestar de sus familias, señala el organismo. El problema viene cuando el trabajo les deja sin niñez: cuando les priva de la oportunidad de estudiar o es indigno, peligroso o perjudicial para su bienestar.
Tras una década de descensos, desde 2012 hasta hoy, el número de menores obligados a trabajar en la producción de comida con alguna de esas consecuencias ha aumentado desde 98 hasta 108 millones. El problema se agudiza en África, donde uno de cada cinco niños trabaja, casi siempre en el campo. Muchas veces, porque cuando vienen mal dadas no queda otra, como en el caso de Sofia y su nieto. O en el de Panache, un productor de tabaco (considerado por muchos una actividad agrícola) de Zimbabue, que hablaba para un informe de la organización Human Rights Watch (HRW).
Después de una campaña sin beneficios por culpa del granizo en 2016, a Panache no le quedaba dinero para contratar a nadie. "En el tabaco, no puedes trabajar tú solo", explicaba. Así que tuvo que tirar de su hija de 16 años y una sobrina de 12. "Ellas hacen todo, están muy sobrecargadas", apuntaba. Los problemas climáticos, los conflictos, y las migraciones que ambos provocan son las principales razones del aumento en los últimos años, según la FAO (agencia de la ONU para la alimentación y la agricultura).
Los campos de refugiados sirios en Líbano, por ejemplo, son terreno abonado para que los niños se pongan a trabajar para sostener a su familia. Allí, apunta la FAO, hay menores trabajando en invernaderos de tomate, procesando ajos o recogiendo patatas, higos y legumbres. Se ven expuestos a trabajos muy exigentes, altas temperatura o pesticidas. "Los niños nunca deberían manejar productos químicos. Están en una etapa clave de su crecimiento y desarrollo y son especialmente susceptibles a los plaguicidas tóxicos", defiende Margaret Wurth, investigadora en HRW. "Hay una relación clara entre la exposición a pesticidas en la infancia y los cánceres pediátricos, peores funciones cognitivas y problemas de conducta", agrega.
En muchos países, especialmente en África subsahariana, los menores acaban trabajando en condiciones peligrosas porque sus familias no pueden cubrir las necesidades básicas o costear su educación. "La responsabilidad de acabar con esto es de Gobiernos y empresas", dice Wurth. "Los primeros deben invertir en educación, endurecer las leyes al respecto y llevar a cabo inspecciones que aseguren que cada niño tiene todas las posibilidades posibles de salir adelante. Y las empresas que comercian con productos agrícolas tienen que asegurarse de que no hay rastro de trabajo infantil en sus cadenas", añade la experta.
De lo contrario, el ciclo de falta de educación y hambre y pobreza se puede eternizar. "Es probable que los niños que trabajan muchas horas sigan engrosando las filas de los pobres y hambrientos. Sus familias dependen de su trabajo, lo que deja a los niños sin la oportunidad de ir a la escuela, y esto a su vez les priva de obtener trabajos e ingresos decentes en el futuro", sostiene Daniel Gustafson, director general adjunto de la FAO.
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