¿Son las personas impuntuales más creativas?
Image: REUTERS/Russell Boyce
Emilio Carrere, cronista y poeta decadente español, dejó que su padre lo enchufara en el Tribunal de Cuentas. Carrere era más adepto a la bohemia que a la administración y llegaba siempre tarde y a desgana. Un día, su jefe, imaginamos un trabajador gris y escrupuloso, lo llamó a su despacho:
—Mire usted, Carrere, con esa manía de retrasarse, va a llegar un momento en el que se presentará usted todos los días al siguiente.
No sabemos cómo se tomó el escritor el comentario. Sin duda, fue una bronca lucidísima que sintetiza un problema ancestral que ha roto relaciones laborales, amistades, bocas, matrimonios, cejas; en fin, una de esas batallas en las que el ser humano nunca ha dejado de invertir grandes dosis de cabreo, porque para un puntual militante no hay cosa más punible que llegar tarde.
A la puntualidad, aunque parezca un tema intrascendente y cotidiano, le han dedicado muchas horas de reflexión las mentes privilegiadas. A Kant, por ejemplo, le hervía la sangre. Su obsesión con los tiempos le hacía despreciar toda actividad o acontecimiento que le rompiera la rutina. Era tan fiel a sus horarios que, según se contaba, sus paseos de la tarde servían a los vecinos para poner los relojes en hora. Un filósofo que hacía las funciones de meridiano.
Es un tema de trincheras en el que nos jugamos la valoración de los demás: la imagen. Por eso, de tanto en tanto, van saliendo estudios o argumentos para justificar a alguna de las partes. Un estudio de la Universidad Estatal de San Diego(EEUU) concluyó que las personas impuntuales son más creativas. Viven de forma parsimoniosa, son optimistas, confían en sus capacidades de solventar tareas y problemas en poco tiempo, y eso les libera del estrés y la ansiedad que bloquean la mente.
No hemos podido comprobar si el estudio se entregó en la fecha acordada.
Las personas más inseguras y neuróticas serían, según la investigación, las que más se ajustan a la hora. Informaciones como estas hacen rechinar los dientes a las personas muy puntuales. Para ellos, simplemente, se trata de una cuestión de respeto: un tardón te humilla, considera que su tiempo vale más que el tuyo y, por lo tanto, lo pisotea. Y, además, lo hace de manera natural, con gesto de tipo irreprochable.
Hay una falta de honestidad en el impuntual ibérico, él se conoce y, en cambio, a cada cita jura que, esta vez sí, llegará bien. Insiste y se indigna ante la desconfianza. Al final, por supuesto, no cumple.
Julio Camba ya arremetió en La rana viajera contra la impuntualidad patria: «el tiempo no tiene importancia para nadie en España. No somos superiores, somos inferiores al tiempo. No estamos por encima, sino por debajo de la puntualidad». El periodista trató de cuadrar una cita con un amigo que no se dejaba domar. Le decía a las cinco, y el otro respondía que muy bien, perfecto, de cinco a cinco y media. Al final quedaron a las siete y aquel llegó a las ocho y media. Camba se había marchado y el parsimonioso se indignó profundamente: «Me hace usted correr y resulta que no me aguarda ni diez minutos».
La anécdota describe un rasgo del carácter de estos eternos demorados: cuando le toca esperar a ellos, se muestran más intolerantes y más indignados que nadie, se sienten casi violados. Esto sólo ocurre en casos muy extremos, es decir, cuando el puntual se larga porque ha llegado a una conclusión clara en una de las dudas más comunes para él: ¿en qué momento un retraso se convierte en incomparecencia?
El psicólogo de la Universidad Anáhuac de México Norte Mariano Lechuga Besné imparte un curso sobre la materia: «El puntual hace una programación inversa de su tiempo en relación a la cita que tiene. No programa la hora a la que se levanta, sino más bien, la hora a la que tiene que llegar», escribe a Yorokobu. Los tardones, asegura, confían en que pueden realizar muchas tareas en poco tiempo: quedan con varias personas «sin calcular el tráfico o lo que puedan alargarse estas citas».
Cumplir estrictamente la norma social también puede llevar aparejadas habilidades especiales. Según Lechuga Besné, los obsesos del reloj suelen obtener mejores resultados en pruebas de carácter matemático.
Existen estudios que culpan al factor fisiológico y dicen que el metabolismo puede cambiar la percepción del tiempo de cada persona. Puede ser, pero por un lado existen los relojes (que hacen objetivo lo subjetivo), y por otro basta con encontrar un impuntual sincero y preguntarle cómo se organiza mentalmente para comprobar que hay cierto grado de voluntad en todo esto.
Observemos. Ante una cita, el impuntual, de inicio, se exige llegar a la hora más lejana de las posibles. El cómputo funciona así: en su mente cada persona con la que queda tiene una calificación de confianza que le indica la escala de desfase que será tolerada; esta calificación depende del grado de familiaridad y de los retrasos a los que el otro está acostumbrado. Si un día llegó 15 minutos tarde y no hubo reprimendas, el tardón situará su llegada legítima un cuarto de hora después de lo acordado. Porque la hora de cita, para él, es absolutamente ficcional. Resultado: si ha quedado a las cinco, se meterá en la ducha a las cinco y quince, y llegará al lugar a las cinco y media.
Hay puntuales creativos que, de repente, como ajuste de cuentas, un día se presentan más tarde, esforzándose mucho, mordisqueándose las uñas, sí, pero aparecen media hora después de lo fijado. Error: la próxima vez el impuntual calculará ese retraso y lo superará. Es una cuestión acumulativa que nunca se revierte.
Hay que aclarar, como indica Mariano Lechuga, que se han catalogado varios tipos de impuntuales y que cada uno responde a temperamentos diferentes: los que se justifican, los que se sienten culpables, los que lo aceptan, los que no, los azorados, los orgullosos…
No obstante, la gente correctísima y cumplidora en exceso no resulta menos tóxica. Puntual, como palabra, no admitiría grados, pero hay gente que retuerce su sentido de la forma más horrible (y estéril) que uno pueda imaginar, o sea, llegando antes a los sitios por sistema. Aparecer mucho antes es, en algunos casos, un acto de egolatría porque, como dicen, nadie se va a enterar. Es sólo un método facilón para atribuirse una virtud, un valor superior; una oportunidad para empezar una velada teniendo algo que recriminar. También hay grados de psicosis entre los puntuales. Funcionan clavándose en la esquina acordada quince minutos antes, así, si su cita se demora cinco minutos, tendrán, placenteramente, un cabreo de veinte minutos. Les gusta de sentirse agraviados.
William Shakespeare, un señor bastante inglés, dijo que era mejor llegar tres horas temprano que un minuto tarde. En cierto modo, resulta evidente que un mundo de Shakespeares o de Kants podría funcionar; sin embargo, un mundo de Carreres, o de tipos como el amigo de Camba, colapsaría. Un tardón necesita siempre un puntual frente a él. Entre dos parsimoniosos la amistad sería imposible, entrarían en bucle: jamás llegarían a verse.
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