Liderazgo

Así se generan las habilidades para ser el número uno en todo

Anders Ericsson

¿Por qué algunas personas son tan increíblemente buenas en lo que hacen? Miremos donde miremos, desde los deportes de competición y la interpretación musical hasta la ciencia, la medicina y los negocios, siempre parece haber unos cuantos tipos excepcionales que nos deslumbran con lo que son capaces de hacer y lo bien que lo hacen. Y cuando nos encontramos cara a cara con este tipo de persona tan excepcional, tendemos a concluir de manera natural que nació con algún plus. «Tiene un gran talento», decimos, o «Tiene un auténtico don».

Pero ¿es realmente así? Llevo más de treinta años estudiando a este tipo de personas, las personas especiales que destacan como expertas en sus respectivos ámbitos: atletas, músicos, ajedrecistas, médicos, vendedores, profesores y otros. He ahondado en los aspectos prácticos de lo que hacen y de cómo lo hacen. Les he observado, les he entrevistado y los he sometido a diversas pruebas.

He explorado la psicología, la fisiología y la neuroanatomía de esas extraordinarias personas. Y con el tiempo he llegado a entender que sí, es cierto, realmente tienen un don extraordinario, que constituye el núcleo de sus capacidades. Pero no es el don que normalmente la gente supone que es, y además resulta ser aún más poderoso de lo que imaginamos. Y lo que es más importante: es un don con el que nacemos cada uno de nosotros y del que, con el enfoque adecuado, podemos sacar partido.

La lección del oído absoluto

Corre el año 1763. El joven Wolfgang Amadeus Mozart está a punto de emprender un viaje por toda Europa que marcará el punto de arranque de su leyenda. Con solo siete años de edad y apenas lo bastante alto para llegar a ver por encima de un clavicémbalo, cautiva al público de Salzburgo, su ciudad natal, gracias a su habilidad con el violín y varios instrumentos de teclado. Toca con una facilidad que parece imposible de creer en alguien tan joven.

Pero Mozart tiene otro as en la manga que, en todo caso, resulta aún más sorprendente para la gente de su época. Ese talento se conoce gracias a que alguien lo describió en una carta al director bastante intensa sobre el joven Mozart que se publicó en un periódico de Augsburgo, la ciudad natal del padre del músico, poco antes de que Wolfgang y su familia dejaran Salzburgo para iniciar su viaje.

El autor de la carta explicaba que, cuando Mozart oía una nota ejecutada en un instrumento musical, cualquier nota, podía identificarla de inmediato con total exactitud: el la sostenido de la segunda octava por encima del do central, por ejemplo, o el mi bemol por debajo del do central. Mozart era capaz de hacer eso aunque estuviera en otra habitación y no pudiera ver qué instrumento estaban tocando, y podía hacerlo no solo con el violín y el pianoforte, sino con cualquier instrumento que oyera. El padre de Mozart, como compositor y profesor de música, tenía en su casa casi todos los instrumentos musicales imaginables. Pero tampoco eran solo instrumentos.

El niño podía identificar las notas emitidas por cualquier cosa que fuera lo bastante musical: la campanada de un reloj, el tañido de una campana, el ¡achís! de un estornudo… Era esta una habilidad de la que carecían la mayoría de los músicos adultos de la época, incluso los más experimentados, y, aún más que la destreza de Mozart con el teclado y el violín, parecía ser un ejemplo de los misteriosos dones con los que había nacido el joven prodigio.

Obviamente, hoy en día esa habilidad no parece en absoluto tan misteriosa. Se sabe mucho más sobre ella ahora que hace doscientos cincuenta años, y actualmente la mayoría de la gente como mínimo ha oído hablar de ella. El término técnico es «oído absoluto», aunque a veces se conoce también como «oído perfecto», y se trata de una habilidad excepcionalmente rara: solo una de cada diez mil personas la tiene.

Es mucho menos rara entre los músicos de talla internacional que entre el resto de las personas, pero incluso entre los virtuosos dista mucho de ser normal: se cree que Beethoven la tenía, pero Brahms no. Vladímir Horowitz la tenía; Ígor Stravinski, no.

Frank Sinatra la tenía; Miles Davis, no. Este podría ser, pues, el ejemplo perfecto de un talento innato con el que nacen unas pocas personas afortunadas, pero que es negado a la mayoría.De hecho, eso fue lo que se creyó de manera generalizada durante al menos doscientos años. Pero en las últimas décadas ha surgido una interpretación muy diferente del oído absoluto, que apunta a una visión igualmente distinta de los tipos de dones que la vida nos ofrece.

