Liderazgo

Cuando no hay alternativas, la única alternativa es darlo todo

Image: REUTERS/Sergio Perez

Francisco Alcaide Hernández

El ser humano pocas veces cambia por iniciativa propia, y a menudo sólo se pone en marcha cuando ya no tiene más remedio y todo tiembla alrededor. Aunque esté confundido e insatisfecho, prefiere la comodidad a la incertidumbre del cambio. Por eso, la adversidad o las crisis pueden ser buenas aliadas ya que no nos dan otra opción que la de tirar hacia delante.

A veces –muchas veces– lo mejor que nos puede pasar es aquello que nunca hubiésemos deseado que nos ocurriese, porque ese momento marca un ‘punto de inflexión’ en nuestras vidas. Casi siempre, la mejor alternativa es no tener alternativas. De otro modo es fácil dejarse llevar por la tiranía de la inercia y que pase el tiempo sin pena ni gloria. Es bueno tener sentido de urgencia o lo más normal es seguir con la rutina del día a día en piloto automático, viendo cómo transcurren los días y todo sigue igual.

Tocando fondo, nací un buen día, tocando fondo…’ canta Silvio Rodríguez en una de sus conocidas canciones. Y es que, cuando uno toca fondo ya sólo queda rebotar hacia arriba. En Tu futuro es HOY (Alienta, 2ª edición) se recogen las palabras de la escritora Karen McCreadie, quien lo explica con claridad: «Todo lo que hacemos se debe a alguna razón, que puede ser obtener algún placer o evitar el sufrimiento. El motivo por el que el ‘punto de inflexión’ es tan importante es que siempre hacemos más para evitar el sufrimiento que para lograr placer. Esto resulta obvio cuando consideramos nuestro instinto de supervivencia. A veces, en los momentos más oscuros es cuando reaccionamos; el deseo de sobrevivir es tan extremadamente fuerte que nos obligar a luchar o huir para salir del peligro y alejarnos del sufrimiento. Por desgracia, para muchas personas, las cosas no llegan nunca a este punto tan malo. Siempre recuerdo una amiga que me hablaba de su relación de pareja así: ‘No es suficientemente buena para continuar, pero tampoco lo bastante mala como para dejarla’. Con demasiada frecuencia no llegamos a la rebeldía, al ‘punto de inflexión’ por los mismos motivos. La situación no es suficientemente mala y nos hallamos en tierra de nadie de la inacción».

Lo peor, siempre, es esa sensación en la que parece que no pasa nada pero pasa mucho. Es introducirse en esa pendiente sigilosa de la rutina cómoda que nos va deslizando peligrosamente hasta el despeñadero sin darnos cuenta. Hace unos días atrás dejaba en Instagram la siguiente reflexión del psiquiatra M. Scott Peck: «Nuestros momentos de más lucidez suelen tener lugar cuando nos sentimos profundamente incómodos, infelices o insatisfechos. Pues es, en esos momentos, empujados por nuestra insatisfacción, cuando salimos del camino trillado y empezamos a explorar maneras diferentes de hacer algo, o respuestas más certeras».

Es paradójica, pero la realidad suele ser así. Si nos dejasen elegir entre una situación no muy mala y otra realmente mala, la mayoría optaría casi sin dudarlo por la primera. Sin embargo, esa suele ser la alternativa más nefasta a medio y largo plazo, ya que si bien a corto plazo escuece menos, con el paso del tiempo suele ocurrir que poco ha variado nuestra situación –no era excesivamente grave para cambiar–, lo que genera una mezcla de frustración y resignación por el tiempo perdido y el mal hábito de la dejadez.

Por el contrario, las crisis, a las que tanta alergia tenemos, a veces son el mejor despertador vital, porque cuando no hay alternativas, la única alternativa es darlo todo. Al principio duele mucho, pero con la mirada puesta en el retrovisor, uno concluye que aquello fue un punto de inflexión a lo que sucedió a continuación. Como apunta Louise Hay, una de las autoras incluidas en Aprendiendo de los mejores (Alienta, 9ª edición): «Una tragedia puede llegar a ser el mayor de nuestros bienes si nos la tomamos de una manera que nos permita crecer».

Un personaje que nos sirve de ejemplo es el del conferenciante internacional Anthony Robbins. El ‘punto de inflexión’ en su vida se produjo cuando «estaba viviendo en un apartamento de soltero de 120 metros cuadrados y fregaba los platos en la bañera. Con sobrepeso y en la miseria, golpeó la pared y se prometió así mismo que cambiaría las circunstancias que le rodeaban».

En la vida, los desiertos emocionales son necesarios. Son momentos de dolor y sufrimiento, pero también de encuentro con uno mismo y de autoconocimiento, y el autoconocimiento es la base del desarrollo personal. El día a día puede anestesiarnos de manera terrible despojándonos de todo aquello a lo que podemos aspirar y convertirnos. Sólo un cortocircuito emocional, esa descarga que nos da una buena sacudida y nos remueve por dentro, puede empezar a poner –paradójicamente– orden en el caos.

Con la colaboración de Sintetia.

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