La ciudad como espacio común para la interacción y la convivencia
Image: REUTERS/Janine Costa - RTX1QTMY
En un tiempo en que ya ningún rincón de nuestro planeta queda inexplorado, y sin explotar, resulta sorprendente observar que sólo entre el 1% y 3% del territorio global –el ocupado por las ciudades– se puedan estar jugando las cartas del devenir de la humanidad, pero así es. En los espacios urbanos, donde hoy vivimos más de la mitad de las personas que habitamos este planeta, se consume el 70% de la energía y se genera el 80% de los gases de efecto invernadero, como refleja el último informe del Worldwatch Institute. Y ello constituye sólo una parte de la insostenibilidad de un metabolismo humano global que nos sitúa hoy en una crisis civilizatoria, en la medida en que la forma en la que los seres humanos nos relacionamos con la naturaleza, pero también entre nosotros mismos, está socavando las bases materiales que permiten mantener la vida, y están conduciendo a una situación de quiebra social y de colapso ecológico.
Las ciudades constituyen igualmente un espacio en el que se hacen claramente palpables las desigualdades existentes en toda una variedad de planos: en la distribución crecientemente desigual de las rentas y las riquezas, pero también en términos de acceso a servicios sociales; de tiempos de trabajo (incluidos aquellos de cuidados no remunerados pero que son esenciales para la vida); de exposición a la contaminación y a elementos tóxicos; de vulnerabilidad ante impactos climáticos, económicos o de cualquier otro tipo, etcétera. Sólo en el plano de los ingresos, hoy, tres de cada cuatro ciudades del mundo tienen niveles más altos de desigualdad de ingresos que hace dos décadas.
En la actualidad, algunas de las ciudades más desiguales son aquellas en las que más se concentra el poder, como esas a las que la socióloga Saskia Sassen puso el nombre de ciudades globales: Nueva York, Tokio, Londres o París, que conforman auténticos nodos del capitalismo global por los que fluyen información, capital, mercancías y personas traspasando las fronteras con destinos múltiples. En ellas vive desde la población más rica y mejor formada, hasta los inmigrantes que se sitúan en los estratos más bajos de la escala social. Así, por ejemplo, en la banlieue (suburbios) de París, terceras y hasta cuartas generaciones de descendientes de inmigrantes se sienten allí atrapadas en su posición social, dando lugar a frecuentes escenarios de violencia callejera.
Por otro lado, el consumo opulento de quienes más tienen, ofrece también una lectura en términos ecológicos, ya sea por niveles de consumo (cantidad de bienes y servicios comprados) como por tipos de consumo (por ejemplo más viajes en avión, etcétera). Al tiempo, en casi todos los ámbitos urbanos nos encontramos que las zonas más contaminadas, por el tráfico, las industrias o los vertederos se sitúan más cerca de donde viven las personas con menos ingresos que de los más ricos; por lo que existe con frecuencia un fuerte solapamiento entre desigualdades sociales y ecológicas.
Con todo, existe aquí, como en tantos otros ámbitos, una geografía variable en la que entran en juego múltiples factores: tamaño de la ciudad, distribución de los espacios urbanos, tipos de infraestructuras, niveles de redistribución, estilos de vida, etcétera. Cómo evolucionen las ciudades en todos estos sentidos, distribuyéndose de una u otra forma los espacios, fomentándose unas u otras relaciones sociales y con el entorno en las mismas dependerá, en gran medida, de las políticas que se adopten. Si bien la disparidad de políticas podría ser tan grande como del número de ciudades, se dan patrones comunes, como puede ser la influencia y las transformaciones que en el mundo urbano genera un capitalismo financiarizado cuya lógica parece hoy tan extractivista en términos de apropiación de valor como de recursos naturales. En este marco han florecido los procesos urbanizadores desenfrenados y especulativos recientes; y no de forma accidental o colateral, sino ejerciendo un papel esencial para dar salida a los excedentes de capital cuando carecen de oportunidades rentables, bien sea expandiendo los espacios urbanos existentes, o bien remodelándolos, con la construcción de nuevas edificaciones e infraestructuras de todo tipo, pero no siempre respondiendo a un interés social y mucho menos teniendo en cuenta la dimensión ecológica del desarrollo urbano.
Por otra parte, los procesos urbanizadores han sido protagonistas de una suerte de destrucción creativadel paisaje geográficamente construido, como diría David Harvey, en tanto que la construcción de lo nuevo ha ido aparejado a una destrucción de lo viejo, dejando tras de sí paisajes de devastación y devaluación. Así, ciudades como Detroit (EE UU) se han convertido en auténticos sumideros de valores perdidos tras paralizarse su actividad con la desindustrialización al tiempo que otras ciudades, como Shenzhen (China) o Dacca (Bangladesh), se convertían en nuevos centros de actividad, acompañados de importantes inversiones en capital fijo y colosales extracciones de rentas y booms inmobiliarios. El caso español es igualmente un buen reflejo de esa destrucción creativa, pues solo en España se ha destruido en la segunda mitad del siglo XX más patrimonio inmobiliario de lo que, en proporción, se destruyó durante la Segunda Guerra Mundial en Alemania, según ha documentado José Manuel Naredo.
El problema surge cuando estos procesos terminan favoreciendo a unos territorios frente a otros, de la misma forma que unos sectores o grupos sociales se benefician de la nueva construcción, mientras que otros sufren la destrucción por la vía de desposesiones y desplazamientos. En su último libro, Expulsions, Sassen plantea la cuestión en términos de nuevas lógicas de expulsión, tanto de personas como de empresas y lugares, de los órdenes económicos y sociales centrales de nuestro tiempo. Un fenómeno que, remarca, no es espontáneo, sino que como decimos, es el resultado de la puesta en marcha de un determinado tipo de políticas, así como de la actividad de instituciones, técnicas y sistemas complejos.
