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Lecciones sobre el amor y el aislamiento de una famosa novelista

La autora Isabel Allende recibió un título honorario en la Universidad de Harvard

La autora Isabel Allende recibió un título honorario en la Universidad de Harvard Image: REUTERS / Brian Snyder

Isabel Allende
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Este es un extracto de la selección del Club del Lectura del Foro Económico Mundial para abril de 2020: Un largo pétalo del mar por Isabel Allende. Únase a nuestro grupo aquí para discutir.

Con muchos de nosotros viviendo encerrados durante la pandemia de coronavirus, miramos la novela de Isabel Allende para comprender el aislamiento y la importancia de la conexión humana.

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La pianista más destacada entre los alumnos de música del profesor Dalmau era Roser Bruguera, una joven del pueblo de Santa Fe, que sin la generosa intervención de Santiago Guzmán, habría sido pastora de cabras. Guzmán era de una familia ilustre, pero empobrecida por generaciones de señoritos indolentes, que derrocharon fortuna y tierras. Pasaba sus últimos años retirado en su finca en un descampado de cerros y piedras, pero llena de recuerdos sentimentales. Se mantenía activo, aunque tenía mucha edad, dado que ya era catedrático de Historia de la Universidad Central en tiempos del rey Alfonso xii.

Salía a diario, bajo el sol inclemente de agosto o el viento gélido de enero, a caminar durante horas con su bastón de peregrino, su gastado sombrero de cuero y su perro de caza. Su mujer estaba atrapada en los laberintos de la demencia y pasaba sus días vigilada dentro de la casa, creando monstruosidades con papel y pinceles. En el pueblo la llamaban la Loca Mansa y en verdad lo era; no daba problemas, salvo su tendencia a extraviarse caminando en dirección al horizonte y a pintarlas paredes con su propia caca.

Roser tenía más o menos siete años, aunque nadie recordaba la fecha de su nacimiento, cuando en uno de sus paseos don Santiago la vio cuidando a unas cabras flacas; le bastó intercambiar unas frases con ella para comprender que estaba ante una mente alerta y curiosa. El catedrático y la pequeña pastora establecieron una rara amistad basada en las lecciones de cultura impartidas por él y el deseo de aprender de ella. Un día de invierno, en que la encontró agazapada en una zanja con sus tres cabras, tiritando, mojada de lluvia y colorada de fiebre, don Santiago amarró las cabras y se echó a la niña al hombro como un saco, agradecido de que fuera tan pequeña y pesara tan poco. De todos modos el esfuerzo casi le revienta el corazón y a escasos pasos abandonó su intento; la dejó allí mismo y fue a llamar a uno de sus peones, quien la cargó hasta la casa. Le ordenó a su cocinera que diera de comer a la niña, a la criada que le preparara un baño y una cama y al mozo de la caballeriza que fuera primero a Santa Fe a llamar al doctor y después a buscar a las cabras, para evitar que se las robaran.

El médico determinó que la chiquilla tenía gripe y estaba seriamente desnutrida. También tenía sarna y piojos. Como nadie llegó a la propiedad de Guzmán a preguntar por ella ni ese día ni en los siguientes, dieron por supuesto que era huérfana hasta que se les ocurrió preguntárselo y ella explicó que tenía familia al otro lado del cerro. A pesar de su esqueleto de perdiz, la niña se repuso rápidamente, porque resultó ser más fuerte de lo que parecía. Se dejó afeitar la cabeza por los piojos y soportó el tratamiento de azufre para la sarna sin oponer resistencia, comía con voracidad y dio muestras de tener un temperamento injustificadamente ecuánime, dadas sus tristes circunstancias.

En las semanas que pasó en esa casa, desde la señora delirante hasta el último sirviente se prendaron de ella. Nunca habían tenido una niña en esa sombría mansión de piedra, donde deambulaban gatos medio salvajes y fantasmas de otras épocas. El más seducido era el catedrático, quien recordaba de manera vívida el privilegio de enseñar a una mente ávida; pero la estadía de la niña no podía prolongarse indefinidamente. Don Santiago esperó a que sanara por completo y pegara algo de carne a los huesos antes de ir al otro lado del cerro a cantarles unas cuantas verdades a aquellos padres negligentes. Echó a la chica bien arropada en su coche, haciendo oídos sordos a los ruegos de su mujer, y se la llevó.

