Cómo la hormona del amor disminuye el odio al extranjero
Image: REUTERS/Edgard Garrido
Hace medio millón de años, las poblaciones de monos en algunas regiones de África crecieron hasta poner en aprietos a nuestros ancestros. Aquellos pequeños animales eran demasiado rápidos para competir por alimentos como la fruta y los humanos tuvieron que buscar alternativas para sobrevivir. Esta crisis —que en chino no significa oportunidad, aunque a veces pueda serlo— se emplea para explicar el origen de la que puede ser la habilidad esencial de nuestra especie: la capacidad para juntar las mentes. Así comenzaron a cooperar para conseguir alimentos inalcanzables para los monos, como los antílopes.
En este entorno, la capacidad para colaborar con los congéneres era esencial para sobrevivir y poco a poco se crearon grupos en los que todos dependían del resto. Paulatinamente apareció la división de trabajo y la interdependencia mutua se intensificó cuando se producían enfrentamientos con otros grupos. La humanidad también se fraguó en la guerra.
En una entrevista con Materia, el investigador estadounidense Michael Tomasello contaba que aunque podamos “considerarlo un hecho desafortunado”, nuestra capacidad para cooperar “evolucionó dentro de esos grupos”. “Hace 100.000 años éramos interdependientes con nuestro grupo cultural, pero luchábamos con otros y no confiábamos en ellos, no podíamos entender su idioma... Es uno de los hallazgos más sólidos de la psicología, las diferencias de trato a los miembros del grupo y a los que no lo son. Favorecemos a los de nuestro grupo y desconfiamos de los de fuera”, concluía. Entender nuestra naturaleza, incluidos los aspectos más oscuros, puede ayudar, según Tomasello, a mejorar nuestras sociedades.
Esta semana, un equipo liderado por René Hurlemann, del Centro Médico de la Universidad de Bonn (Alemania), ha publicado un estudio en la revista PNAS en el que trata de buscar información para elaborar estrategias con las que reducir los sentimientos xenófobos y fomentar la cooperación entre extraños. En unas sociedades en las que los individuos se han tenido que adaptar a sociedades más diversas étnicamente y con mayores variaciones culturales que nunca, este tipo de conocimiento puede convertirse en una herramienta para mejorar la convivencia.
Los autores plantearon sus experimentos con la idea de “caracterizar las condiciones sociales y biológicas que posibilitan el comportamiento altruista con extraños, un fenómeno que ocurre en la famosa parábola del buen samaritano, pero que no se ha estudiado desde la perspectiva neurocientífica”, explica a Materia Hurlemann. En primer lugar, realizaron un experimento en el que ofrecían 50 euros a un grupo de voluntarios alemanes blancos y les pedían que donasen la parte que quisiesen a un grupo de 50 personas necesitadas y se quedasen con el resto. De esas 50 personas, la mitad eran alemanes en situación de pobreza y la otra mitad refugiados. Además de servir para separar a las personas más altruistas y más xenófobas, la primera prueba ofreció un resultado curioso: los voluntarios donaron un 20% más a los refugiados con dificultades económicas que a los alemanes en las mismas circunstancias.
En una segunda fase de los experimentos, estudiaron el papel de la oxitocina en las actitudes de los participantes hacia los refugiados. Esta hormona está relacionada con la fortaleza de los vínculos dentro del grupo o los lazos entre padres e hijos, pero también con el odio hacia los diferentes. En sus pruebas realizaron un experimento similar al anterior, pero proporcionando oxitocina a una parte del grupo altruista y a una parte del grupo xenófobo y placebo a parte de los grupos anteriores.
Los resultados mostraron que los que ya eran altruistas, cuando se les administraba oxitocina doblaban sus donaciones, tanto a los necesitados locales como a los refugiados. Sin embargo, la hormona del amor no cambiaba la actitud de los xenófobos, que seguían sin donar apenas dinero a los refugiados y a los nacionales. “La oxitocina incrementa la generosidad hacia los necesitados, pero eso sucede en alguien que ya es altruista, la hormona no puede crear el altruismo”, apunta Hurlemann.
Para alcanzar a los xenófobos, los investigadores probaron características menos conocidas de la oxitocina, que es mucho más que la hormona del amor. Esta proteína, que desempeña muchos papeles relevantes en la regulación de las relaciones dentro de los grupos, también incrementa la adhesión a las normas sociales. Por eso, por ejemplo, sirve para cohesionar a un grupo que está enfrentado con otro. Con esa idea, probaron que la presión social añadida a la oxitocina puede tener efectos sorprendentes. Cuando además de aspirar la hormona vieron lo que sus compañeros más generosos habían donado, hasta las personas con una disposición más negativa hacia los extranjeros incrementaron en un 74% sus donaciones.
Los autores administraron oxitocina como espray nasal para incrementar sus niveles en el cerebro, pero nuestro cuerpo produce esta hormona de forma natural y la libera cuando realizamos algunas actividades sociales como cantar o bailar. “Sería absurdo tratar la xenofobia con un inhalador, ¡no estamos sugiriendo eso!”, puntualiza Hurlemann. Lo que sugieren sus datos es que algunas actividades sociales junto con el impulso de modelos sociales positivos, familia, figuras públicas o líderes religiosos pueden ayudar a reducir los sentimientos xenófobos que dificultan la integración de los extranjeros en nuestras sociedades gracias al mecanismo que ellos han observado. O como han propuesto otros antropólogos, para reducir las tensiones entre quienes consideramos parte de nuestro grupo y los que consideramos que están fuera de ese círculo.
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