El legado de los imperios
Image: REUTERS/Brian Snyder - RTX3B6N1
En un mundo de naciones-Estado, resulta esencial estudiar los grandes imperios para comprender los conflictos actuales y futuros.
La caída de la Unión Soviética en 1991 pareció acabar de forma definitiva con el largo enfrentamiento entre nación e imperio. Por más que se hablara del nuevo “Imperio Americano” de Estados Unidos, era evidente que el término “imperio” en su sentido clásico, parecía, al menos por el momento, haber tocado a su fin. Proliferaron las afirmaciones de que estábamos presenciando el fin, de que la democracia liberal había triunfado de una vez por todas, pero, 25 años después, esas proclamaciones no parecen tan acertadas. Si la nueva potencia hegemónica era o no un imperio depende de la perspectiva con que se analice, pero lo que es indudable es que tenía que serlo sin decirlo. Sin embargo, la distinción entre imperio y nación —para muchos la forma suprema de organización política a pesar de los horrores causados por los nacionalismos en Europa desde el siglo XIX y en el mundo entero después— no está tan clara como muchos historiadores querrían hacernos creer. El gran historiador Lewis Namier reconocía que el nacionalismo puede adoptar diversas formas y expresiones y que, por tanto, un término como “nacionalismo imperialista” no es tan contradictorio como parece.
Repasar algunos de los principales imperios de la historia y los discursos y la retórica de sus gobernantes ofrece unas perspectivas diferentes sobre un tema complejo. Krishan Kumar analiza de forma original en su último libro cómo contribuyeron cinco regímenes imperiales —el otomano, el de los Habsburgo, el ruso y soviético, el británico y el francés— a configurar el mundo actual. Destaca que, en los siglos XVI y XVII, el término “imperio” solía usarse en su sentido original (romano) de soberanía o autoridad suprema, y no con su significado posterior —y más común en la actualidad— de poder que se extiende sobre múltiples tierras y pueblos. El autor cita a T. S. Eliot —“Todos seguimos siendo, en la medida en que somos herederos de la civilización europea, ciudadanos del Imperio Romano”— para explicar que cualquier imperio debe ser romano en uno u otro sentido. Nunca se insistirá demasiado en la repercusión y la influencia de las ideas, formas de organización y símbolos de Roma en sus réplicas europeas modernas. El lenguaje del autor, libre de jerga, su maravillosa labor de investigación y su elegante estilo convierten su análisis en una auténtica obra maestra.
Cada uno de esos imperios se consideraba portador de una civilización universal para el resto del mundo
Cada uno de esos imperios se consideraba portador de una civilización universal para el resto del mundo. El objetivo podía estar envuelto en términos más religiosos, como en el islam de los otomanos y el catolicismo de los Habsburgo. Más tarde, en la tradición política británica o el comunismo mundial de los soviéticos, la misión adoptó una forma más laica. El autor señala que “el ascenso de la historiografía nacionalista en el siglo XIX encubre el hecho poco agradable de que la mayoría de las naciones-Estado son resultado de la conquista y la colonización, y eso creó una división entre la historia nacional y la extraterritorial, entre la nación-Estado y el imperio”. Inglaterra, por ejemplo, unida cuando la conquistaron los normandos en 1066, a su vez “unió (es decir, conquistó) los pueblos de Gales, Irlanda y, con el tiempo, Escocia, para crear un nuevo Estado, Reino Unido, y una nueva nación, la británica”. Los escoceses se vieron obligados a adoptar la cultura y las instituciones anglo-normandas para sobrevivir. Francia se utiliza con frecuencia como modelo de nación moderna, pero los campesinos, con sus distintas tradiciones y lenguas, no se nacionalizaron hasta finales del XIX para convertirse en verdaderos franceses. Esta amnesia ha resultado muy cara para muchos países europeos: en el caso francés, no hay más que acordarse de Córcega. La isla fue conquistada por tropas galas en 1768 pero una Francia muy centralizada nunca permitió ninguna autonomía que pudiera haber tenido en cuenta el orgullo y las costumbres locales, muy diferentes a las de la Francia continental. La violencia ha estallado a menudo en Córcega y continúa hostigando a la isla hasta el día de hoy.
