¿Se acerca el fin de la supernación europea?
Resulta imposible hoy predecir qué forma adoptará la nueva UE. Image: REUTERS/Darrin Zammit
Desde el inicio de la crisis de la eurozona en 2008, la Unión Europea ha mantenido en política una dinámica intergubernamental bajo un manto de supranacionalismo que se va desvaneciendo a medida que progresa la preparación de las negociaciones sobre la salida del Reino Unido. La pregunta es hoy si cristalizará una Unión dominada por sus Estados miembros.
La supremacía de los Estados –en particular de Alemania– en la toma de decisiones de la UE no es nada nuevo. Ya se puso de manifiesto cuando, en plena crisis del euro, la canciller alemana, Angela Merkel, su ministro de finanzas, Wolfgang Schäuble, y el entonces presidente del Consejo Europeo, el belga Herman Van Rompuy, tomaron las riendas del proceso.
Pero subsistía el mito del supranacionalismo y, tras la toma de posesión de Jean-Claude Juncker como presidente de la Comisión en 2014, el brazo ejecutivo de la UE se presentó como la institución capaz de liderar el camino hacia lo que en su discurso del estado de la Unión de 2015 el propio Juncker denominó “más unión en nuestra Unión”.
Su discurso de este año ha sido mucho más sobrio. Así, la votación de junio a favor del Brexit ha significado un correctivo no sólo para Juncker, sino también para todos los eurófilos de la Comisión, excluidos de la subsecuente discusión sobre el futuro de la Unión, con la notable excepción de la Comisaria de Competencia, Margrethe Vestager, que ha hecho bandera de una posición de fuerza en materia fiscal cuyas consecuencias están todavía por determinar.
La batalla se ha librado principalmente en el Consejo Europeo, liderado por Merkel. Resulta imposible hoy predecir qué forma adoptará la nueva UE, pero sí resulta evidente que no tendrá nada que ver con el paraíso terrenal símbolo de integración y con capital en Bruselas con el que tantos han soñado, en particular en la Comisión.
El presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, ha sido diamantino con su descalificación a los “ingenuos euroentusiastas” y su llamada a una Europa más modesta –que prometa menos y cumpla más– resumida en su declaración: “entregar nuevos poderes a las instituciones europeas no entra dentro de lo deseable”, formulada poco antes de la reunión de Bratislava, por primera vez un Consejo Europeo a 27, sin el Reino Unido.
En esta misma línea, Merkel ha dedicado el verano a sondear a los Estados miembros y su liderazgo como hilo conductor de las negociaciones sobre Brexit y el futuro de la UE, y así ha quedado patente tanto en las discusiones como en las conclusiones de la cita de Bratislava.
En cuanto a la Comisión, la única decisión de sustancia que ha tomado en los últimos meses ha sido la designación de Michel Barnier como representante en estas negociaciones con el Reino Unido. Sin embargo, con una situación de hecho de apropiación del proceso por parte del Consejo, no se ve cuál va a ser su margen de actuación práctica. Dada la primacía de los asuntos internos de los Estados miembros en el Consejo Europeo en este momento de deriva política del continente, pensar en una UE intergubernamental ya es mucho soñar.
En Alemania, con la perspectiva los desastrosos resultados del Partido Democristiano en las últimas elecciones regionales –incluso en el Estado natal de la canciller Merkel, Mecklenberg-Pomerania-Occidental–, las elecciones federales de 2017 podrían encaminar al país –y su interpretación del liderazgo europeo– en una dirección muy distinta. Pero éste no es el único foco de incertidumbre: Italia se enfrenta a un referéndum constitucional a finales de año, y Francia y Países Bajos celebrarán elecciones el que viene, por no hablar de la situación que vive España.
Todo lo anterior no significa que el supranacionalismo esté condenado al pasado. Pero sí es probable que los intereses partidistas nacionales sigan marcando la agenda, al menos mientras los procesos electorales de mayor trascendencia no estén clausurados. Y si es cierto que la vía europeísta no se ha esfumado, para transitarla sería necesario que el letargo actual no desembocara en atrofia institucional.
Recobrar la confianza de la opinión pública resulta crucial. Hasta ahora la UE ha avanzado dando equivocadamente por hecho que contaba con el apoyo ciudadano. Tal y como Hubert Védrine, antiguo ministro de exteriores francés, sintetizó recientemente, sólo entre un 15 y un 20% de los europeos son eurófilos, otros tantos son eurófobos, y el 60% restante se compone de euroescépticos. Su duro análisis es acertado.
Por simplificar, para gran parte de la ciudadanía europea las instituciones carecen de legitimidad por razones bien claras: la comunicación es pobre, impera la percepción de déficit democrático, cada vez es más habitual que Estados miembros erijan a la Comisión en chivo expiatorio, y la arquitectura institucional es defectuosa. Por mucho que Juncker y Martin Schulz, presidente del Parlamento Europeo, ensalcen la méthode communautaire hasta la saciedad, el signo de los tiempos es otro.
El resultado es evidente: en su lucha por forjar la Europa del futuro, las instituciones carecen tanto de la autoridad como del apoyo necesario para abordar iniciativas ambiciosas –o simplemente incluso para salir al terreno de juego–. Pero esta situación de introspección nacional puede en realidad suponer una buena oportunidad para que las instituciones de la UE reduzcan la brecha de la legitimidad.
Pero deben abandonar la lírica en torno a acciones futuras que nunca se cumplen, o los programas grandilocuentes con escaso impacto real. Deberán, por el contrario, completar iniciativas clave como la urgente unión bancaria, mejorar el sistema de rendición de cuentas, y asegurar que la opinión pública entienda el trabajo de las instituciones. Y supone, además, no trasladar a su seno los conflictos políticos nacionales ya que en este campo tanto la Comisión como el Parlamento Europeo tienen todas las de perder.
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