No hay persona emprendedora sin miedo al fracaso
Image: REUTERS/Arnd Wiegmann
Es una patraña que los grandes emprendedores sean insensibles al miedo a fracasar –entonces serían temerarios e idiotas– o que el éxito sea el gran aliado de los que se lo juegan todo sin perder el sueño. Ningún inversor con dos dedos de frente confiaría sus ahorros a un sujeto incapaz de dudar de sí mismo. La diferencia entre un perdedor en serie y un emprendedor en serie es que al segundo se le presupone inteligencia, encanto personal, cierta prudencia y un plan con posibilidades. Tirarse por la ventana una y otra vez con valentía es un ejercicio de circo al que se sumarían antes los domadores borrachos que las fieras.
Mr. Emprendedor es un personaje al que rara vez se conoce desayunando, igual que al homo economicus o la femme fatale. Las tres figuras, nocturnas y envueltas en el velo y la gasa del sueño, son moldes que no reflejan a nadie. Nos acostamos con Hilda y nos levantamos con la realidad, es decir, con cara de palurdo. Los moldes los rellenamos con la burda crema pastelera de nuestras aspiraciones, nuestras imperfecciones y con, esto hay que decirlo, un matiz sexista que hace que, si nos preguntan por el nombre de diez grandes profesionales de empresas rompedoras, no se nos ocurra ni una mujer. Te lo pongo fácil: los máximos directivos de Google, LinkedIn, eBay e IBM en España son mujeres.
Mr. Emprendedor es un ser, en definitiva, tan sobrehumano que ni siquiera es persona. Se ríe del fracaso aunque suponga la ruina económica; se ríe de una sociedad siempre provinciana (¡paletos!) que se atreve a no confiar en sus ingenios. Y se ríe del poso de la experiencia de los veteranos, pobres diablos, o de una enseñanza reglada convertida en cadena de montaje. Su eterna juventud se parece a la de los actores de 30 años que interpretan a estudiantes de instituto en las series americanas. Su insolencia, por supuesto, también es eterna y postiza: ¿Pero cómo queréis que no os reemplacen por autómatas si ya lo sois? ¡Seguid, seguid aprobando exámenes tipo test mientras yo invento el próximo iPhone! ¡Seguid!
Esta visión tan inverosímil, tan caricaturesca, a medio camino entre Eyes Wide Shut y Barrio Sésamo, ha servido para convertir al emprendedor en un ser que no podía sentir un profundo miedo al fracaso, que se reduce, muchas veces, al miedo a que se rían de ti. Los dioses son temidos, pero no temerosos; son burlones, pero nunca se ríen de ellos. Existen pocas películas en las que la sociedad termina demostrando a un emprendedor que su invento revolucionario era una revolucionaria gilipollez.
Y, sin embargo, ocurre. De hecho, en el océano de las start-ups hay más naufragios que barcos y, todo hay que decirlo, más capitanes que tripulación. Si Jesucristo fuera crucificado hoy, en vez de INRI, los nuevos romanos pondrían CEO y el cristianismo contaría como innovación disruptiva. Habríamos anticipado el via crucis que les espera a los gigantes de Silicon Valley. ¡Seríamos profetas!
Afortunadamente, existen estudios sobre emprendedores de verdad y el pavor que sienten, muchas veces fundado, a ser el objeto del cachondeo general. Robert Mitchell y Dean Shepherd, dos investigadores norteamericanos, han acreditado que el temor a perder la autoestima o a enfrentarse a un futuro incierto inhibe a algunos de ellos. Al mismo tiempo, dañar económicamente a las empresas rivales los anima a perseverar. A los fundadores de Google y Facebook les encantó soñar con el dominio de la publicidad digital. Desplazar a Yahoo! o Hotmail fue un auténtico placer para Gmail.
Los emprendedores de verdad, los que no están cincelados en mármol y con la nariz rota a la sombra del Partenón, perciben, muchas veces, dos escenarios cuando creen que el fracaso de su proyecto puede erosionar su autoestima y su reputación. Un equipo liderado por el experto en Psicología, Robert C. Birney, ya los señalaba en 1969: pueden abandonar o ir a por todas. Los valientes que se superan eligiendo esta segunda opción, aunque les corroa el terror por dentro, consiguen, en ocasiones, hazañas asombrosas. El pavor los motiva a cabalgar como alma que lleva el diablo y, muy probablemente, lo pagarán con altos niveles de ansiedad y fatiga emocional. Los emprendedores que sienten mucho miedo y que lo afrontan se queman más rápido, pero también pueden llegar muchísimo más lejos.
Las diferencias entre las personas emprendedoras que disfrutan inmensamente con su actividad y las demás tienen muy poco que ver con la madera especial, la esencia u otros ejercicios retóricos que van de la estética a la mitología haciendo parada obligatoria en las excusas para no mover el culo. O en esa envidia de las galletas del vecino que jamás valora el trabajo ajeno. Lo nuestro siempre es pan fruto del sudor; lo de los demás, maná caído del cielo. ¡Se lo han regalado! ¡Sabrá demasiado de sus jefes! ¡Trepar (lo que hacen ellos) no es lo mismo que ascender (que es lo que hago yo)!
En realidad, ser feliz como emprendedor depende, en gran medida, de la manera en la que se enfrentan al miedo al fracaso y al ridículo y de que ese miedo no sea algo patológico, claro. Hay gente que incuba este mal en la infancia y los riesgos, sencillamente, la superan y clavan contra las rocas como un tsunami a un frágil percebeiro. No es miedo, es pánico y necesitan una terapia cuidadosa. En la mayoría de los casos, sin embargo, las estrategias para vencer el miedo son lo único que distingue al Sr. Emprendedor de los humildes mortales, con talento y recursos, que lo envidian o adoran.
James Hayton y Gabriella Cacciotti, de la Universidad de Warwick, han identificado tres estrategias que funcionan en un artículo reciente de la Harvard Business Review: hacer camino al andar resolviendo problemas poco a poco, formarse mejor sobre los aspectos del negocio que se les escapan y recurrir a mentores, redes de apoyo o amigos con problemas parecidos. Los investigadores llegan, además, a una interesante conclusión: el miedo al fracaso puede ayudar a los emprendedores a superarse y no solo paralizarlos como estatuas. Sus imperfecciones, ahora que sabemos que son humanos y no dioses, son las que pueden hacerlos realmente grandes y memorables. Su único rastro de divinidad está en la forma, a veces heroica, con la que reconocen y superan las limitaciones de su carne mortal.
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