Llegaron a una vivienda chata de barro en las afueras del pueblo, tan miserable como otras de la zona. Los campesinos subsistían con ingresos de hambre, labrando la tierra como siervos en propiedades de los señores o de la Iglesia. El catedrático llamó a gritos y salieron a la puerta varios niños asustados, seguidos de una bruja de negro, que no era la bisabuela, como él supuso, sino la madre de Roser. Esa gente nunca había recibido una visita en berlina con relucientes caballos y quedaron perplejos cuando Roser descendió del vehículo con ese caballero tan distinguido. «Vengo a hablarle sobre esta niña», anunció don Santiago en el tono autoritario que en la universidad hacía temblar a sus alumnos; pero antes de que pudiera agregar más, la mujer cogió a Roser del pelo, increpándola por haber abandonado las cabras con gritos y bofetones. Entonces él comprendió la inutilidad de reprocharle nada a esa madre agobiada y en un instante formuló el plan que habría de cambiar la suerte de la chica.

Roser pasó el resto de su infancia en la finca de Guzmán, oficialmente en calidad de recogida y sirvienta personal de la señora, pero también como alumna del patrón. A cambio de ayudar a las criadas y alegrarle los días a la Loca Mansa, tuvo hospedaje y educación. El historiador compartió con ella buena parte de su biblioteca, le enseñó más de lo que ella habría aprendido en cualquier escuela y puso a su disposición el piano de cola de su mujer, quien ya no recordaba para qué diablos servía ese armatoste negro. Roser, que había pasado los siete primeros años de su vida sin escuchar más música que el acordeón de los borrachos la noche de San Juan, resultó tener un oído extraordinario. En la casa había un fonógrafo de cilindro, pero al comprobar que su protegida podía tocar las melodías en el piano después de haberlas escuchado una sola vez, don Santiago encargó a Madrid un gramófono moderno con una colección de discos. En poco tiempo Roser Bruguera, cuyos pies todavía no alcanzaban los pedales, interpretaba la música de los discos a ojos cerrados. Encantado, él le consiguió una maestra de piano en Santa Fe. La mandaba a clases tres veces por semana y vigilaba personalmente sus ejercicios. Para Roser, capaz de tocar cualquier cosa de memoria, tenía poco sentido aprender a leer música y practicar durante horas las mismas escalas, pero cumplía por respeto a su mentor.

A los catorce años Roser superó con creces a la maestra de piano y a los quince don Santiago la instaló en una pensión de señoritas católicas en Barcelona, para que estudiara música. Habría deseado retenerla a su lado, pero prevaleció su deber de educador sobre su sentimiento paternal. La muchacha había recibido de Dios un talento especial y su papel en este mundo consistía en ayudarla a desarrollarlo, decidió. En ese tiempo la Loca Mansa se fue apagando y por último se murió sin bulla. A Santiago Guzmán, solo en su caserón, comenzaron a pesarle en serio los años, tuvo que renunciar a sus caminatas con el bastón de peregrino y pasaba el tiempo sentado frente a la chimenea leyendo. También su perro de caza se murió y no quiso reemplazarlo, para no morirse antes y dejar al chucho sin amo.

Al anciano se le agrió definitivamente el carácter con el advenimiento de la Segunda República, en 1931. Apenas se supieron los resultados de la elección, que favorecieron a la izquierda, el rey Alfonso XIII se fue al exilio en Francia y don Santiago, monárquico, conservador a ultranza y católico, vio que su mundo se desmoronaba. Jamás iba a tolerar a los rojos y menos iba a adaptarse a su vulgaridad: esos desalmados eran lacayos de los soviéticos y andaban quemando iglesias y fusilando curas. Eso de que todos somos iguales podría argumentarse como jerigonza teórica, sostenía, pero en la práctica era una aberración: ante Dios no somos iguales, ya que Él mismo impuso clases sociales y otras diferencias entre los humanos. La reforma agraria le expropió la tierra, que tenía poco valor, pero había sido siempre de su familia.

De un día a otro los campesinos le hablaban sin quitarse la gorra ni bajar los ojos. La soberbia de sus inferiores le dolía más que la tierra perdida, porque era una afrenta directa a su dignidad y a la posición que siemprehabía ocupado en este mundo. Despidió a los sirvientes, que habían vivido durante décadas bajo su techo, mandó empacar su biblioteca, sus obras de arte, sus colecciones y recuerdos y cerró la mansión a cal y canto. El cargamento llenó tres camiones, pero no pudo llevarse los muebles más voluminosos ni el piano, que no cabían en su piso de Madrid. Meses más tarde el alcalde republicano de Santa Fe confiscó la casa para instalar un orfanato.

Excerpted from Largo Petalo de Mar by Isabel Allende Copyright © 2020 by Isabel Allende. Excerpted by permission of Vintage Español. All rights reserved. No part of this excerpt may be reproduced or reprinted without permission in writing from the publisher.

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