Por qué muchos hombres no hablan de la discriminación de la mujer en el trabajo
Image: REUTERS/Damir Sagolj
Muchos hombres guardan silencio cuando llega el momento de discutir o denunciar si sus compañeras están siendo discriminadas, si les pagan menos o si las tratan con condescendencia por el mero hecho de ser mujeres. Se equivocan, pero es perfectamente normal que se equivoquen. Hay que discutirlo con ellos; no despreciarlos.
Los hombres, igual que ellas, tenemos una costumbre adquirida desde que somos niños: sentimos que hay cosas, temas y hasta tonos que afectan exclusivamente a las mujeres y otros que nos afectan exclusivamente a nosotros. Existe un muro invisible de silencio, realidad —y a veces egoísmo insolidario— entre los sexos. Por eso, muchos hombres, cuando leen o escuchan la expresión ‘discriminación por sexo’, asumen que eso es algo que o sólo les ocurre a sus compañeras o sólo lo perpetran un puñado de marginados, dinosaurios y mediocres que no saben competir con quien les supera. No es machismo, se dicen, es envidia.
Como ellos no se sienten ni incompetentes, ni envidiosos ni dinosaurios (estas expresiones delatan que sí están dispuestos a discriminar aunque sólo sea por edad), creen que la cosa no va con ellos. Olvidan una triste realidad: la sociedad tolera y a veces alienta que muchas mujeres escuchen comentarios sexuales fuera de lugar en la oficina, que sientan miedo e inseguridad al asumir determinados retos y pedir aumentos salariales y que cobren menos que los hombres por desempeñar el mismo trabajo.
Al igual que muchas mujeres, no creen que la sociedad sea simple y rotundamente patriarcal, que los hombres —dentro y fuera de las empresas— las vean siempre con superioridad, condescendencia y como objetos, que todos los varones y muchas mujeres sean fundamentalmente machistas hasta en los más mínimos detalles y que eso les quite a los hombres cualquier derecho a hablar del bienestar que desearían para las mujeres. Así es como muchos varones y algunas mujeres menores de 45 años han empezado a depositar cualquier argumento feminista en el baúl de las locuras apocalípticas.
Estos hombres olvidan un punto fundamental: el hembrismo no es lo mismo que el feminismo, el feminismo no es lo mismo que ser mujer y no hablar de lo que creemos que es bueno para las mujeres sin tenerlas en cuenta (es decir, como déspotas ilustrados) no es lo mismo que no animarlas a ser mejores después de escucharlas. Muchas feministas y mujeres que no lo son agradecen esto último y reclaman puramente la igualdad y se sienten ofendidas cuando escuchan desprecios contra los varones por el mero hecho de ser varones. Es verdad que a veces los ofenden porque les hiere su indolencia y que ellas también deberían mostrarse más comprensivas.
Otro motivo por el que muchos hombres guardan silencio es que sienten que exteriorizar preocupaciones por la discriminación de la mujer en la oficina es inútil, peligroso, inadecuado o forma parte del típico comportamiento de un colectivo que presume de lo que, en el fondo, seguro que carece.
Lo ven inútil porque una empresa machista no va a cambiar porque ellos se opongan. Lo ven peligroso porque no sólo no va a cambiar, sino que pueden sufrir las consecuencias de denunciar lo que nadie quiere oír. Lo ven inadecuado porque no tiene sentido hablar de política en el trabajo y el feminismo y la igualdad, creen ellos, son política. Y lo ven un ejercicio de postureo porque asumen que las expresiones ‘estamos embarazados’, ‘todos y todas’ o ‘como padre, me encanta cambiar los pañales de mis hijos’ no van acompañadas de hechos como pedir un permiso de paternidad en condiciones o una jornada reducida e intensiva. Es, según ellos, pura hipocresía a la moda.
El último argumento por el que muchos hombres no hablan de la discriminación de las mujeres en el trabajo es que asumen que la discriminación salarial es algo que las mujeres tienen que aceptar cuando deciden ser madres y dedicarse más a su familia que a la oficina. Les parece un trato justo para los hombres y las mujeres que renuncian a tener familia o que optan por pasar cada vez más tiempo en la oficina y cada vez menos en el hogar. En el fondo, afirman, todo es cuestión de implicación y productividad. Cuanto más te implicas y más productivo eres, más cobras y más te tienen en cuenta.
La realidad, sin embargo, es que un estudio de la Reserva Federal de San Luis muestra que las madres que ocupan durante años empleos estables, flexibles, cualificados y donde la productividad es fácil de determinar como el de las profesoras e investigadoras universitarias son, a largo plazo, más productivas que las que no tienen hijos aunque lo sean menos cuando estos son muy pequeños.
Deberíamos pensar que la desigualdad salarial entre hombres y mujeres tiene que ver (y mucho) con la calidad de nuestros empleos, la temporalidad y la capacidad de medir nuestra verdadera productividad frente a los prejuicios machistas. También tendríamos que recordar que las mujeres cualificadas no sólo comparten más tareas familiares con los hombres sino que, cuando no lo hacen, disponen normalmente de un servicio doméstico. Decir que todas o la mayoría de las mujeres cobran menos porque prefieren cobrar menos es falso.
Los motivos por los que muchos hombres callan ante la discriminación de la mujer en el trabajo, como decíamos, son razonables. En vez de ningunearlos, deberíamos darles la importancia que merecen, discutirlos y refutarlos. No podemos combatir el desprecio y la ignorancia sobre las capacidades y la dignidad de la mujer despreciando e ignorando la capacidad de millones de hombres para guardar silencio.
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