¿La motivación tiene su ciencia?
El ser humano tiende de forma natural hacia la comodidad, la tranquilidad y la seguridad. Durante mucho tiempo esta tendencia ha resultado ser válida y poco nociva para la mayoría de las personas. Lo cierto es que con la llegada de la tecnología y la automatización, el futuro del mundo del trabajo pinta bien distinto. En el paradigma actual, la búsqueda de estas tres situaciones puede llegar a ser tremendamente nociva y frustrante si no se tienen en cuenta que el «hacia dónde vamos» es bien distinto del «de dónde venimos». Necesitamos desarrollar nuevas competencias transversales que permitan a las personas continuar siendo personas en un mundo en el que las máquinas podrían acabar haciéndolo todo.
Como afirma Clint Eastwood, «si quieres garantía, cómprate una tostadora». Creo que se puede decir más alto, pero no más claro. La garantía de estabilidad ha pasado a la historia. Como afirman Santiago Garcia y Jordi Serrano en «El ocaso del empleo», el futuro del trabajo es inquietante pero a la vez proporciona infinidad de nuevas oportunidades. Esto es una buena noticia, porque ahora ya no hay excusas para que las personas pasen de una vez por todas a estar en un primer plano, en lugar de ser meras piezas de un tablero de ajedrez.
El desarrollo tecnológico y la automatización han provocado que, durante los últimos 30 años, se produzca un desplazamiento desde el trabajo meramente operativo o manual hacia el trabajo puramente intelectual, sustituyéndose la mayor parte del trabajo manual por máquinas inteligentes, que lo hacen mucho más rápido y mejor. Además, esta transición se ha estado produciendo de forma transparente para la mayoría de las personas y organizaciones, sin que apenas nos percatemos de ello. La consecuencia directa de la nueva situación es que el valor ya no reside en «hacer» sino en «pensar y tomar decisiones». Bienvenidos a lo que Peter Drucker denomino como «trabajo del conocimiento».
Todos estos cambios, que se han producido básicamente durante los últimos 50 ó 60 años, han provocado que los detonantes de la conducta humana hayan ido evolucionado. Hasta la década de los años 50, la ciencia daba por hecho que nuestra conducta se originaba a partir de dos impulsos básicos. Uno biológico, que nos conduce por ejemplo a satisfacer necesidades primarias como la alimentación o la procreación, y otro extrínseco, es decir, externo a nosotros y que nos lleva a buscar las gratificaciones y evitar los castigos.
A finales de la década de los 40, Harry F. Harlow llegó a la conclusión de que existía un tercer impulso que procedía de nuestro propio interior. Su equipo de científicos diseñó un sencillo rompecabezas mecánico fácil de resolver para un humano, pero no tanto para un mono rhesus. Consistía sencillamente en retirar una aguja y tirar de un gancho para poder levantar una tapa giratoria. Sin ningún tipo de ayuda por parte de los investigadores, ni estar sometidos a necesidad extrema de alimentación o cualquier otra circunstancia, los monos se pusieron a jugar con el rompecabezas con determinación y concentración. Al poco tiempo terminaban aprendiendo resolver el rompecabezas, mejorando además sus tiempos.
Los resultados extrañaron mucho, tanto a Harlow como a su equipo. Nadie había enseñado a los monos a resolver el rompecabezas y sin ser además recompensados por sus logros. ¿Qué daba lugar a aquella conducta, alejada totalmente de lo que se esperaba? Sencillamente que «el desempeño de la tarea implicaba una gratificación intrínseca», es decir, el goce de la tarea era la propia gratificación. A este hecho se le conoce como «motivación intrínseca».
