Cada vez más vivimos en una realidad aumentada
«La tecnología es un significante inútil que organiza falsamente el mundo entre lo natural y lo artificial». Nathan Jurgenson, asesor de Snapchat y fundador del magazine Real Life, dispara a bocajarro contra el purismo y los argumentos apocalípticos. Se razona, según él, partiendo de un fallo de concepto y de una perspectiva distorsionada. Hay en nuestra percepción de lo tecnológico un impulso moralizante que parte de un instinto conservador, tal vez defensivo. Trazamos la línea entre pasado y futuro: un futuro de cambios frenéticos a los que apenas da tiempo a adaptarse; y lo observamos, por tanto, como lugar desconocido y amenaza.
Lo virtual —decimos, asumimos— es una degradación, un sucedáneo de lo real. Jurgenson no lo cree. «Tiendo hacia un entendimiento amplio de la tecnología: un teléfono es tecnología y también una carretera, una ciudad, un edificio; la ropa, el lenguaje e incluso las normas sociales son todas tecnológicas en cierto sentido», explica a Yorokobu. Para él, creamos un falso dualismo entre realidad y tecnología con el fin de «preservar la ficción de lo puro, de lo objetivo».
Jurgenson, que participó en el evento sobre el futuro de los medios, el conocimiento y las artes IAM Weekend el pasado abril, menciona la realidad en cursiva, con precaución. Soñamos, argumenta, con que somos más reales si escondemos el teléfono, si nos encontramos en carne y hueso, más allá de una pantalla. Creemos que los políticos son más reales si los vemos en las calles. «Pero la naturaleza no es natural, todo está tocado por las herramientas de las políticas, los deseos y la dominación humanas», reflexiona. Es un problema de simplificación: dividimos esos dos aspectos para sentir que comprendemos el mundo que habitamos.
¿Por qué necesitamos levantar una trinchera? Y más aún, ¿hasta qué punto estamos errando en nuestro análisis del mundo al situarnos en esa trinchera? La confusión, en opinión de Jurgenson, parte del mismo nacimiento de la modernidad: entonces se instaló un caos en nuestra forma de definir la existencia.
Un mundo descrito por verdades antiguas basadas en la existencia de Dios fue, de pronto, lanzado al caos con «la democracia, la secularización, la ciencia, el capitalismo, las revoluciones industriales…». Lo correcto y lo incorrecto, lo falso y lo auténtico perdió consistencia. Hacía falta redescubrirlo. «La sociología», puntualiza, «emergió para analizar estos cambios».
Por eso, no podemos limitarnos a practicar un análisis de mira corta: «Vivimos en un caos masivo de conocimiento», asegura. Para comprender nuestro mundo, hay que hurgar en su nacimiento. No valen ideas simples y terminantes. «Desafortunadamente, mucha gente parece pensar que la historia empezó cuando nació Mark Zuckerberg», ironiza.
No obstante, el dominio de las nuevas tecnologías y la imposición de sus ritmos y de sus flujos de información plantea, para muchos analistas, serias dudas en cuanto a la influencia que pueden ejercer, a largo plazo, en nuestra forma de discurrir. Banners, notificaciones, vídeos que se reproducen automáticamente, sugerencias de contenidos… Nos hemos acostumbrado a picotear vídeos en vez de verlos, a leer a saltos, a no permanecer en una página más de unos pocos minutos.
Si una web tarda más de tres segundos en cargar, es posible que el usuario huya. Nicholas George Carr, en su libro Superficiales. ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes?, recogía numerosos estudios que demostraban que estamos automatizando unos procesos que modificaban nuestra capacidad de concentración y nos volvían seres más dispersos.
Debemos ser escépticos con las grandes y amplias afirmaciones sobre internet que digan que, esencialmente, se tiende a una cosa u otra
”Los estudios que exponía Carr señalaban que, cada vez más, nuestra mente trabaja a corto plazo, activando la parte de nuestro procesamiento que se limita a tomar decisiones (como clicar un enlace), mientras que se margina la focalización sosegada (por ejemplo, de la lectura) que permite que el conocimiento cale.
De nuevo, Jurgenson encuentra aquí una división artificial, sin mucho sentido, entre atención y distracción. «La atención en sí misma es una forma de estar distraído de todo lo demás: el tipo de concentración ideal antes podría relacionarse con leer un texto largo, pero podría ser que eso que llamamos distraído sea, en sí mismo, otro tipo de concentración».
De todos modos, internet no erradica el resto de tecnologías anteriores, sino que ofrece otros mecanismos para trabajar con fuentes de información. El mismo Jurgenson aclara que para leer un texto largo prefiere imprimir las páginas.
Los cambios que las redes han introducido en nuestras relaciones interpersonales son los que más sensibilidades crispan. Exasperan más porque las han modificado muy radicalmente, a lo que se suma el impulso de corrección y pontificación que siempre se ejerce sobre las nuevas generaciones.
Como asesor de Snapchat, Jurgenson conoce bien en qué aspectos operan estas alteraciones. «Está emergiendo un nuevo tipo de alfabetización, un hablar masivo con imágenes no solo como registros u objetos documentales, sino como expresión e intercambio de experiencias».
Los cambios que las redes han introducido en nuestras relaciones interpersonales son los que más sensibilidades crispa
”Cobra sentido la imagen momentánea, la que se envía y desaparece en un lapso corto de tiempo. Las fotografías hoy se parecen más a una forma de hablar que a una forma de fijar un recuerdo o de lograr una expresión artística. «Lo efímero tiene sentido. Mientras un amigo habla, sería extraño sacar una grabadora».
Al seguir esa lógica, la imagen efímera pierde su halo de clandestinidad (tanto se ha proclamado que estas aplicaciones solo servían para el sexting…): «Simplemente, imita cómo nos hemos comunicado anteriormente». La palabra dicha se pierde; la imagen, como unidad de contenido, también.
Dentro de las relaciones interpersonales, se despliegan críticas más feroces cuando se trata de las relaciones amorosas. Por algún motivo, en la generación que no nació con un ordenador en las manos, existe una preocupación masiva por cómo flirtean los milenials y la generación Z. No es difícil creer que escaparates como Tinder favorecen la frivolidad, la cosificación y contribuyen, en consecuencia, a difuminar la intensidad de los sentimientos.
A estas opiniones, Jurgenson responde con preguntas: «¿Podemos sentir y saber cómo era el amor hace un siglo? ¿O incluso el sentimiento de otra persona hoy?». Resulta útil, en este caso, recordar que nuestras abuelas creían que no sentíamos amor real porque accedíamos a él demasiado fácilmente y no nos veíamos obligados a mendigar besos en la mejilla, de noche, a través de las rejas de una ventana.
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