Arthur Koestler, nuestro hombre en España
Koestler buscó siempre “el absoluto”, la idea totalizadora y abrasiva que diera sentido a una vida fecunda e intensa pero también dispersa y errática
“La catástrofe avanzaba y Koestler no paraba de equivocarse”, escribe Jorge Freire (Madrid, 1985) en Nuestro hombre en España, su recién publicada biografía del escritor húngaro. Es una frase que podría resumir la biografía de cualquier ser humano. La vida, excepto para algunos afortunados muy seguros de sí mismos, es poco más que eso. Lo que la hace especialmente interesante en el caso de Arthur Koestler es que él no se “equivocó” al elegir sus parejas –más bien sus parejas se equivocaron– o comprar la segunda casa cerca de la playa o la sierra, sino al abrazar unas ideas y no otras. El siglo XX puso en una encrucijada moral y vital a sus mejores hijos, y Koestler fue testigo privilegiado y desgarrado de este cruce de caminos.
De familia judía, Koestler nació en 1905 en Budapest, y alcanzó la primera madurez en los despojos melancólicos de un Imperio, el Austrohúngaro, que expuso a sus sufridos ciudadanos al trueque, la incertidumbre de la supervivencia día a día y, por tanto, a la búsqueda de nuevos ideales redentores a los que agarrarse. Koestler los abrazó todos con igual entusiasmo: la ciencia, el sionismo, el revisionismo, el comunismo, el anticomunismo. Y excepto de esta última, renegó de sus adscripciones anteriores con la fe del converso. También era aficionado a la parapsicología, y miembro destacado de Exit, una asociación británica que luchaba por el derecho a la eutanasia. Él mismo acabaría con su vida en 1983, junto a su esposa –veintitantos años más joven que él y perfectamente sana– ante las malas perspectivas de la enfermedad que padecía. Koestler no se anduvo con medias tintas con ninguna de las ideologías que profesó a lo largo de su vida. Siempre creyó tener razón en todo y en cada momento. Su militancia pro-eutanasia no iba a ser menos.
Debido a su vida desorganizada, su carácter difícil y su búsqueda ansiosa de un absoluto que lo atrapase, fue incapaz de mantener relaciones normales ni con su familia, ni con sus amigos y, mucho menos, con ninguna mujer. Tampoco con la realidad que lo rodeaba, que siempre buscó cambiar desde la certeza indignada. Fallido ingeniero, pronto se volcó en el periodismo y la militancia (sionista primero, comunista y anticomunista después), algo que le permitió viajar por el Mandato Británico en Palestina –hoy Israel–, Berlín, París y, finalmente, España durante la guerra civil y Reino Unido, donde se establecería y moriría. Anota Freire que “la diferencia entre Kim Philby –su coetáneo y compañero periodista y espía, pues ambos estuvieron a las órdenes de Moscú– y Koestler es que al primero el disfraz de periodista le servía para disimular, y al segundo, para llamar la atención”.
En 1937, en plena guerra civil, recaló en una Málaga asediada por los nacionales por el oeste y por los fascistas italianos en el flanco norte. Había llegado desde Madrid, donde protagonizó un turbio episodio de cobardía ante el peligro que le atizaba la conciencia. Su papel como enviado del Partido Comunista no fue especialmente glorioso. Tampoco pudo excusarse en que no conocía los padecimientos de la URSS (que había visto con sus propios ojos) o la represión estalinista. Freire se pregunta “cómo se las arreglaba Koestler para mantenerse ajeno a todo ello”. Apenas se produjo el golpe de julio de 1936, Koestler había entrevistado en Sevilla al iracundo general Queipo de Llano (“¡Malagueños, maricones!”, clamaba en sus arengas radiofónicas para que la ciudad se rindiera). Su retrato fue tan duro que se ganó la enemistad de Luís Bolín, encargado franquista de las relaciones con la prensa extranjera, que le había conseguido la entrevista y que se juró matarlo en cuanto lo viera.
