¿Cuál será la lengua del futuro?
Podía ser una guía de Europa más, como esas que te enseñan los lugares más pintorescos de cada país o que te cuentan lo que no debes hacer cuando viajas, si no quieres ofender a algún lugareño. Pero la guía que propone el lingüista y periodista holandés Gaston Dorren prefiere recorrer el Viejo Continente a través de sus idiomas.
Lingo. Guía europea para el turista lingüístico (Turner, 2017) propone una aventura. El viaje empieza con un salto al pasado: a ese protoindoeuropeo que fue la madre del cordero de todos los idiomas que hoy conviven en Europa y que se fue transformando y desmembrando hasta parir las 60 lenguas que se hablan hoy en el continente.
La distancia entre países, las distintas culturas, la incomunicación acabaron con aquel primitivo idioma europeo. Hoy, cuando las fronteras tienden a desaparecer y unos países están interconectados con otros política, cultural y económicamente, ¿podríamos fantasear con que en un futuro se diera el paso contrario? Una Europa en la que volviera a hablarse una única lengua nacida de la mezcla de todas.
«Sí, es pensable que a muy largo plazo todos los idiomas se unifiquen», afirma Dorren. «Sin embargo, me parece más probable que la tecnología de traducción e interpretación facilite tanto la comunicación entre personas de habla distinta que la tendencia a la homogenización lingüística deje de existir».
»Si algún aparejo nos permite entendernos aunque yo hable holandés y tú castellano, dejaremos de aprender los idiomas. Puede ser que los bebés de hoy sean la última generación que considera normal aprender idiomas extranjeros. Tal vez en el futuro eso sea algo para algunos pocos. Para los traductores literarios, por ejemplo, porque no creo que la tecnología sea capaz de traducir novelas, ni mucho menos poemas».
Si algún aparejo nos permite entendernos aunque yo hable holandés y tú castellano, dejaremos de aprender los idiomas
”A pesar de esa base común, cada lengua es diferente. Y lo es porque representa la cultura del país que la habla y le da forma. La forma de vida de sus hablantes influye en el idioma que hablan y la realidad que les rodea conforma su vocabulario. De esta forma, los sami (más conocidos como lapones, aunque ellos odian que se les llame así porque les recuerda a una palabra sueca que significa ‘harapiento’ o ‘andrajoso’, nos recuerda Dorren) poseen todo un repertorio de palabras para nombrar la nieve. Nada extraño si tenemos en cuenta las condiciones climáticas y físicas del país que habitan. Mientras que a los españolitos, por ejemplo, nos basta y nos sobra con una.
¿Implica esa riqueza de vocabulario que una cultura sea superior a otra? La respuesta no va a gustar a nacionalistas y chovinistas. «Diría que no. Claro, una cultura rica necesitará palabras para expresar las muchas cosas que tiene y hace. Pero es imposible medir la riqueza de un idioma. ¿Cómo contar el número de palabras? ¿Hay que incluir los arcaísmos, las palabras olvidadas, las regionales, las jergas pasajeras, las marcas, los términos técnicos?», responde rotundamente el lingüista holandés.
«Los diccionarios no pueden ser árbitros porque muchas lenguas no los tienen. Es más imposible todavía comparar dos idiomas: construcción de nación no es una palabra en español (son tres), pero sí lo es en holandés (natievorming). ¿Eso acaso hace más rico al holandés? Las complicaciones son interminables y el resultado de todas formas tendría muy poco significado», continúa.
«No deja de ser cierto que el vocabulario refleja en cierta medida una cultura, pero la observación se vuelve casi banal si se expresa así: la gente necesita palabras para hablar de las cosas que hay. En Holanda, antes no existía el concepto de tapas. Ahora sí: hemos importado la idea y la palabra. Así de simple».