Posteriormente, en los años 60, Edward Deci llegó a la conclusión que cuando se emplea el dinero como recompensa externa de alguna actividad, las personas pierden el interés intrínseco por la actividad. La gratificación puede resultar motivadora a corto plazo, pero cuando pasa, el efecto es inverso. «Los seres humanos tienen una tendencia inherente a buscar novedades y retos, a ampliar y ejercitar sus capacidades, a explorar, a aprender. Pero este tercer impulso, nuestra necesidad innata de dirigir nuestras propias vidas, de aprender y crear cosas nuevas, y de mejorar tanto nosotros mismos como al mundo que nos rodea, es más frágil que los dos iniciales descritos por Harlow».
Sostiene Daniel Pink que las sociedades se rigen por una especie de sistema operativo. Que tanto nuestras leyes, como nuestras costumbres y pactos sociales, se fundamentan en una serie de instrucciones, protocolos y suposiciones que explican el funcionamiento de nuestro mundo. Buena parte de este sistema operativo social consiste en un conjunto de ideas sobre el comportamiento humano.
Si observamos la evolución de nuestra especie, en un principio nuestra conducta estaba plenamente orientada a la supervivencia. Esta conducta fue la que nos permitió evolucionar como especie. Posteriormente el ser humano fue buscando las gratificaciones y las distintas formas de evitar el castigo. Frederick Winslow Taylor fue el gran precursor de este tipo de impulso, quien a través de la gestión científica revolucionó el mundo del trabajo. Para él, la mano de obra era parte de una maquinaria complicada. Si hacían bien su trabajo la maquinaria funcionaría, de lo contrario sería un fracaso. Para asegurar el éxito, lo que hacía era recompensar el comportamiento buscado y castigar aquel comportamiento que se quería evitar. Las personas debían responder a estas fuerzas externas, es decir, motivadores extrínsecos, y tanto ellas como el sistema se beneficiarían.
Este tipo de motivación sigue siendo útil para algunas cosas, aunque resulta terriblemente resbaladiza. Da por hecho que somos como ratones de laboratorio, cuyo comportamiento es predecible. Sin embargo, científicos como Daniel Kahneman han puesto de manifiesto que esto no es exactamente así. A veces funciona, otras veces no. Esto ocurre sencillamente porque entra en conflicto directo con distintos aspectos. La aparición de la economía colaborativa, el open source y las empresas de bajo lucro están desplazando a este tipo de motivación, ya que resulta incompatible con estos nuevos tipos organizativos, basados en el compromiso y en los resultados.
Como decía al principio del post, el trabajo del conocimiento ha venido a cambiar la forma en la que solemos trabajar. El trabajo algorítmico o secuencial, ha pasado a un segundo plano para dar paso al trabajo heurístico, en el que hemos de experimentar posibilidades y deducir las soluciones. El palo y la zanahoria ya no funcionan para este tipo de trabajo. Ahora necesitamos estímulos de hemisferio derecho, del que dependen las economías modernas. Es justo aquí donde entra en juego directamente la motivación intrínseca.
Los psicólogos Edward Deci y Richard Ryan desarrollan la teoría de la autodeterminación (SDT). Esta teoría comienza con una idea concreta sobre las necesidades humanas universales. «Define que tenemos tres necesidades psicológicas innatas: la competencia, la autonomía y las relaciones. Cuando estas tres necesidades están satisfechas, estamos motivados, producimos y somos felices. Por el contrario, si se frustran, estos resultados se hunden». Los motores de este nuevo impulso son la autonomía, la maestría y el sentido.
El primer reto es pasar del control a la autonomía y por tanto de la obediencia a la responsabilidad. La autonomía nos ofrece el compromiso como herramienta para alcanzar la maestría, es decir, el deseo de mejorar y dominar algo que nos importa. Por último conocer para qué hacemos algo dota de sentido a nuestra conducta. Hacer con sentido es la esencia de la efectividad.
La ciencia ha revelado que la motivación no reside en los impulsos biológicos ni ante nuestras reacciones a los premios y los castigos, sino que responde ante un tercer impulso: nuestro profundo deseo de dirigir nuestras vidas, extenderlas a través de expandir nuestras capacidades y vivir una vida con sentido. Esta es la la ciencia de la motivación.
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