El primer indicio surgió al observar que las personas extraordinarias que tenían ese don también habían recibido algún tipo de formación musical en su primera infancia. En particular, abundantes investigaciones han mostrado que casi todas las personas que tienen oído absoluto iniciaron su formación musical a una edad muy temprana, generalmente entre los tres y los cinco años.

Pero si el oído absoluto es una habilidad innata, algo con lo que se nace o no se nace, entonces no debería suponer diferencia alguna que uno reciba formación musical de niño. Lo único relevante sería que uno recibiera la suficiente formación musical en cualquier momento en su vida para aprender los nombres de las notas.

La siguiente pista surgió cuando los investigadores observaron que el oído absoluto es mucho más común entre las personas que hablan una lengua tonal, como el mandarín, el vietnamita y varias otras lenguas asiáticas, en las que el significado de las palabras depende de su entonación. Si el oído absoluto es realmente un don genético, entonces la única forma de que la conexión con la lengua tonal tuviera sentido sería que entre las personas de ascendencia asiática la probabilidad de tener los genes del oído absoluto fuera mayor que entre las personas cuyos antepasados vinieran de otros lugares, como Europa o África.

Pero eso es algo que resulta fácil de comprobar. Basta con reclutar a varias personas de ascendencia asiática que hayan crecido hablando inglés o alguna otra lengua no tonal y ver si entre ellas la probabilidad de tener oído absoluto sigue siendo mayor. Esa investigación se ha realizado ya, y resulta que las personas de ascendencia asiática que no han crecido hablando una lengua tonal no tienen más probabilidades de tener oído absoluto que las de otros orígenes étnicos.

De modo que no es la herencia genética asiática, sino más bien el aprendizaje de una lengua tonal, lo que hace que resulte más probable tener oído absoluto.

Hasta hace unos años, esto era más o menos lo que sabíamos: estudiar música de niño se consideraba esencial para tener oído absoluto, y crecer hablando una lengua tonal aumentaba asimismo las probabilidades de tenerlo. Los científicos no sabían decir con certeza si el oído absoluto era un talento innato, pero sabían que, de serlo, era un don que solo aparecía en las personas que habían recibido algún tipo de entrenamiento tonal en la infancia. En otras palabras, era una clase de don que, si no se aprovecha, se pierde.

Incluso las pocas personas afortunadas que nacen con el don del oído absoluto tendrían que hacer algo para desarrollarlo, concretamente, algún tipo de formación musical de pequeños.

Pero hoy se sabe que tampoco es ese el caso. El verdadero carácter del oído absoluto se reveló en 2014, gracias a un hermoso experimento realizado en la Escuela de Música Ichionkai de Tokio y descrito en la revista científica Psychology of Music.

La psicóloga japonesa Ayako Sakakibara formó un grupo de veinticuatro niños de entre dos y seis años de edad, y los sometió a un curso de entrenamiento de varios meses de duración diseñado para enseñarles a identificar, simplemente por su sonido, varios acordes ejecutados al piano.

Todos eran acordes mayores con tres notas, como un acorde de do mayor con el do central más las notas mi y sol inmediatamente por encima de este último. Se impartió a los niños cuatro o cinco breves sesiones de entrenamiento diarias, cada una de ellas de solo unos minutos de duración, y cada niño siguió entrenándose hasta que fue capaz de identificar los catorce acordes que Sakakibara había seleccionado.

Algunos de los niños completaron el entrenamiento en menos de un año, mientras que otros tardaron hasta un año y medio. Luego, cuando un niño había aprendido a identificar los catorce acordes, Sakakibara le ponía a prueba para ver si era capaz de nombrar correctamente las notas individuales que los formaban.

Tras completar el entrenamiento, todos y cada uno de los niños participantes en el estudio habían desarrollado un oído absoluto y podían identificar notas individuales ejecutadas al piano.

Este es un resultado asombroso. Mientras que en circunstancias normales solo una de cada diez mil personas desarrolla un oído absoluto, todos los estudiantes de Sakakibara lo hicieron. La consecuencia obvia es que el oído absoluto, lejos de ser un don concedido solo a unos pocos afortunados, es una habilidad que puede desarrollar prácticamente cualquier persona con la práctica y el entrenamiento adecuados. El estudio reescribió por completo la concepción del oído absoluto.