En otras palabras: la plasmación del proyecto político neoliberal en el ámbito urbano ha convertido a la ciudad y sus estructuras espaciales y relacionales en gigantescas mercancías, haciendo de esta forma prevalecer los intereses de constructores, promotores inmobiliarios y especuladores financieros sobre cualquier otro factor. Unas políticas urbanas neoliberales que, ya sea por la vía de una deliberada y selectiva dejadez en el planeamiento urbano, o bien mediante un neocaciquismo y compadreo en las concesiones de obra, o los procesos de recalificaciones y reclasificaciones urbanísticas –cuyo hedor a corruptelas se hace hoy insoportable en la política española– han dado lugar a ciudades insostenibles, donde existe una creciente división y fragmentación espacial y social. Ciudades, por tanto, más proclives al conflicto.
No debe causar sorpresa observar, en este sentido, que las ciudades han sido el epicentro de gran parte de las revueltas más significativas de los últimos años, desde el movimiento de la plaza Tahrir en El Cairo, hasta Occupy Wall Street, pasando por el 15M en España, todos con la misma imagen icónica de las acampadas en plazas. Unas convocatorias que bajo eslóganes como “toma la calle” o “toma la plaza”, bien podían recordar a las iniciativas Reclaim the Streets, originadas durante los 90 en Reino Unido a partir de diversas acciones de protesta contra la expansión de infraestructuras urbanas para el automóvil, que terminó cuajando en un movimiento de reivindicación del espacio público como espacio de expresión ciudadana.
En otros muchos casos, la misma gestión de los espacios urbanos, particularmente de los públicos, la especulación y el malbaratamiento de recursos públicos, son el propio motivo del conflicto. Buen ejemplo de ello han sido en los últimos años los casos del barrio del Gamonal, en Burgos, o el del Cabanyal en Valencia. También lo son, aunque de manera más compleja, los procesos de gentrificación que, bajo el manto de la rehabilitación urbana, tratan de legitimar procesos de desposesión y desplazamientos, en todo tipo de ciudades, desde Berlín hasta Nueva York, pasando por Madrid o Barcelona (y también en ciudades del Sur Global como Nairobi o Dacca) y que igualmente dan lugar a luchas ciudadanas. Estas protestas surgen ante la pérdida de identidad de los barrios y la asfixia del tejido social a la que contribuye la conversión de los espacios públicos en lugares destinados solo al consumo o prácticamente en no-lugares, pareciendo obligar a disolverse en una suerte de resignación individualista que, por otra parte, excluye a quienes no pueden acceder a dicho consumo.
La clásica dialéctica entre la adecuación de la ciudad a las necesidades de producción de la sociedad industrial y la calidad de vida de sus residentes sigue hoy muy viva, solo que en un nuevo contexto, tomando nuevas formas, con nuevos sujetos, pero todavía siguiendo lo que el filósofo Karl Polanyi denominaba el “doble movimiento” entre la tendencia hacia la mercantilización de la vida, por un lado, y la protección de la sociedad y la naturaleza de los efectos de esta expansión mercantilizadora, por el otro. O incluso un triple movimiento si, como Nancy Fraser, incluimos la vertiente emancipadora de los movimientos sociales surgidos de la década de los 70 (ecologistas, feministas, etcétera) en la ecuación.
En cualquiera de los casos, el espacio urbano es hoy el claro escenario de un conflicto que se dirime entre el capital que trata de reducir el territorio urbano a mero valor de cambio y la ciudadanía que intenta resistir reivindicando su derecho a la ciudad; dos maneras de entender la ciudad, la economía, o la vida misma. Un derecho a la ciudad que se plantea en términos de un derecho activo a construir una urbe diferente, que se adecúe en lo posible a los anhelos de la ciudadanía y no a los intereses de los especuladores de la propiedad y de quienes les respaldan desde las instituciones públicas.
En este sentido, la recuperación de los espacios públicos puede ser clave en tanto que lugares esenciales para la integración y la cohesión social en la ciudad en la medida en que la calle y los sitios abiertos son también escenarios de convivencia, espacios en los que reconocerse como conciudadanos y conciudadanas de iguales derechos y deberes, espacios en los que recuperar la sociabilidad perdida.
Es por ello que, frente a la ciudad neoliberal, donde la vida social urbana se vuelve cada vez más imposible por la ausencia delugares, de espacios reconocibles, existen hoy toda una miríada de iniciativas que buscan recuperar la ciudad como espacio común para la interacción y la convivencialidad. Bien sea a través de la expresión artística, desde la pintura del grafiti o la música y el movimiento, o bien mediante prácticas autogestionadas, colaborativas. Tanto los espacios sociales como los huertos ecológicos comunitarios, tratan de revalorizar y resignificar los escenarios urbanos, dejando entrever, por otro lado, maneras distintas de confrontar la crisis multidimensional (económica, social, política, ecológica, etc.) en la que hoy parecemos atrapados, ya sea visibilizando las lógicas especulativas, recuperando y rehabilitando espacios abandonados o reconstruyendo lazos sociales con dinámicas participativas.
En este tejido social urbano, que sin duda ha sido clave en la formación de los nuevos municipalismos que actualmente gobiernan en muchos ayuntamientos de la geografía española, reside la esperanza en la confrontación de los importantes retos que hoy confrontan nuestras ciudades, empezando por la gran encrucijada en la que hoy nos sitúa la problemática ecológica.
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