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Un juego de naipes llamado talento

Gyorgy Kurtag, world famous Hungarian composer of classical music and pianist, plays the piano during his 90th brithday celebration in Budapest's Music Center, Hungary February 18, 2016. REUTERS/Laszlo Balogh  - RTX27M2X

Image: REUTERS/Laszlo Balogh

Gema Lozano

Cuentan de ese niño que con apenas 4 años tocaba el piano con una destreza impropia de su edad y que a los 5 ya había compuesto su primera obra musical. La precocidad de Mozart le convirtió en el paradigma del talento innato. El de Salzburgo nació, por lo visto, con uno descomunal para la música. Un mito recuperado y potenciado por el Mozart de Amadeus, de Milos Forman (basada, a su vez en una obra de teatro de Peter Shaffer), quien apenas parecía tener que esforzarse para crear una obra que extasiase a todo el que la escuchaba.

Mientras, Saliere invertía horas y horas para componer piezas de las que, si bien nadie dudaba de su calidad, no alcanzaban, ni por asomo, la brillantez de las de ‘su rival’. Normal que al final de su vida, el Salieri del film no se mostrase demasiado convencido ante su confesor cuando este le aseguraba que todos los hombres son iguales ante los ojos de Dios. Si todos somos iguales, ¿por qué a Wolfgang Amadeus y no a él le había caído en suerte ese don?

Porque, más que la rivalidad entre los compositores, en la película de Forman es ese talento congénito y casi divino el verdadero protagonista. Eso que «o bien te lo da la naturaleza o no se puede aprender», como declaraba Oscar Wilde.

Para Anders Ericsson, en cambio, ese tipo de aptitud connatural no es más que una excusa a la que muchos se aferran para justificar un posible fracaso. El investigador y profesor de psicología de la Universidad de Florida lleva tres décadas estudiando el tema y en su último libro Peak: Secrets From The New Science Of Expertise, coescrito con Robert Pool, advierte del «lado oscuro» del creer en el talento innato: «Pensar que hay gente con un don natural para algo y gente que no lo tiene puede generar diferencias desde un principio. Sin darnos cuenta, animaremos a los ‘talentosos’ y desalentaremos a los que no lo son, logrando que se cumpla la profecía autorrealizada».

Ericsson, quien en una entrevista concedida a NPR reconoce que la investigación acerca de la vida de niños prodigio, como Paganini o el propio Mozart, se ha convertido para él en un hobby, asegura que nunca se ha encontrado con personas que se hayan convertido en auténticos ‘genios’ sin una práctica intensa y extendida en el tiempo.

La investigación que Ericsson, junto a otros científicos, realizaron hace dos décadas en la Academia de Música de Berlín es el mejor aval de su tesis. En ella, los estudiantes fueron divididos en tres grupos en función de su potencial: los más brillantes conformaban el primer grupo, los ‘buenos’ el segundo y en el tercero estaban aquellos que los profesores consideraban que tenían menos posibilidades de convertirse en músicos profesionales.

Los investigadores se interesaron por el número de horas que todos y cada uno de ellos habían invertido en ensayar desde sus inicios. De las respuestas de los estudiantes se llegó a una conclusión: en los primeros años (la mayoría habían comenzado en la música sobre los 5 años), la cantidad de horas era similar (dos o tres por semana). La diferencia aparecía más adelante, y quedaba patente cuando los alumnos alcanzaban los 20 años: los estudiantes más destacados había acumulado una media de 10.000 horas de práctica a lo largo de todo ese tiempo, por encima de los considerados ‘buenos’ (unas 8.000) y las 4.000 de media de los alumnos del tercer grupo.

No existe posibilidad de demostrar las horas que Mozart dedicó a la música desde niño, pero Ericsson tiene claro que debieron de ser muchas. «No se tiene en cuenta que su padre fue un verdadero pionero en lo que a formación musical de niños se refiere. Comenzó con su hijo cuando apenas tenía tres años. Por eso, cuando Mozart comenzó a tocar y componer, ya llevaba mucho tiempo de intenso entrenamiento por alguien que estaba muy motivado con su educación». Es aquí donde Ericsson introduce el concepto de «práctica deliberada», entendida por aquella que va de la mano de un instructor «capaz de ayudar a establecer expectativas razonables». En definitiva, practicar por practicar no sirve. Hay que contar con el maestro apropiado.

Dedicación y algo más

Detrás de la importancia de la práctica en el desarrollo de habilidades existe una explicación científica. El periodista y psicólogo Gaspar Hernández se refería a ello en un artículo publicado en El País, donde señalaba a la mielina, estructura presente en el sistema nervioso, como elemento fundamental en el proceso: «La mielina rodea las fibras nerviosas. Permite que la señal sea más veloz y fuerte porque impide que se escapen del circuito los impulsos eléctricos. Cuando practicamos, esta lipoproteína responde cubriendo el circuito neural y añadiendo, en cada nueva capa, habilidad y velocidad. Es como conseguir una especie de línea de banda ancha: se multiplica por 3.000 la capacidad de procesamiento de la información».