El capítulo sobre el Imperio otomano es especialmente interesante, porque es una historia a la que los occidentales se han sentido tradicionalmente muy ajenos. Es posible subrayar los aspectos no europeos —turcos, árabes, persas— de una construcción política que duró 500 años “pero que, examinada con detalle, es tan europea como, por ejemplo, el Imperio ruso. Se ve con claridad en sus orígenes, cómo se desarrolló, su difusión geográfica y sus consecuencias para Europa”. El autor recuerda a sus lectores que John Locke y Voltaire consideraron que el imperio era mucho más tolerante con las minorías religiosas que los reinos cristianos en los que vivían ellos, y tuvieron una imagen de los otomanos muy distinta de la que les atribuyó gente como Gladstone en el siglo XIX. En cuanto a los sultanes, se consideraban sucesores de los emperadores romanos y bizantinos; el propio nombre que dieron a su capital deriva del griego eistinpolin (“a la ciudad”). Durante años se llamó Kostantiniyye, y no adoptó Estambul como nombre oficial hasta 1930.
Una figura tan importante como el historiador Arnold Toynbee creía que, pese a las apariencias, el Imperio otomano, al menos en sus primeras fases, “no puede considerarse el rechazo ni lo opuesto a Roma sino la continuación directa de su misión de incubar, proteger y promover la religión cristiana”. El autor explica cómo se desarrollaron las leyes kanun de los sultanes en paralelo a la sharia, y que eso dio al imperio una “flexibilidad especial para adaptarse a las circunstancias cambiantes y a los retos surgidos durante su larga evolución”. Lo mismo podría decirse de muchos países árabes actuales, algo que los periodistasy expertos occidentales no acaban de entender en medio de su obsesión con la importancia de la sharia.
Los capítulos dedicados a la visión que los imperios Habsburgo, británico y francés tenían de sí mismos y de los pueblos tan variados sobre los que gobernaban —que, en ocasiones, consistía en reducir o anular las distintas identidades nacionales y étnicas con el fin de garantizarse el poder a largo plazo— constituyen un relato detallado y fascinante de la eterna búsqueda de un orden universal. En el caso de Rusia, Krishan Kumar sigue los pasos del historiador Geoffrey Hoskingal argumentar cómo “Rus fue víctima de Rusia”, en otras palabras, cómo esta última obstruyó el florecimiento del anterior, cómo la construcción de un imperio impidió la creación de una nación. Los rusos opinan que su principal lastre histórico en los dos últimos siglos, aproximadamente, ha sido un sentimiento de nación fracturado y subdesarrollado, que se prolongó durante todo el periodo de la Unión Soviética e incluso después de su caída. Un imperio de tierras fronterizas no es una mala descripción del imperio ruso (y soviético). Este se caracteriza por dos hechos esenciales: la separación entre el Estado y la sociedad, sobre todo hasta 1917, “que muchos consideran el origen histórico de los problemas de Rusia [y] tal vez ha contribuido, de hecho, a [su] longevidad”, y la naturaleza de su clase dirigente, de más diversidad geográfica, social y religiosa que en cualquier otro lugar del mundo. Ninguna otra nobleza estuvo tan abierta a la llegada de extranjeros ni tan carente de arraigo local. Más de un tercio de los funcionarios que ocupaban los altos cargos del Estado durante la época imperial (1700-1917) no eran rusos.
Los rusos se sintieron más discriminados que los habitantes de cualquier otro imperio moderno, y ese resentimiento, que todavía persiste, explica ciertos aspectos de la política rusa. Lo que tiene en común el Imperio ruso con los cinco regímenes imperiales analizados en esta obra —una extraordinaria aportación a un mayor conocimiento histórico de los fundamentos del mundo moderno— es el legado del multiculturalismo y la diversidad, cuyas repercusiones han llegado hasta nosotros. Su legado está a nuestro alrededor: es imposible comprender las relaciones internacionales sin conocer bien la historia y a las élites que la determinaron.
El escritor británico V.S. Naipaul lo resume con una escueta frase: “Los imperios de nuestra época fueron de corta duración, pero alteraron definitivamente el mundo; su desaparición es lo de menos”. Hoy vivimos en un sistema constituido por unas 200 naciones-Estado que, en muchos casos, tienden a la unidad étnica. Es una situación con todos los ingredientes para que haya conflictos sin fin tanto entre unos Estados y otros como dentro de ellos, y las pruebas de ese peligro son bien visibles. Quizá los imperios, a pesar de los defectos que les atribuyen los historiadores y políticos modernos, pueden mostrarnos otro camino. Y eso, como señala el autor, “parece razón suficiente para seguir estudiándolos y reflexionar sobre lo que pueden enseñarnos”.
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