Sin embargo, a pesar de ello, los nacionalismos se han apoyado siempre en la lengua. Defender su idioma ha sido una de las causas que llevan a un país o a una región a sacar pecho por su identidad, por su autonomía, por lo que las distingue frente al resto. Según afirma el propio Dorren en Lingo, tierra y lengua están vinculadas desde siempre. «Inconscientemente tendemos a dar por hecho que, como regla general, la extensión del país y la de las lenguas coinciden: Finlandia es donde se habla finlandés; Bulgaria es la patria del búlgaro; Portugal es donde viven los habitantes del portugués, y así sucesivamente».
Pero la realidad es otra, porque no todas esas lenguas se circunscriben al país en el que se hablan, incluso en los lugares en los que se supone que es la lengua mayoritaria y practicada por todos sus hablantes, no es así. El catalán, por ejemplo, no se habla en toda Cataluña. Existe una pequeña zona en el valle de Arán, cerca de la frontera francesa, donde se habla occitano (aunque los catalanes llamen a esa variedad el aranés).
Del mismo modo, tampoco se encierra solo en las fronteras de lo que hoy es Cataluña. Encontramos hablantes de catalán en Valencia (aunque allí prefieren llamarlo valenciano), en algunas zonas de Aragón, en Baleares, en Cerdeña y en Andorra. Si ese microestado, afirma Dorren en su libro, fuera admitido como miembro de pleno derecho de la Unión Europea, la Unión se vería obligada a garantizar un estatus de oficialidad a la lengua catalana. «Quizá Cataluña debería empezar a apretarle las tuercas a alguien…», bromea con ironía el holandés.
En muchos países europeos, una cosa más o menos concreta y práctica que une a la mayoría de los ciudadanos es el idioma
«El nacionalismo se basa en una ficción, en la idea de la nación como comunidad natural, si en realidad los miembros tienen muy poco en común», explica Gaston Dorren. «En muchos países europeos, una cosa más o menos concreta y práctica que —esa sí— une a la mayoría de los ciudadanos es el idioma. (O si al principio no los unía, como en Francia, el Estado hizo un gran esfuerzo para que al final todos hablasen el mismo idioma. Desde luego, también ha sido el caso de la España franquista). O sea, el idioma es una herramienta potente para la ‘construcción de nación’», afirma.
Por supuesto, para que los nacionalismos vivan no es necesario el nexo común del idioma. Otros aspectos como las tradiciones, los rasgos culturales, la religión o ideología y ciertos eventos históricos (generalmente semimíticos), explica el lingüista, pesan a la hora de resaltar la idea de nación; «pero generalmente o bien estas se comparten con naciones vecinas o bien son típicas solamente de ciertas provincias».
Visto lo visto, cabe preguntarse si hay algún país de Europa donde las fronteras políticas y las fronteras lingüísticas se superpongan. La respuesta es Islandia. «El islandés es la única lengua de Islandia, y sus habitantes son los únicos del mundo para los que el islandés es su lengua materna», asegura Dorren en Lingo. «Y en toda Europa no hay ningún otro país que tenga una lengua única, ni en el que todos sus ciudadanos hablen únicamente dicha lengua».
Si algo se aprende en este viaje turístico a través de las lenguas europeas es que algunas son realmente extrañas a los oídos de un español. Aparentemente, alguien podría pensar que el ruso o cualquier lengua eslava, con esas grafías tan raras, son idiomas muy difíciles de dominar. Pero quizá nos equivoquemos en la valoración.
Según Dorren, las dos cosas que hacen que un idioma nos parezca difícil son la irregularidad y la arbitrariedad. En español, por ejemplo, muchos verbos son irregulares (ya es capricho que digamos hago, hice, hecho en lugar de hazo, hací, hacido) y algunos sustantivos tienen un género que a ojos de otros hablantes europeos resulta sorprendente (la mano, el programa).
Otra cosa que complica una lengua son las «reglas gramaticales regulares pero inútiles», afirma el lingüista holandés. «Por ejemplo, los sustantivos y los adjetivos no necesitan un género y no hay por qué declinar los adjetivos en singular y plural. Hay varios idiomas que no padecen de estos males, como por ejemplo el turco y, según entiendo, el aymará de los Andes».
