¿Por qué sentimos que no tenemos tiempo para nada?
Hemos asumido absurdamente una gran historia que explica (falsamente) el motivo de que tantos millones de ciudadanos perciban sus vidas como una carrera contrarreloj.
Se supone que las nuevas tecnologías son el origen, que no hay precedentes históricos y que los estímulos electrónicos nos fuerzan a vivir, por primera vez, en un eterno presente que promete salvarnos, nos amenaza con la destrucción y nos obliga a emitir juicios superficiales y ultrarrápidos. En este contexto, cada vez dedicamos más tiempo al trabajo y menos al ocio y a las personas que nos importan.
Judy Wacjman, de la London School of Economics, ha publicado un libro, Pressed for Time, que desmonta esa narrativa, denuncia su ridícula fragilidad y nos pone a todos en alerta sobre los bulos que somos capaces de creernos todos los días casi relamiéndonos de gusto y, por supuesto, sin rechistar.
Para empezar, afirma Wacjman, es altamente discutible —por ser suaves— que las sociedades europeas y estadounidenses trabajen más horas y dispongan de menos espacio de ocio que las generaciones anteriores. Concretamente, ha descendido la longitud de los turnos y jornadas en la oficina, el comercio o la factoría desde 1965 hasta 2010. Lo que sí ha aumentado es el porcentaje de mujeres que trabajan y de la población, por ejemplo en Estados Unidos, que asegura que siempre está hasta arriba.
Lo de que transitamos una época donde los estímulos electrónicos nos fuerzan a vivir en un eterno presente que promete salvarnos, nos amenaza con la destrucción y nos obliga a emitir juicios superficiales y ultrarrápidos llevamos escuchándolo más de cien años. Es asombroso que nos sigamos sintiendo tan originales.
En 1899, Lord Salisbury, entonces primer ministro británico, se refirió a unas de las grandes innovaciones de su tiempo con unas palabras que hoy podríamos atribuir a internet o las redes sociales: «El telégrafo ha reunido a toda la humanidad en el mismo plano y allí todos pueden ver todo lo que se hace y escuchar todo lo que se dice, y juzgar las políticas que responden a los acontecimientos en el momento en el que éstos se producen». Igual que Twitter hoy, recuerda Wacjman, esa aceleración de las opiniones provocó que muchos las acusaran de superficialidad.
Poco tiempo después, el filósofo Georg Simmel escribió en 1900 sobre la hiperestimulación de los sentidos en las ciudades y la inescapable obsesión con el presente. El manifiesto futurista de Filipo Tommaso Marinetti recogía, algo más tarde, muchas de las plegarias que hoy escuchamos en esa gran Ciudad Santa que es Silicon Valley: la modernidad es santificar la velocidad, la transformación constante, la aniquilación del pasado, la destrucción violenta (ahora la llamaríamos disrupción tecnológica), la salvación de los que saben adaptarse al cambio y la permanente ansiedad y esperanza por un futuro que siempre llega tarde.
Con todo, el mito más extraordinario sobre el poco tiempo que tenemos es que las nuevas tecnologías son las grandes responsables y que son un fenómeno universal y lineal que nos afecta a todos de forma parecida. Wacjman puntualiza con ironía que tanto a los tecnófilos como a los luditas los delata una preocupante falta de curiosidad por la tecnología. Hablan y escriben de ella a brochazos, dibujando megatendencias y sin profundizar en los detalles. Es lógico que saquen conclusiones mucho más ambiciosas de las que les permiten los datos.
Vamos a ver. La relación entre las nuevas tecnologías y la aceleración del tiempo, la muerte de las distancias o la reducción de los contactos físicos entre personas nunca es lineal y unidireccional. Los teléfonos móviles o los correos electrónicos nos interrumpen y no nos dejan concentrarnos durante más de diez o quince minutos seguidos en la oficina, pero, al mismo tiempo, facilitan las comunicaciones que son imprescindibles para trabajar deprisa. También se ha comprobado que, en la oficina, las comunicaciones digitales no solo no han reducido las físicas, sino que han multiplicado la necesidad de reunirse cara a cara.
Como bien documenta Pressed for Time, el tiempo y la velocidad afectan de distintas maneras a las clases sociales, las familias e incluso los sexos en sociedades no igualitarias. Es obvio que el amor, ambiguo por supuesto, que sienten los profesionales cualificados y globalizados por la velocidad y la aceleración que les ofrecen nuevas oportunidades de ocio y estrés no se puede comparar con el miedo y la frustración que sienten las clases bajas ante la precariedad e inestabilidad constantes que significan la velocidad y la aceleración para ellas. ¿Nos sorprende todavía que los más castigados por la globalización en Reino Unido y Estados Unidos quieran parar y retrasar el reloj de los grandes intercambios comerciales?
