Geografías en profundidad

Europa no está preparada para lidiar con los retos políticos de 2017

German Chancellor Angela Merkel arrives for a news conference in Berlin, Germany, December 20, 2016, one day after a truck ploughed into a crowded Christmas market in the German capital.      REUTERS/Hannibal Hanschke - RTX2VTER

Image: REUTERS/Hannibal Hanschke

Borja Ventura

EEUU se ha vuelto un socio imprevisible porque nadie sabe por dónde saldrá Trump, o si acaso –peor— se teme que haga lo que dijo que haría si ganaba. El mundo se prepara para un escenario en el que el ‘guardián’ del mundo pueda dejar de ser confiable y, en definitiva, a caminar por su cuenta, al menos de momento. Y se supone que, junto a EEUU, el segundo elemento de fuerza en eso tan difuso llamado Occidente es la Unión Europea. Pero la vieja madre política del mundo tampoco pasa por su mejor momento. Es más, podría estar frente a su propio final.

El proyecto, que en su origen tuvo que ver con la unificación de fuerzas, hace aguas por los cuatro costados. Primero fue la crisis económica, que dejó profundas cicatrices entre el norte rico y el sur rescatado. Después vino la crisis de crecimiento, con una paulatina expansión hacia Europa del Este y flirteos con la idea de incorporar a Turquía.

Ambas cuestiones abrieron un debate que no se supo manejar como esperaba: las moratorias a ciudadanos búlgaros y rumanos para convertirse en europeos de pleno derecho (libre circulación, residencia y trabajo), o las diferencias culturales y religiosas con Turquía pusieron de manifiesto que Europa no estaba preparada para ser tan integradora y abierta como pretendía.

La crisis migratoria ha acabado por tensar la cuerda. En la última década se ha amenazado con cerrar fronteras, suspender el espacio Schengen y manejar cuotas de inmigrantes a conveniencia. A veces ha sido por los ataques terroristas, como en Francia. A veces, por la llegada masiva de inmigrantes, como en Italia. A veces por el éxodo de gente huyendo de la guerra y recorriendo el continente a pie.

El último episodio de la decadencia europea tiene que ver con la inestabilidad política, primero por el auge euroescéptico y ultraderechista, segundo por el fracaso de aquel proyecto de Constitución Europea que evidenció las hechuras reales de la unión y tercero por los vaivenes políticos como consecuencia de todo este clima de crisis. Los vuelcos en Portugal o Grecia, la atomización en España o la enésima caída del Ejecutivo griego marcan la agenda.

Pero a decir verdad, quizá Europa nunca existió como tal. Uno de los grandes problemas de Europa fue que sus principales valedores y artífices nunca se lo creyeron. Para muestra, el botón de la participación: lleva 20 años sin pasar del 50% en Alemania o Francia, más de 15 en España y nunca lo ha hecho en Reino Unido, donde jamás ha votado más del 38% del electorado. Sólo Italia ha participado masivamente en los comicios comunitarios y, de seguir la tendencia, se unirá al club de ‘más abstención que participación’ en la próxima convocatoria.

Para más inri, gran parte de esa exigua participación recae en partidos euroescépticos. Es el caso del UKIP en Reino Unido, un partido sin peso alguno en el concurso nacional, pero que ganó los comicios europeos y acabó llevando a su país a la salida de la UE. Es también el caso del M5S de Beppe Grillo en Italia o del Front National en Francia, formaciones que ya se asoman peligrosamente a los gobiernos de sus países.

Los ciudadanos no se creen Europa porque la ven lejana, sin peso real en su vida cotidiana, separada de la agenda de los medios y, en último término, innecesaria o incluso una injerencia en su soberanía nacional. El impacto de la crisis, la pésima gestión del estallido migratorio, el latido ultra dentro de sus fronteras y el fantasma del euroescepticismo han acabado por regar esa semilla, y el Brexit ha sido el fruto más evidente de todo esto: Reino Unido, que nunca acabó de estar, se va. Y con él un puente a EEUU y una potencia histórica, económica y política.

Así las cosas, Europa, más que nunca, es Alemania y Francia, toda vez que la inestabilidad económica y política campan a sus anchas en España e Italia, los otros ‘grandes’ del continente.

Alemania ha cumplido su papel. Ha manejado la caja de la región, pero se ha desgastado: la forma en que la mitad sur del continente se ha marchitado por su mala gestión y las políticas de austeridad hacen que Merkel, en lugar de como nuestra líder fuerte, sea percibida como una enemiga. Al menos fuera de sus fronteras, dentro se presentará a la reelección para convertirse casi con seguridad en la canciller más longeva políticamente junto al que fuera su mentor, Helmut Kohl.

El reciente atentado en Berlín evidencia el último frente de la batalla. La ultraderecha ha aprovechado la ocasión para culpar a Merkel de lo sucedido, con una imagen de la canciller con las manos manchadas de sangre.

El supuesto autor, por cierto, ha sido abatido a tiros dos días después en Italia. Los euroescépticos no han tardado en poner el grito en el cielo por que la Europa sin fronteras le pusiera tan fácil escapar, cuando en realidad lo sucedido es un buen ejemplo de para qué debería servir la UE: se ha dado con un delincuente sin haber importado a qué país había huido.

Si los germanos siempre han sido la potencia industrial y económica, Francia siempre ha sido el ‘alma’ del continente. Y, con EEUU fuera de onda, Alemania desgastada y Reino Unido aislada, los ojos se posan en Francia. Y Francia ahora mismo bastante tiene consigo misma: los ciudadanos galos, que han sufrido el azote del terrorismo islamista y salen del gobierno de un presidente con la aceptación por los suelos, tiene que elegir un nuevo líder.

Dadas las circunstancias, un presidente carismático y fuerte podría marcar el paso a nivel internacional en un momento en el que Occidente está carente de ese perfil. El problema es que Francia no vive aislada de la corriente ultra, nacionalista y populista que campa a sus anchas por todo el mundo y la amenaza de un gobierno de signo ultra toma más fuerza elección tras elección.

Con este escenario, aún huérfanos del peso internacional de EEUU, y con una Rusia crecida en poder por su influencia en el devenir de la política estadounidense, el panorama no pinta bien para la UE. Sin un socio ‘protector’ y antagonista, el Kremlin puede forzar la máquina como nunca ante un continente que depende energéticamente de su suministro.

La perspectiva es desoladora. Toma una Europa dividida, con el Reino Unido fuera y países como Holanda, Francia, Austria, Suecia y Finlandia en manos de (o fuertemente influídas por) ultraderechistas. Súmale una crisis económica rampante que ha abierto una profunda cicatriz norte-sur y centro-periferia, con miles de millones de deudas entre economías desiguales. Añádele un flujo migratorio desde Oriente Medio y África que nunca cesará. Sazónalo con una amenaza terrorista constante, unas instituciones políticas poco vinculantes y una ciudadanía desafecta. Como postre, una potencia ultranacionalista de la que se depende energéticamente y que jugando sus cartas ‘diplomáticas’ en Crimea, Georgia, Siria, el Cáucaso… y el consejo de seguridad de la ONU.

Quizá a la que los ciudadanos echen de menos a un continente europeo fuerte para ocupar la posición de EEUU y oponerse a las presiones externas ya no quede Europa a la que acogerse.

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