Tecnologías emergentes

El escepticismo de Pinker sobre la ingeniería genética

Hong Gi Kim of South Korea competes during the Brain-Computer Interface Race (BCI) at the Cybathlon Championships in Kloten, Switzerland October 8, 2016.  REUTERS/Arnd Wiegmann - S1BEUFUOSRAA

Image: REUTERS/Arnd Wiegmann

Ignacio Vidal-Folch

¿Cuánto se tardará en programar seres humanos más inteligentes, o geniales, mediante la selección y manipulación genética? Esa es una de las revoluciones del futuro inmediato llamadas a cambiar la naturaleza del ser humano. Yo creo que todo lo que se puede hacer, se hace, y por consiguiente también aquí se trabajará y se obtendrán, a no mucho tardar, resultados extremados y polémicos.

Pero en torno a esta cuestión he escuchado una lección de Steven Pinker (el famoso autor de “Los ángeles que llevamos dentro”, donde postula, contra el pesimismo cultural tan extendido, que la violencia disminuye y que el mundo se va convirtiendo en un lugar mejor, más sano y democrático). Contra la idea de que “todo lo que se puede hacer, se hace”, Pinker sostiene que determinados progresos de la tecnología son factibles, pero hemos decidido abstenernos de ellos. Pone tres ejemplos. El primero, los vuelos comerciales supersónicos, que hace medio siglo parecían inevitables, pero ha resultado que a la gente no le gusta la idea y que el gasto de combustible es excesivo.

El segundo, los viajes a la Luna, que en 1972 —año en que unos seres humanos, los tripulantes de la Apolo XVII, pisaron la superficie lunar por última vez— parecía que iban a menudear, “pero se acabó la Guerra Fría, la gente perdió interés…”

El tercer ejemplo es la clonación humana, que en 1997, cuando nació la oveja Dolly, el primer mamífero clonado a partir de una célula, dio pie a tantos debates morales y parecía imposible frenar.

Muchos factores sociales y económicos hacen que el futuro tecnológico sea impredecible, concluye Pinker. Por eso, nadie sabe a ciencia cierta si se aplicará la ingeniería genética sobre la inteligencia humana, pero el psicólogo y lingüista canadiense apuesta a que no. Su primer argumento –el tabú legal y moral, las disuasorias resonancias nazis de la idea de la eugenesia genéticamente programada— no parece muy sólido, pues los pruritos morales tienen una fuerza muy relativa para frenar el progreso tecnológico. El segundo argumento es más plausible: “mejorar el coeficiente de inteligencia resulta más complicado de lo que pensábamos”: pues en potencialidades o talentos, como por ejemplo la excelencia musical o atlética, la herencia genética tiene una responsabilidad proporcionalmente minúscula, y además esta mínima parte no depende de un solo gen sino de docenas, cientos o incluso miles de ellos.

Esto ya complica mucho el asunto, pero además “cuando modificas el genoma siempre hay la posibilidad de que algo se estropee, y desconocemos los efectos negativos, los costes potenciales de la combinación de esos genes. ¿Quién te garantiza que uno de esos genes que muy ligeramente aumenta tu coeficiente de inteligencia no provoca también epilepsia o esquizofrenia? ¿Qué autoridad, paterna o política va a querer correr ese riesgo?”

Así que la aparición de superhombres mediante ingeniería genética, que tanta ilusión me hacía, y que tantas soluciones podrían aportar a los retos abismales del porvenir inmediato, no es para mañana ni para pasado mañana. Una lástima.

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