La hora de la metamorfosis africana
Image: REUTERS/Mike Hutchings
“Soy la hora roja, la hora roja desatada”. La elección de esta frase como lema para la Bienal de Arte Contemporáneo que se está celebrando este mes de mayo en Dakar es todo menos casual. Extraída de la obra teatral Et les chiens se taisaient (1958) del ideólogo de la negritud, el poeta martiniqués Aimé Cesaire, hace referencia a la emancipación, la libertad conquistada, la metamorfosis. África, así lo ha entendido el comisario de Dak’art 2018, Simon Njami, está en ese momento de cambio, de nacimiento de algo nuevo. En el arte, pero también en la filosofía, en la sociedad, en la gestión pública, en la economía, en la manera de relacionarse los africanos entre ellos y con el mundo.
Este viernes se conmemora el 55 aniversario de la creación de la Organización para la Unidad Africana (OUA), el organismo continental que luego alumbró la actual Unión Africana (UA). Aquel sueño de unidad, frustrado desde sus inicios por inquinas fronterizas, ambiciones de poder de ciertas élites africanas y el permanente aliento en el cogote de las expotencias travestidas al neocolonialismo parece empezar a tomar cuerpo medio siglo después. El pasado 21 de marzo, 44 de los 55 países africanos aprobaron crear una Zona de Libre Comercio Continental, el primer paso hacia un mercado común de 1.200 millones de personas.
En la foto de la cumbre de jefes de Estado celebrada en Kigali (Ruanda) que validó dicho acuerdo, —por cierto, ninguna mujer en la imagen cuando la representación paritaria en las más altas instancias del poder es otro desafío continental en este siglo XXI—, aparece el presidente de Ghana, Nana Akufo-Addo, en un discreto segundo plano que no se corresponde con el papel de referente que se ha ido labrando en su poco más de un año en el cargo.
La adopción de medidas como el nombramiento de un fiscal especial contra la corrupción, una de las lacras que lastran el desarrollo africano, la gratuidad de la Educación Secundaria, el proyecto de construir una fábrica para la transformación de cacao (industrialización frente a exportación de materias primas) y, sobre todo, la renuncia a las ayudas del FMI proyectan al nuevo presidente ghanés como un ejemplo a seguir de políticas autónomas del dictado occidental mientras su economía crece más que ninguna en el mundo (8,3% este año).
La forma en que Akufo-Addo llegó al poder, una alternancia pacífica, se está convirtiendo en la norma en África y no en la excepción, ahí están los ejemplos de Nigeria, Benín y el más reciente de Liberia, donde el exfutbolista George Weah supo leer en las necesidades de los más humildes. Los autócratas también están en retroceso. Siguiendo la estela de las revueltas en Senegal y la revolución burkinesa, el año pasado comenzaba con la caída de Jammeh en Gambia y terminaba con la defenestración de Mugabe en Zimbabue y la retirada de Dos Santos en Angola. Si bien es cierto que países como Uganda, Camerún y Guinea Ecuatorial aún son trincheras de viejos dinosaurios y que en Egipto y Burundi campan tiranos de nuevo cuño, la democracia, al menos formal, avanza por el continente y los golpes de estado son cada vez menos tolerados.
Este avance político está íntimamente ligado a la emergencia de una clase media que necesita de la paz y la estabilidad y a la extensión de la educación, a trompicones pero con paso firme, por todos los países del continente. Aunque los desafíos son enormes y hay unos 33 millones de niños sin escolarizar en Primaria en África subsahariana, la reunión de la Alianza Mundial por la Educación el pasado febrero en Dakar sirvió de estímulo a los Gobiernos para incrementar los presupuestos en la materia (hasta el 20%). La escuela, reconocen todos los líderes africanos, es la piedra angular para combatir el radicalismo que se ha enquistado en lugares como el norte de Malí, Somalia o el noreste de Nigeria. Pero la educación también engendra una población crítica e informada.
En el corazón de todos estos cambios está el incremento de la conciencia ciudadana y la emergencia de movimientos sociales que articulan el enfado y la frustración de amplios sectores de la población marginados de un crecimiento económico importante pero no inclusivo. Si África se encuentra en algo parecido a “la hora roja” cesairiana no es tanto porque sus dirigentes hayan vivido una revelación, sino porque desde abajo están empujando. Plataformas como Y,en a marre en Senegal, Balai Citoyen en Burkina Faso, Trop c’est trop en Malí, Filimbi y Lucha en la República Democrática del Congo o Ça suffit en Chad han representado, ante todo, un ejercicio de reapropiación de la política y recuperación del espacio público por parte de los ciudadanos.