Entonces ¿qué hay del oído absoluto de Mozart? Investigar un poco en su historia ofrece una idea aproximada de lo que pasó. El padre de Wolfgang, Leopold Mozart, era un violinista y compositor de moderado talento que nunca había tenido el grado de éxito que deseaba, de modo que se propuso convertir a sus hijos en la clase de músicos que él siempre había querido ser. Empezó con la hermana mayor de Wolfgang, Maria Anna, de la que sus contemporáneos decían que a los once años de edad tocaba el piano y el clavicémbalo tan bien como los músicos adultos profesionales.

Mozart padre, que fue además autor del primer manual didáctico para la educación musical de los niños, empezó a trabajar con Wolfgang a una edad aún más temprana que con Maria Anna. Así, cuando el niño tenía cuatro años, su padre se dedicaba a él a tiempo completo: con el violín, el teclado y otros instrumentos.

Aunque no se sabe exactamente qué ejercicios utilizaba el padre de Wolfgang para educarlo, sí se conoce que, cuando este tenía seis o siete años, había recibido una formación mucho más intensa y durante mucho más tiempo que las dos docenas de niños que desarrollaron un oído absoluto mediante las sesiones prácticas de Sakakibara. Retrospectivamente, pues, no debería tener nada de sorprendente que Mozart desarrollara un oído absoluto.

Entonces ¿tenía o no el joven Wolfgang a los siete años el don del oído absoluto? Sí y no. ¿Nació con alguna rara dotación genética que le permitía identificar el tono exacto de una nota de piano o del silbido de una tetera? Todo lo que los científicos han descubierto sobre el oído absoluto dice que no. De hecho, si Mozart se hubiera criado en cualquier otra familia sin contacto con la música, o sin la suficiente cantidad del tipo de contacto adecuado, seguramente nunca habría desarrollado aquella aptitud.

Sin embargo, Mozart nació de hecho con un don, el mismo con el que nacieron los niños del estudio de Sakakibara. Todos ellos estaban dotados de un cerebro tan flexible y adaptable que fue capaz, con el tipo de entrenamiento adecuado, de desarrollar una habilidad que parece completamente mágica para aquellos que no la poseen.

En resumen, el don no es el oído absoluto, sino, más bien, la capacidad de desarrollarlo; y, que sepamos, más o menos todo el mundo nace con ese don.

Este es un hecho tan maravilloso como sorprendente. En los millones de años de evolución que llevan hasta los humanos modernos, se puede afirmar casi con certeza que no ha habido presiones selectivas que favorecieran a las personas que pudieran identificar, por ejemplo, las notas exactas que cantaba un pájaro. Y, sin embargo, henos aquí hoy, capaces de desarrollar un oído absoluto con un régimen de entrenamiento relativamente sencillo.

Solo en fecha reciente los neurocientíficos han llegado a entender por qué tendría que existir un don así. Durante décadas, los científicos creyeron que el ser humano nacía con los circuitos cerebrales más o menos fijados y que dichos circuitos determinaban sus aptitudes.

O un cerebro estaba cableado para tener oído absoluto, o no lo estaba, y no había mucho que se pudiera hacer para cambiar eso.

Se necesitaba una cierta cantidad de práctica para hacer florecer plenamente aquel talento innato, y, si no se realizaba esa práctica, puede que el oído absoluto nunca se desarrollara por completo; pero la creencia general era que, por mucho que se practicara, de nada serviría si de entrada no se tenían los genes adecuados.

Sin embargo, desde la década de 1990 los investigadores del cerebro se han dado cuenta de que este órgano es mucho más adaptable de lo que nadie había imaginado nunca, incluso en los adultos, y eso proporciona un enorme control sobre lo que nuestros cerebros son capaces de hacer. En particular, el cerebro responde a los estímulos adecuados reconfigurando sus circuitos de diversas formas. Se crean nuevas conexiones entre las neuronas, mientras que las conexiones existentes pueden reforzarse o debilitarse, y en algunas partes del cerebro incluso es posible que crezcan neuronas nuevas.

Esta adaptabilidad explica cómo fue posible desarrollar un oído absoluto en los sujetos de Sakakibara, así como en el propio Mozart: sus cerebros respondieron a la educación musical desarrollando ciertos circuitos que permitieron el oído absoluto. Todavía no es posible identificar con precisión qué circuitos son esos o decir cómo son o qué hacen exactamente, pero sabemos que tienen que estar ahí y que son producto del entrenamiento, no de algún programa genético innato.