Así pues, hablar de idiomas fáciles o difíciles es relativo. «Cuesta aprender reglas gramaticales que son muy distintas de las del idioma materno; cuesta pronunciar y percibir ciertos sonidos que no existen en el idioma materno; cuesta memorizar un vocabulario nuevo, muy distinto. Hasta el esperanto, que es completamente regular, es difícil si tu lengua materna es el chino», asegura.
«Generalmente son más difíciles los idiomas muy pequeños», afirma Dorren. «Si muchos adultos tratan de aprender un idioma, este puede volverse más regular. Eso explica por qué el latín, la lengua de un imperio con una mayoría de hablantes no nativos, ha perdido su genitivo, dativo y demás casos. (Ahora, con escolaridad obligatoria, los idiomas cambian menos)».
La energía ni se crea ni se destruye: se transforma. Con las lenguas no es igual, aunque pudiera parecernos que están ahí desde siempre y que no mueren, que simplemente evolucionan. No es así. Un idioma también puede desaparecer, extinguirse. Eso ocurrió con el dálmata, que nunca tuvo un gran número de hablantes y que murió cuando el último de ellos pasó a mejor vida. «La muerte de idiomas es algo que ocurre continuamente», afirma Dorren en su libro.
Este hecho, que pudiera parecer dramático, en realidad no lo es tanto. «El drama principal, a mi modo de ver, es la desaparición de la diversidad cultural», afirma Gaston Dorren. «La diversidad, cualquier tipo de diversidad, hace que un sistema entero sea más resistente, más capaz de sobrevivir a cambios catastróficos, porque habrá ciertas variedades dentro del sistema que sobreviven».
Sin embargo, el lingüista ve difícil que un grupo mantenga sus conocimientos culturales sin mantener su lengua ancestral. «Faltan los conceptos, las palabras, posiblemente ciertas sutilezas gramaticales típicas de esa cultura».
Los salvadores de una lengua son sus propios hablantes
Los salvadores de una lengua son sus propios hablantes. Otros intentos ‘de arriba para abajo’ no funcionan bien, en opinión del lingüista y autor de Lingo. El caso del gaélico, al que el gobierno irlandés trató de echar una mano para detener su retroceso, es un ejemplo de ello. Sin embargo, cuando ese afán por conservar un idioma parte del propio pueblo, sí funciona.
El vasco, por ejemplo, ha sobrevivido asombrosamente pese a haber existido en condiciones muy adversas durante siglos. El frisón septentrional que se habla en Alemania se niega a morir a pesar de ser muy minoritario, disperso y heterogéneo. Incluso el latín, cuenta Dorren, todavía se aprende, se escribe y se moderniza a pesar de no contar con hablantes nativos desde hace muchos siglos.
Lo importante es que una lengua permanezca viva. Si para ello tiene que alimentarse del vocabulario de otras, bienvenido sea. Que unos idiomas influyan sobre otros es algo que viene sucediendo durante siglos, no es nuevo. Hoy es el inglés el que parece dominar el mundo si atendemos al vocabulario, aunque no tanto en fonología y mucho menos gramaticalmente.
Acudir a otras lenguas para enriquecer el léxico es, por tanto, algo natural. «Algunas lenguas han conservado muy poco vocabulario original, auténticamente suyo, pero son tan vitales como las demás. Es el caso del armenio, del sueco —y no olvidemos que el inglés tiene más palabras romances que germánicas, y muchísimas de otras fuentes—», concluye Dorren.
Pero el inglés no ha sido el único idioma que ha partido la pana entre otras lenguas. Antes lo hicieron el persa, el árabe, el latín, el griego y el francés. «Todos has tenido un impacto grande en Europa y en grandes partes de Asia y África. El chino y el sanscrito también lo han tenido, aunque no tanto en Europa. Lo excepcional es que, en nuestros días, la influencia puede ser mundial y efectivamente lo es. Pero no será para siempre. O bien alguna lengua sucederá al inglés o bien la tecnología revolucionará todo el ‘juego’».
Si depende del número de hablantes, ¿será el chino la nueva lengua universal?, lanza al aire Dorren la pregunta. Por si acaso, habrá que ir buscando profesor.
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