Ese trajín callejero liderado por raperos y cantantes de hip hop se apoya, en su parte más dinámica, en dos elementos exógenos: el brutal crecimiento de las nuevas tecnologías y el potente mensaje llegado desde Túnez y la egipcia plaza Tahrir durante el cénit de la Primavera Árabe. Sin embargo, sus raíces profundas son negroafricanas hasta la médula, desde la ruptura sankarista hasta el delirante rechazo a morir del rebelde Marcial en la obra La vida y media de Sony Labou Tansi, pasando por el anticolonialismo furibundo de Frantz Fannon o el feminismo radical de la nigeriana Funmilayo Ransome-Kuti, madre del artista Fela Kuti.
De todos ellos un poco, pero también de su enorme capacidad para olfatear el ambiente, procede la inspiración que llevó al intuitivo economista senegalés Felwine Sarr a escribir Afrotopia, un libro que se ha convertido en el espejo de este continente en búsqueda, que necesita replantearse conceptos como los de democracia o desarrollo. “África no tiene que alcanzar a nadie. Ya no debe recorrer los senderos que se le indican, sino caminar con paso firme por el camino que ha elegido”, asegura Sarr. Mirando al frente sin olvidar la historia.
De ahí la indignación a finales de 2017 al constatar la existencia de mercados de esclavos en Libia. Los dirigentes africanos, presionados por sus opiniones públicas, se apresuraron a facilitar vuelos de repatriación humanitaria a los migrantes que estaban en los centros de detención de Trípoli. O la inauguración este mismo mes de las obras de remodelación de una plaza con el nombre de Europa en la isla senegalesa de Gorée, auténtico símbolo de ese pasado difícil de digerir, que generó un gran malestar en buena parte de la sociedad civil africana. Cuando se dio el nombre a la plaza en 2003 nadie protestó, pero ahora el momento es otro. Al igual que la estatua del general francés Faidherbe que preside la plaza central de la ciudad de Saint Louis: se inauguró en 1887 pero solo en los últimos años han surgido iniciativas para retirarla.
Viejas heridas y problemas nuevos. Mientras el cambio climático se deja notar en la erosión costera desde Mauritania hasta Angola o la sequía se hace crónica en el castigado Sahel, amenazado este año de nuevo por una crisis alimentaria, los países africanos adoptan medidas. El proyecto de la Gran Muralla Verde se extiende con desesperante lentitud y el continente ha declarado la guerra al plástico: Kenia acaba de unirse a la veintena de países que han prohibido en los últimos años las bolsas de este material, una auténtica plaga bíblica que inunda todos los rincones. Hasta ahora Ruanda, conocida como la Suiza africana por la limpieza de sus calles, ha sido quien más éxito ha tenido en la aplicación de la ley.
El continente es tan grande, tan diverso, que hay que acercar la lupa. Mientras unos 300 millones de africanos no tienen acceso al agua potable o deben recorrer varios kilómetros al día para extraerla, países como Ghana, Marruecos o Kenia ya cuentan con sus primeros satélites orbitando la Tierra en una suerte de afrocarrera espacial. Si la electrificación rural sigue siendo una necesidad urgente en Etiopía o Burkina Faso, en las ciudades de medio continente el consumo de series made in Africa se dispara. Ya no es solo la famosa Nollywood, muchos otros países emiten ya sus propias producciones.
El escritor nigeriano, Premio Nobel de Literatura, Wole Soyinka aseguraba en una entrevista del documental Negritude del maliense Manthia Diawara que, frente a la arrogancia de culturas fundadas en las grandes religiones, que se creen en posesión de la verdad revelada y han tratado de imponerla a los otros, “uno de los grandes legados africanos al mundo son sus religiones no estructuradas, en constante búsqueda y cuestionamiento”. Quizás de esta raíz también se nutra esta “hora roja”, quizás de ahí venga este momento de indefinición y búsqueda en que el continente quiere mirar al futuro, desarrollar su propio modelo, sin traicionar su pasado ni “convertirse en un museo”, como decía el poeta y primer presidente senegalés, Léopold Sédar Senghor.
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