¿Quién quiere desregular el sistema financiero?
Image: REUTERS/Lucas Jackson
Desde que en la entrada del ala oeste de la Casa Blanca instalaron una puerta giratoria, se ha vuelto difícil seguir las idas y venidas en los pasillos del poder en Estados Unidos. Cualquier cosa que se escriba sobre el personal y las políticas del gobierno de Trump puede quedar invalidada antes de que se publique.
Pero al menos por ahora, los actores principales de la política económica siguen siendo los mismos. Steve Mnuchin todavía es el secretario del Tesoro, y su nombre no fue objeto de mención especial en las recientes luchas de poder. Gary Cohn sigue presidiendo el Consejo Económico Nacional, aunque se dice que algunas declaraciones del presidente sobre temas no económicos le provocaron malestar. Y por supuesto, Janet Yellen sigue al mando de la Reserva Federal, al menos hasta febrero del año entrante.
Sin embargo, esta estabilidad no es prueba de que haya una única visión establecida en materia de política financiera y económica, sobre todo en relación con el futuro marco de regulación financiera. En una llamativa entrevista que el vicepresidente de la Reserva Federal, Stanley Fischer, dio hace poco al Financial Times, quedaron al descubierto algunos desacuerdos importantes.
Fischer sostuvo que el sistema político estadounidense “puede estar llevándonos en una dirección muy peligrosa"
”Las autoridades monetarias suelen destacarse por la parsimonia y ambigüedad de sus declaraciones. Los observadores de la Reserva Federal analizan minúsculas diferencias en el tono y la elección de las palabras, en busca de señales de cambios de orientación. Como dijo cierta vez Alan Greenspan ante una comisión del Congreso: “si lo que digo les resulta particularmente claro, es probable que lo hayan malinterpretado”. Así que las palabras que usó en esta ocasión Fischer, alguien que por lo habitual es modelo de moderación y cortesía, deberían bastar para llamarnos la atención.
Fischer sostuvo que el sistema político estadounidense “puede estar llevándonos en una dirección muy peligrosa”. En referencia a propuestas de revertir elementos del nuevo orden regulatorio establecido en respuesta a las debacles de 2008‑2009, lamentó el hecho de que “todos quieren volver al statu quo anterior a la gran crisis financiera”. Y declaró que “no se entiende cómo gente adulta e inteligente llega a la conclusión de que hay que echar por la borda todo lo que se construyó en los últimos diez años”.
Son palabras destacables, que ameritan una deconstrucción. Cuando Fischer dice que “todos” quieren volver al statu quo anterior, seguramente no lo dice literalmente. La comunidad académica, en general, es partidaria de que haya más regulación bancaria y se incrementen las reservas de capital; y con pocas excepciones, la prensa se muestra incluso más exigente. Además, no conozco un solo banquero para el que tenga sentido regresar a ratios de apalancamiento superiores a 40 y un 2% de capitalización primaria.
Así que ¿quiénes son “todos” en esta formulación? La frase me recuerda cuando mi madre decía que “alguien”, no identificado, no había ordenado su cuarto (yo era hijo único). Pero aquí el sospechoso no es tan obvio. Las únicas propuestas oficiales concretas que hubo hasta ahora aparecen en un concienzudo artículo publicado en junio por el Tesoro de los Estados Unidos. Es verdad que el título, “Un sistema financiero que cree oportunidades económicas”, tiene un tufillo político; pero las ideas específicas que propone no son exactamente las que uno encontraría en las lejanas costas donde vagan los defensores de la “banca libre”.
Los autores del artículo (que lleva la firma de Mnuchin) quieren reformar el complejo, incoherente y redundante entramado de organismos regulatorios que quedó después de la crisis. El expresidente de la Reserva Federal, Paul Volcker (a quien mal se puede acusar de hacer lobby para los bancos de inversión), lleva algún tiempo sosteniendo lo mismo.
El artículo también recomienda cierta racionalización de los extremadamente complejos manuales de procedimientos, eximir a algunos bancos más simples de cumplir los procesos más gravosos y costosos, y reducir la cantidad de presentaciones de información y pruebas de resistencia obligatorias. Se podrá discutir por los detalles, pero a grandes rasgos, esto no parece un regreso a la libertad irrestricta de antes de la crisis. El artículo no dice nada sobre una reducción significativa de las reservas de capital, aunque sí recomienda una reevaluación de las normas sobre reservas adicionales para bancos con importancia sistémica.
El único apartado preocupante, para un lector fuera de Estados Unidos, tiene que ver con las normativas internacionales, cuya aceptación e implementación el artículo supedita a que satisfagan “las necesidades del sistema financiero estadounidense y del pueblo de los Estados Unidos”. No se dice exactamente cómo se consultaría al segundo respecto de la calibración de las ponderaciones de riesgo estipuladas por el acuerdo de Basilea.
Con todo, es difícil entender por qué este documento alteró tanto la calma habitual de Fischer. Tal vez estuviera dándonos un atisbo de desacuerdos más básicos en materia de regulación financiera en el núcleo del gobierno. O tal vez la Reserva Federal tema que lo de la racionalización regulatoria sea un eufemismo para referirse a algún recorte de sus responsabilidades (que aumentaron notoriamente desde la crisis).
Sería una lástima que la oposición de la Reserva Federal al cambio impida un debate acerca de si diez años más tarde, cada una de las medidas que se tomaron entonces, muchas de ellas de apuro, sigue siendo válida (por separado y en conjunto). Después de todo, hay muchos cambios en el entorno competitivo en que se mueven los bancos (nuevos sistemas de pago, préstamos entre iguales, banca informal, etc.) que demandan un análisis y examen cuidadoso.
Así que está bien que el Tesoro de los Estados Unidos haya abierto el debate. Y lo hizo en forma muy estudiada. Las autoridades monetarias deben abstenerse de insinuar que no hay nada que discutir, que mamá siempre tiene razón y que los chicos no tienen que hacer preguntas incómodas, como “¿Por qué?”. Esa estrategia nunca sirvió para que un adolescente tenga el cuarto ordenado, y tampoco servirá con los legisladores y los bancos.
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