En Málaga se alojó en casa del cónsul británico en la ciudad, el zoólogo Sir Peter Chalmers, conocido en la ciudad como el Sopita, en alusión a la pronunciación sureña del nombre del diplomático. De simpatías progresistas, Chalmers acogió y recibió en su casa del Limonar a familias malagueñas que buscaban comida, protección o visados –o todo eso a la vez–, y a numerosos personajes de la comunidad internacional que se sentían amenazados ante la inminente caída de la ciudad. Koestler recordaba el juramento de Luis Bolín, y para colmo, el Sopita vivía justo enfrente de Tomás Bolín, tío del primero, a quien Chalmers había refugiado en su casa y, posteriormente, había ayudado a huir a Gibraltar. La casa de Bolín fue convertida en un hospital. El propio Chalmers contó estas experiencias en Mi casa de Málaga (Renacimiento), un estupendo libro autobiográfico, traducido hace pocos años al español, y por que pululan Koestler, Gerald Brenan, Gamel Woosley, Kim Philby o Ernst Hemingway.
Esta circunstancia hizo creer a Koestler que la protección del veterano cónsul sería suficiente cuando la ciudad cayera. Pero no fue así. La ira de Luis Bolín, arropado por la condescendencia vengadora de su tío, era demasiado grande. Koestler fue detenido y encarcelado. Narra Freire en su biografía –y el propio Koestler en sus memorias– la impresión que le causó al prisionero el aspecto vencido y humillado de sus compañeros de celda. Fue una de las primeras epifanías mortuorias del autor. De allí pasó a Sevilla, donde fue condenado a muerte y posteriormente liberado en un intercambio de prisioneros entre republicanos y nacionales. Koestler había escrito antes un panfleto antifascista, La España ensangrentada, y posteriormente retrató su paso por la cárcel sevillana en Diálogo con la muerte.
Su experiencia trascendente en el corredor de la muerte sevillano fue esencial en su carrera literaria y en su evolución ideológica. El libro de Freire abarca la vida de Koestler hasta su salida de España, aunque luego comenta someramente su trayectoria y suerte en la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría. El escritor húngaro se convirtió, junto a Raymond Aron, en una de las cabezas visibles del movimiento anticomunista de posguerra, destacado colaborador del Congreso por la Libertad Cultural y sus publicaciones, como la Partisan Review, financiados por la inteligencia americana a través de fundaciones como la Ford o la Rockefeller, como bien cuenta la historiadora británica Frances Stonor Saunders en su libro La Guerra Fría cultural (Debate).
“Podría decirse que había visto la luz en varias ocasiones”, escribe Freire. Como si añorara el centro de gravedad permanente que reclamaba Battiato en su canción, Koestler buscó siempre “el absoluto”, la idea totalizadora y abrasiva que diera sentido a una vida fecunda e intensa pero también dispersa y errática. La guerra civil y su traumática experiencia en Málaga y Sevilla lo situaron inequívocamente, y hasta su muerte, en uno de los lados reconocibles. Nuestra guerra fue, por tanto, uno de los parteaguas en la vida de uno de los personajes cuya vida mejor resumen el convulso siglo XX, autor de El cero y el infinito, uno de los grandes libros contra el estalinismo y símbolo literario de la Guerra Fría. Publicado en 1940, con él culminó un cambio que en poco menos de tres años “había transformado a un sectario apparat en un hombre sin fe” necesitado de otra causa, de igual fuerza pero de sentido contrario. Y ese libro no existiría sin su experiencia española.
“Si algo hizo Koestler a lo largo de su vida […] fue meterse en líos y enredarse en marañas, movido por un temperamento saturnal y errático que le acarreaba más sinsabores que alegrías”, escribe Freire. Siendo así, condensar la vida intensa del escritor húngaro ha debido de suponer un reto considerable. Estas menos de doscientas páginas se leen con deleite. Uno se recrea en el grand style del autor de esta biografía, que es capaz de llevarnos al diccionario quince veces en dos horas, más por curiosidad ante determinados adverbios que por imposibilidad de continuar una lectura gozosa. En su capacidad de síntesis recuerda a las biografías de tradición anglosajona (pienso en la colección biográfica de la Oxford University Press), pero en su intensidad y en su lenguaje recuerda también al Semmelweiss de Céline, una de las cumbres de la biografía breve.
Me dije que tenía pendiente el retrato que Freire escribió de Edith Warton (en la misma editorial) para el otoño, pero será otro libro el que tenga que esperar esos dos meses.
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