Hernández se refiere a Dan Coyle y a su libro Las claves del talento donde recoge algunos experimentos que corroboran la importancia de dicha sustancia. Coyle alude a iniciativas como la del pianista sueco Fredick Ullén, quien junto con un grupo de neurólogos realizó un estudio en el que participaron varios colegas de Ullén. La investigación, que incluía un escáner de los cerebros de los músicos, concluyó que cuanto más practicaban al piano, más mielinizadas estaban las neuronas. Es algo, que según Coyle, ocurre no sólo en el ámbito musical. Que existan tantos y tan buenos futbolistas en Brasil no se debe a otro factor más que las horas y horas que los niños pasan jugando a este deporte en las playas y favelas del país. Lo que Coyle denomina como ‘entrenamiento perseverante’ o práctica profunda también puede estar detrás del éxito literario de las hermanas Brontë. El investigador relata cómo de escribir vulgares réplicas de libros de la época, Charlotte, Emily y Anne se convirtieron en escritoras de fama internacional con libros como Cumbres borrascosas o Jane Eyre, como consecuencia de años de «práctica intensa».

Pero la cantidad de mielina no lo es todo en cuanto al desarrollo del talento se refiere. «Si se obliga a un niño a practicar algo que no le gusta, el proceso de mielinización será el mismo. Sin embargo, para desarrollar los talentos es necesario tener la motivación personal. Si no, lo más seguro es que el niño abandone la práctica», explica la psiquiatra de la Universidad de Chile Livia González sobre el papel de la motivación.

Nuria Pérez Paredes, fundadora de Sparks & Rockets, considera este punto esencial: «Nos empeñamos en llevar a los niños a miles de actividades extraescolares en las mejores academias y con reputados profesores, pero si el niño no está motivado, no vale de nada en absoluto».

La experta en inteligencia emocional y powering talent, Susana Cabrero, explica de este modo el poder de la motivación: «Si sentimos placer con algo, crece en nosotros el impulso por saber más, por explorar. Con el ánimo de prolongar nuestro bienestar insistimos una y otra y otra vez, en una especie de espiral ascendente. Cuanto más llevamos a cabo la acción mejor nos encontramos. Este bienestar interno está relacionado con la motivación y esta, a su vez, con la fuerza de voluntad que permite la persistencia. De manera que algo que percibimos que se nos da bien logramos convertirlo en un talento».

Para Cabrero, todo esto todo forma parte de nuestro proceso de aprendizaje. En su libro Una vida inteligente, la periodista y formadora asegura que las personas han de saber cómo aprenden «porque entonces les será más fácil diseñar sus propios procesos de aprendizaje para identificar sus talentos ocultos», explica a Yorokobu.

Y los genes, ¿qué?

De todo lo anterior podría deducirse que con interés personal, horas (muchas) de dedicación y un buen profesor, cualquiera podría llegar a convertirse en un virtuoso en todo aquello que se propusiera. Son otros los estudios los que se encargan de poner ‘peros’ a la teoría del querer es poder. El que realizó Miriam A. Mosing, del departamento de Neurociencia del Instituto Karolinska, contó con la colaboración de 10.500 gemelos suecos y de él se dedujo que la práctica no era tan determinante para el desarrollo de habilidades, en este caso, musicales.

Las investigaciones concluyeron que en un par de gemelos monocigóticos era la variación genética entre los individuos la que influía en la predisposición de estos a practicar más o menos y no tanto el entorno. En cambio, las horas de ensayo acumulados no influían demasiado en cuanto a destreza musical alcanzada por unos y otros.

El profesor de psicología de la Universidad de Michigan, David Z.Hambrick, es otro de los que ha estudiado a conciencia el tema. Al igual que Ericsson advierte del «lado oscuro» que conlleva la fe en el talento innato, para Hambrick «el hecho de que cualquiera puede convertirse en un experto en cualquier cosa con entrenamiento no es científicamente defendible y es una idea que puede resultar perjudicial para la sociedad y los individuos».

Para José Antonio Marina: «No todos valemos para todo. Einstein fue un científico genial, un mal violinista y un pésimo bailarín. Así es la vida». En su libro Talento, motivación e inteligencia, el pedagogo define el talento como «la inteligencia en acto, resuelta, es decir, que resuelve los problemas y avanza con resolución». Al igual que existen varios tipos de inteligencia, puede haber talentos distintos (musicales, científicos, financieros, atléticos, etc.): «Cada uno de los cuales supone un especial tipo de destreza».

Sin entrar a valorar si es una cualidad heredada o no (una polémica a la que tacha de «antigua»), Marina recurre a la opinión científica «más ampliamente aceptada» según la cual el talento depende a partes iguales de la herencia y de la educación, «y eso, en un niño sano, deja abierto mucho espacio de juego». Para explicar su visión recurre al póker como metáfora: «Tanto en la vida como en el juego se nos reparten unas cartas que no podemos elegir. Genéticas, sociales, económicas, en un caso; naipes, en el otro. En ambos casos hay cartas buenas y cartas malas, y no hay duda de que es mejor tenerlas buenas que malas. Pero ahora viene la pregunta importante: ¿gana siempre quien tiene las mejores cartas? No. Gana quien juega mejor con las que tiene. El talento está al final de la educación, no al principio».

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