En el caso del oído absoluto, parece que la necesaria adaptabilidad del cerebro desaparece aproximadamente cuando un niño supera los seis años de edad, de modo que, si la reconfiguración de los circuitos requerida para el oído absoluto no se ha producido para entonces, ya no se producirá nunca (aunque, como se verá en el capítulo 8, hay ciertas excepciones que pueden mostrar mucho acerca de cómo las personas sacan partido de la adaptabilidad del cerebro).

Esta pérdida forma parte de un fenómeno más amplio; es decir, que tanto el cerebro como el cuerpo son más adaptables en los niños pequeños que en los adultos, de modo que hay ciertas habilidades que solo pueden desarrollarse, o que se desarrollan más fácilmente, antes de los seis años de edad, o de los doce, o de los dieciocho. Aun así, tanto el cerebro como el cuerpo conservan una gran adaptabilidad durante toda la edad adulta, lo que hace posible que los adultos, incluso los más mayores, desarrollen una amplia variedad de nuevas capacidades con el entrenamiento adecuado.

Con esta verdad en mente, volvamos a la pregunta inicial: ¿por qué algunas personas son tan increíblemente buenas en lo que hacen?

A lo largo de los años que he dedicado a estudiar a expertos en diversos ámbitos, he descubierto que todos ellos desarrollan sus habilidades prácticamente del mismo modo en que lo hicieron los estudiantes de Sakakibara: a través de un entrenamiento especializado que provoca cambios en el cerebro (y a veces, dependiendo de la aptitud en cuestión, también en el cuerpo) que les posibilitan hacer cosas que de otro modo no podrían hacer. Sí, es cierto, en algunos casos la dotación genética supone una diferencia, especialmente en áreas donde son importantes la estatura u otros factores físicos.

A un hombre con genes para medir un metro sesenta y cinco de estatura le resultará difícil convertirse en jugador de baloncesto profesional, del mismo modo que a una mujer de un metro ochenta le será prácticamente imposible triunfar como gimnasta artística de nivel internacional.

Como se verá más adelante en este libro, hay otros aspectos en los que los genes pueden influir en los propios logros, en particular los que influyen en la probabilidad de que una persona practique con diligencia y de manera correcta. Pero el mensaje claro derivado de décadas de investigación es que, independientemente del papel que pueda tener la dotación genética innata en los logros de las personas con talento, su principal don es el mismo que tenemos todos: la adaptabilidad del cerebro y del cuerpo humanos, de la que ellas han sacado mayor partido que el resto.

Al hablar con esas extraordinarias personas, descubrimos que todas ellas entienden esto en uno u otro nivel. Puede que no estén familiarizadas con el concepto de adaptabilidad cognitiva, pero raras veces respaldan la idea de que han llegado a la cumbre de sus respectivos ámbitos porque eran los afortunados ganadores de alguna lotería genética.

Saben lo que se necesita para desarrollar las extraordinarias destrezas que poseen porque lo han experimentado de primera mano.

Uno de mis testimonios favoritos sobre este tema proviene de Ray Allen, un jugador de baloncesto profesional que ha competido en diez ocasiones en el torneo All Star de la NBA , y el mayor lanzador de triples en toda la historia de dicho campeonato. Hace unos años, la columnista de ESPN Jackie MacMullan escribió un artículo sobre Allen cuando este estaba a punto de batir el récord de lanzamientos triples. Al entrevistarse con el jugador para preparar el artículo, MacMullan mencionó que otro comentarista deportivo había dicho que este había nacido con una predisposición especial para los lanzamientos; en otras palabras, un don innato para los triples.

Allen no estaba de acuerdo.

—He discutido sobre esto con mucha gente a lo largo de mi vida —le aseguró a MacMullan—.

Cuando la gente dice que Dios me bendijo con un hermoso tiro en suspensión, de verdad que me cabrea. Yo les digo a esas personas: «No menosprecies el trabajo que dedico cada día. No algunos días. Todos los días. Pregúntale a cualquiera que haya estado en un equipo conmigo quién hace más lanzamientos. Vete a Seattle y a Milwaukee, y pregúntales. La respuesta es que yo.»

Y de hecho, como señalaba MacMullan, si hablas con el entrenador de baloncesto de Allen en el instituto, descubres que por entonces su tiro en suspensión no era perceptiblemente mejor que el de sus compañeros de equipo; en realidad era más bien flojo. Pero Allen tomó el control y, con el tiempo, con trabajo duro y dedicación, transformó su tiro en suspensión en uno tan elegante y natural que la gente suponía que había nacido con él. Sacó partido de su don; su verdadero don.

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