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People visit a polling station during a parliamentary election in Moscow, Russia, September 18, 2016.

Las diferencias entre regiones o ciudades a la hora de votar son tan viejas como la democracia Image: REUTERS/Grigory Dukor

Jean Pisani-Ferry
Professor, Hertie School of Governance in Berlin

En muchos países, el lugar de residencia de los votantes permite predecir con bastante exactitud sus preferencias electorales. Fue patente en los mapas de la geografía electoral del voto a favor y en contra de abandonar la Unión Europea, en el referendo celebrado en el Reino Unido en junio. Un patrón similar puede verse en la distribución de votos en la elección presidencial estadounidense de 2012 o en el apoyo de los franceses al Frente Nacional de Marine Le Pen en las elecciones regionales de 2015. Y es muy probable que se repita en la próxima elección presidencial en los Estados Unidos. Muchos ciudadanos viven en lugares donde buena parte de sus vecinos votan igual que ellos.

Esta geografía electoral señala una profunda división económica, social y educativa. Las ciudades ricas, donde se concentran los graduados universitarios, tienden a votar por candidatos con una visión internacionalista (a menudo, de centroizquierda), mientras que los distritos de clase media baja y trabajadora tienden a votar por candidatos que se oponen al libre comercio internacional (a menudo, nacionalistas de derecha).

No es casualidad que alcaldes de centroizquierda gobiernen Nueva York, Londres, París y Berlín, mientras que las ciudades más pequeñas y postergadas tienden a preferir a políticos de la derecha dura.

Las diferencias entre regiones o ciudades a la hora de votar son tan viejas como la democracia. Lo nuevo es la creciente correlación de la polarización espacial, social y política, que convierte a conciudadanos en virtuales extraños. Como resaltó Enrico Moretti (de la Universidad de California en Berkeley) en su libro La nueva geografía del trabajo, esta nueva divisoria es inocultable: los graduados universitarios son la mitad de la población total en las áreas metropolitanas más ricas de Estados Unidos, pero cuatro veces menos en las áreas más postergadas.

Los grandes cambios económicos tienden a acentuar esta división política. Quienes viven y trabajan en distritos fabriles tradicionales, atrapados en el torbellino de la globalización, son perdedores en varios frentes: sus empleos, su patrimonio inmobiliario y los destinos de sus hijos y familiares muestran una clara correlación.

Hace poco, en una investigación fascinante, David Autor (del MIT) y coautores exploraron las consecuencias políticas, y hallaron que los distritos de Estados Unidos cuya economía fue más afectada por las exportaciones chinas respondieron reemplazando a representantes moderados con otros políticos más radicales (de izquierda o derecha). De modo que la globalización provocó polarización económica y política.

Los gobiernos desatendieron esta divisoria demasiado tiempo. Algunos confiaron en la economía del derrame, otros en el estímulo al crecimiento y al empleo mediante la política monetaria, otros en la redistribución por medio de la política fiscal. Pero estas soluciones ayudaron muy poco.

Los datos desmienten la fe ciega en la extensión inevitable de la prosperidad a todas las regiones.

El desarrollo económico moderno depende en gran medida de la interacción (que a su vez demanda una alta densidad de empresas, habilidades e innovadores) y premia la aglomeración (por eso las ciudades grandes suelen prosperar y las pequeñas languidecen). Cuando una zona comienza a perder empresas y quedar rezagada en capacidades, hay pocos motivos para creer que la tendencia revertirá por sí sola. El desempleo puede pronto convertirse en norma.

La expansión de la demanda agregada apenas resuelve el problema. Aunque es verdad que la marea levanta todos los barcos cuando sube, no lo hace en forma pareja. Para quienes se sienten marginados, el impulso al crecimiento nacional suele implicar más prosperidad y dinamismo para las ciudades aventajadas y escasa o nula mejora para el resto: es decir, una división más marcada e incluso más intolerable. El crecimiento mismo se vuelve divisivo.

Y si bien las transferencias fiscales ayudan a contrarrestar la desigualdad y combatir la pobreza, poco hacen por reparar el tejido social (además, su sostenibilidad a largo plazo está cada vez más en duda).

En su discurso inaugural, la primera ministra británica Theresa May se comprometió a responder al malestar económico y social de su país con una política centrada en la unidad. Los candidatos presidenciales en Estados Unidos también redescubrieron la fuerza de la demanda de cohesión nacional y social. Es indudable que en la próxima campaña presidencial en Francia se plantearán inquietudes similares. Pero aunque los fines estén claros, los políticos suelen desatinar respecto de los medios.

La campaña presidencial estadounidense ha puesto de moda otra vez el proteccionismo. Pero aunque las restricciones a las importaciones pueden aliviar el padecimiento de algunos distritos fabriles, no impedirán que las empresas se trasladen donde haya mejores oportunidades de crecimiento; no protegerán a los trabajadores contra el cambio tecnológico; y no recrearán las pautas de desarrollo del pasado.

En tanto, la migración por motivos económicos es cada vez más cuestionada (no sólo en el Reino Unido, donde es más notorio, sino también en otras partes). Pero aquí también, si bien restringir la entrada de trabajadores de Europa del este puede aliviar la competencia salarial o detener el encarecimiento de la vivienda, no cambiará las diferencias entre las ciudades grandes y las pequeñas.

En vez de afirmar lo contrario, los políticos deberían reconocer que no hay soluciones sencillas a la disparidad geográfica del desarrollo económico moderno.

Por inconveniente que sea, el ascenso de las metrópolis es un hecho, al que no hay que ofrecer resistencia, porque no es un juego de suma cero: las ciudades grandes generan beneficios económicos para el conjunto.

Lo que debe hacer la política pública es asegurar que la aglomeración económica no menoscabe la igualdad de oportunidades. Los gobiernos no pueden decidir dónde se radicarán las empresas; pero es su responsabilidad garantizar que, más allá del efecto del lugar de residencia sobre los ingresos, el lugar de nacimiento no determine el futuro de la gente. Es decir, la política pública tiene una responsabilidad clara de limitar la correlación entre geografía y movilidad social; una correlación que, como demostraron Raj Chetty (de Stanford) y otros autores, es alta en Estados Unidos (y en otros países pueden observarse pautas similares).

La infraestructura puede ayudar. La disponibilidad de medios de transporte eficientes, servicios sanitarios de calidad y acceso a Internet de banda ancha puede ayudar a las ciudades más pequeñas a atraer inversiones en sectores que no dependen de los efectos de la aglomeración. Por ejemplo, para las empresas puede ser muy ventajoso trasladar los procesos internos sin interacción directa con los clientes a lugares donde el espacio de oficinas y la vivienda son baratos.

Por último, se justifica limitar el egoísmo de las áreas aventajadas. La distribución de competencias entre los niveles nacional y subnacional, lo mismo que la estructura tributaria, se definieron en un entorno muy diferente al actual; para mitigar la división geoeconómica, tal vez haya que rediseñarlas por completo.

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