Subrayar libros, un sacrilegio necesario
George Steiner no podía leer sin un lápiz en la mano. En una entrevista concedida a El País bromeó sobre el tema. Le preguntaron qué es ser judío: «Un judío es un hombre que, cuando lee un libro, lo hace con un lápiz en la mano porque está seguro de que puede escribir otro mejor», respondió.
Esta pugna entre aficionados a las letras cuenta ya con décadas de batalla: ¿Es más digno el lector que subraya una novela o el que no? Los libros son cuerpos vivos, y eso levanta muchas broncas y encontronazos. Su integridad física es defendida por unos como si se tratara de su propia carne o, más bien, de la carne de un ídolo. Muchos de estos se ofenden con ese otro tipo de lector que cae en la irreverencia de manejar las páginas como si fueran de papel: garabatea, subraya frases y párrafos.
Los primeros se lavan las manos y se cuidan de no abrir el libro más de 100 grados por miedo a que se aflojen las costuras. Son lectores a la japonesa: se descalzan antes de entrar en la historia, sueñan con pasar por ella sin contaminarla. Los otros, de los que hablamos aquí, se meten en el texto con los zapatos embarrados y obligan a cualquier visitante posterior a recibir una versión intervenida de su significado.
¿Pero acaso los cuerpos no están pensados para que, unos en otros, vayamos dejándonos señales, matizándonos, marcándonos relieves?
El veterano artista argentino Eduardo Stupía reflexionó sobre el hecho: «Cuando marco algo en un libro, me doy cuenta de que el marcado soy yo, que hay libros que efectivamente me marcaron y qué hay otros que uno marcaría desde el comienzo hasta el final».
Uno cree que está subrayando el papel y, en realidad, él es el subrayado. La mayoría de acciones con las que osamos modificar el mundo exterior repercuten sólo en uno mismo. «No te regalan un reloj, tú eres el regalado», dijo un gran subrayador y anotador de libros llamado Julio Cortázar.
El autor de Rayuela discutía con las obras que tocaban sus manos, en cada tomo de su biblioteca está grabada la historia de una lectura apasionada, de un diálogo de tú a tú con los autores. Subrayaba, escribía, criticaba, celebraba, se cabreaba: «La más íntima, sola, poesía. Rumorosa y mínima», anotó en los márgenes de La realidad y el deseo de Luis Cernuda. Ahora, una visita a estos volúmenes ofrece un hilo que guía por lo más parecido a una biografía intelectual en la sombra de uno de los escritores más desafiantes del siglo XX.
Quizás la respuesta a por qué determinados lectores necesitan empuñar el lápiz o el bolígrafo cuando se enfrentan a una novela esté en el objetivo de la lectura. En una entrevista con Juan Gustavo Cobo Borda de 1981, el expansivo Gabriel García Márquez habló de sus inicios, de las obras que le nutrieron: «los novelistas son unos lectores diferentes al resto de los humanos. Sólo leen para saber cómo están hechos los libros. Se trata de una lectura puramente técnica, para desarmar el libro y ver cómo está cosido por dentro». La disección requiere bisturí, lápiz, salvo que se posea una capacidad de concentración torrencial.
Subrayamos, en principio, para facilitar la relectura y no tener que volver a picar la piedra en busca de minerales preciosos. Sin embargo, no releemos tanto como subrayamos. Con el tiempo, nos percatamos de que resaltar frases, en realidad, es una forma de detenernos, de meditar, o de aceptar nuestra ignorancia y meterla entre corchetes, o de festejar los descubrimientos plegándonos ante el autor con signos de exclamación.
Hay riesgos. Para los compulsivos del lápiz, un regreso a cualquier obra puede acarrear una humillación. Podemos darnos cuenta de haber destacado pasajes superficiales, cursis, de haber anotado obviedades en los márgenes, de haber corregido al autor de manera errónea, habiéndolo malinterpretado. Es la prueba de que cuando nos creíamos capaces de glosar con ingenio éramos mediocres, y eso aviva la sospecha de que lo sigamos siendo. La mediocridad no avisa.
También sucede lo contrario, pero es más raro, porque siempre cambiamos de gustos y de puntos de vista renegando con cierta violencia. Por eso utilizar el lápiz y no los bolígrafos o los rotuladores es un acto de compasión con uno mismo. Aunque nunca borremos las intervenciones anteriores, la mera textura del grafito alivia, indica que uno puede desdecirse y que las ideas pasadas no eran definitivas, sino parte de una trayectoria.
El bolígrafo provoca lo contrario. Las páginas pintarrajeadas con tinta, con el tiempo, se sienten aborrecibles como la ropa interior sucia de otro, sobre todo si la tinta tenía un color diferente al del texto. El bolígrafo negro resulta siempre menos agraviante que el rojo o el verde.
A pesar de los inconvenientes, los adictos al subrayado siempre preferirán un libro manchado. Sólo ellos conocen el morbo de tomar un libro ajeno y mirar las frases elegidas: pocas intimidades hay más profundas. En cambio, desasosiega tomar un ejemplar de una biblioteca personal y verlo impoluto, con las páginas rígidas y blancas, nunca maleadas.
El efecto que produce es el mismo que entrar a una casa abandonada esperando encontrar objetos y captar olores que lleven a fantasear con los recuerdos de otros y que, de pronto, descubramos que el domicilio nunca fue otra cosa que un piso piloto: están los muebles, los electrodomésticos, pero todo envuelto en una atmósfera esterilizada, sin alma.
Subrayar sirve también para dejar rastro. Ya de viejo, Herman Melville marcó un par de versos en un poemario del escritor escocés James Thomson: «Ponderando una dolorosa serie de derrotas/ Y negros desastres desde el primer día de mi vida». Quedó como un mensaje para las generaciones posteriores. Nos legó una imagen: Melville consolándose con la complicidad que ofrecían las palabras de Thomson. Esa línea que surca las dos frases sería el punto de partida perfecto para narrar la historia de un genio que murió ignorando que su obra iba a coronar la cumbre de la literatura universal.
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