El motivo por el que sentimos o necesitamos sentirnos desbordados es, en parte, consecuencia del prestigio que ha adquirido en nuestra sociedad “estar ocupados”
Por otro lado, las familias humildes y monoparentales, las que se componen de dos miembros con trabajos que exigen largas jornadas y las que tienen un miembro que se ocupa únicamente del hogar y otro solo de ganar dinero tampoco sufren la ausencia de tiempo de la misma manera. Evidentemente, las mujeres que trabajan fuera de casa y que se encargan, además, de sus hijos y las labores domésticas no se encuentran en el mismo plano que los hombres que se limitan a ir a la oficina y dar un beso de buenas noches a sus hijos cuando vuelven.
Los que ven en las nuevas tecnologías un elemento determinante en nuestra sensación de falta de tiempo, advierte Wacjman, desprecian los cambios culturales que hacen que esas mismas tecnologías se utilicen y se interpreten como aceleradores. Escogemos la hipótesis más fácil de entender, aunque sea falsa o incompleta.
El motivo por el que sentimos o necesitamos sentirnos desbordados es, en parte, consecuencia del prestigio que ha adquirido en nuestra sociedad «estar ocupados». Los modelos de éxito que se nos presentan en los medios suelen coincidir con los de unos profesionales que asumen toneladas de responsabilidad en sus trabajos, que dedican largas horas a permanecer o mantenerse conectados con la oficina y que consumen con fabulosa voracidad el ocio del poco tiempo que les queda para disfrutar. Todos necesitamos parecer enormemente ocupados, porque todos queremos que nos identifiquen con modelos sociales de éxito. No hemos dejado de ser manipulables: hace 200 años, todos hubiéramos querido parecer ociosos.
Esa ansiedad por estar y parecer que estamos hasta arriba se agrava cuando tropieza con otra gran aspiración social: demostrar que somos buenos padres y que somos los padres, en definitiva, que nuestros hijos necesitan para sobrevivir.
En nuestra cultura se acepta ya difícilmente que un gran directivo sea un auténtico triunfador si es un padre ausente o deplorable. Además, en nuestra sociedad, los hijos son supuestamente el centro de la familia y requieren de toda clase de atenciones y formación para replicar y mejorar nuestros éxitos y sobrevivir en el mundo del mañana. Ese mundo que las tecnologías hacen esperanzador y peligrosísimo al mismo tiempo como si no existiera contradicción.
Las cosas se complican todavía más cuando los dos miembros de la pareja trabajan, que es lo habitual, y tanto el padre como la madre asumen que nunca cumplen bien sus obligaciones parentales porque están o necesitan estar hasta arriba. La angustia por la falta de horas de calidad se multiplica.
Otro cambio cultural esencial que espolea la sensación de que siempre vamos a la carrera es lo que llama Wacjman la «desorganización y densidad temporales» y esto tampoco es una mera consecuencia de las nuevas tecnologías. La desorganización consiste en la creciente dificultad para coordinar distintas actividades y agendas con personas que nos importan (¡Tardamos un mes en quedar para un café!). La densidad temporal es un fenómeno más relacionado con el número de cosas que necesitamos hacer simultáneamente o en muy poco tiempo.
Tres de los orígenes principales de la desorganización son la liberalización del mercado laboral, que ha multiplicado la diversidad de los turnos y las jornadas, la obsesión con permanecer o sentir que permanecemos ocupados (algo que se traslada a los hijos y que sirve para inundarlos con actividades extraescolares) y la multiplicación de la oferta de ocio.
En nuestra cultura se acepta ya difícilmente que un gran directivo sea un auténtico triunfador si es un padre ausente o deplorable
La densidad del tiempo se construye, en gran medida, sobre la creciente precisión de los indicadores de productividad en el trabajo y el incremento exponencial de una conectividad que también permite trabajar remotamente y que conspira para que la separación entre la oficina y el hogar se difumine. Hay que añadirle a todo eso la necesidad obsesiva de vivir una vida que solo puede ser plena si es intensa. Esa intensidad suele plasmarse en la adoración irracional del multitasking y la admiración de la eficiencia (todo lo que no son obligaciones, incluido el ocio programado, son distracciones).
No se puede decir que la desorganización del tiempo sea la consecuencia de las nuevas tecnologías, porque las aplicaciones de mensajería instantánea, las redes sociales, los correos electrónicos, las agendas digitales y el teléfono móvil nos ayudan a coordinarnos con los demás. Tampoco podemos afirmar que la densidad sea el producto exclusivo de una mayor conectividad, porque esta nunca hubiera sido invasiva si no existieran una profunda desorganización temporal, los nuevos indicadores de productividad en la oficina y el romance con la eficiencia plena y el multitasking.
Como vemos, la obsesión con la falta de tiempo no obedece ni a la ausencia de un espacio para el ocio que, en realidad, se ha incrementado desde 1965, ni a un contexto sin precedentes históricos que nos vuelve a todos pioneros, ni al influjo maligno, unilateral y exclusivo de las nuevas tecnologías. Si queremos cambiar nuestra situación, tenemos que empezar por dejar de engañarnos.
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