Por qué envidiamos
Image: REUTERS/Marcelo del Pozo
Si le molesta que promocionen o le suban el sueldo a una compañera de trabajo, si sufre porque a un colega le dan un premio o le aceptan un importante proyecto, si no le gusta que las hijas e hijos de sus parientes saquen buenas notas, o que su amiga vaya siempre elegantemente vestida, si le inquieta que su compañero tenga una pareja guapa y atractiva, si le quita el sueño que el equipo de fútbol de su vecino gane un campeonato, o que su partido político, el de él, gane las elecciones, si le ocurre todo o alguna de esas y otras parecidas cosas, es muy posible que lo que usted tenga sea envidia, envidia pura y dura.
Pero la envidia no es desear lo que tienen los demás, cosa bastante natural, sobre todo cuando uno tiene poco. Lo que más y mejor caracteriza a la verdadera envidia es el deseo de que la persona envidiada no tenga lo que tiene, de que no sea verdad que lo tenga, de que no sea cierto su éxito o no sea tanta como parece su riqueza material. La verdadera envidia se centra imaginativamente en el otro, en la persona envidiada, más que en una misma. La envidia se lleva solo por dentro, en la intimidad subjetiva, pues su manifestación podría parecer y sentirse como una declaración de inferioridad. La persona envidiada, por su parte, muchas veces ni se entera de que lo es, siendo la persona que envidia quien verdaderamente lo pasa mal. La envidia puede ser más fuerte y corrosiva cuando se genera de arriba abajo, es decir, cuando es el superior quien envidia al inferior, una envidia que puede agravarse cuando el inferior es más joven, o más listo, o más guapo. Envidias de ese tipo se dan especialmente en el trabajo y en todas las relaciones sociales jerarquizadas. Verse superado por un inferior es siempre muy doloroso, salvo en las situaciones en que el superior pueda atribuirse todo o parte del éxito y atributos de la persona subordinada.
La proximidad puede ser también un factor altamente potenciador de la envidia. Se ha dicho, no sin falta de razón, que la envidia del amigo puede ser peor que el odio del enemigo. Al primer ministro británico Winston Churchill se le atribuye una frase lapidaria muy relevante, que viene al caso: “En la vida hay amigos, conocidos, adversarios, enemigos y compañeros de partido”. Es una sentencia que arroja luz particularmente sobre la envidia proximal, la que nos producen los éxitos de los propios compañeros y que puede a veces hacer conspicuamente más deseable el éxito de los adversarios que el propio si lo protagonizan compañeros o colegas a los que envidiamos. Aunque no siempre ocurre, ese tipo de envidia entre próximos, cuando tiene lugar, sea en la política, en el trabajo o en cualquier ambiente social de connotación competitiva se hace necesario tener en cuenta que las felicitaciones o el comportamiento hipócrita de los amigos o compañeros puede no ser más que una tapadera de su envidioso sentimiento. Cuando ese tipo de envidia tiene lugar en la familia, particularmente entre hermanos, puede resultar altamente dolorosa y corrosiva, mucho más siempre para el envidioso que para el envidiado. Cuando, por ejemplo, los padres no justifican bien el reparto desigual de su herencia entre sus hijos, lo peor que pueden estar haciendo es generar grandes dosis de envidia y de rencor entre ellos, la peor de las herencias, en definitiva.
La envidia benigna, la que solemos considerar sana, al igual que la admiración, puede motivar a mejorar uno mismo, pero la envidia maligna se relaciona con la deshonestidad y con la conducta inmoral, y a lo que tiende siempre es a derrotar y a hacer caer al envidiado. Es una inagotable y permanente fuente de hostilidad hacia el envidiado. Cuando envidiamos tratamos de convencernos a nosotros mismos de que no es tanto lo que tiene el envidiado, es decir, tratamos de infravalorar sus logros o su éxito. “En realidad su trabajo no es tan bueno, pues los hay mejores”, o “no es tan inteligente como parece” o “no es tanto lo que le tocó en la lotería y pronto se lo gastará”, o “su novio en realidad no es tan guapo como dicen”, entre otras muchas sentencias y consideraciones de similar naturaleza que podemos argüir tratando siempre de aliviar la propia envidia. Podemos también quejarnos, hipócritamente, de que el envidiado lo que vende es humo, cuando lo que de verdad no nos gustaría es que vendiera fuego. Si conseguimos convencernos de lo que decimos, lo cual muchas veces no es más que engañarnos a nosotros mismos, nos sentimos mejor.
Otro recurso habitual consiste en afirmar ventajas extras que la persona envidiada ha tenido para conseguir su éxito. Es, por ejemplo, cuando insistimos en que el puesto de trabajo ha sido conseguido mediante influencias o “enchufes”. También podemos buscar desventajas o futuros fracasos en el envidiado que amorticen sus logros o aciertos. “Su novio es muy guapo, pero también muy tonto”, o “es muy inteligente, pero su falta de tacto con las personas le hará fracasar”. Ambos son modos de reaccionar tratando igualmente de aliviar el sentimiento de envidia. Hay también situaciones en las que el envidioso no pierde ocasión de castigar psicológica o incluso físicamente al envidiado. Así, cuando un jugador de fútbol envidia a otro no es extraño que no pierda ocasión para hablar mal de su juego, o incluso para propinarle una buena patada o zancadilla, con todo el disimulo posible, en el curso de un partido. Los tribunos que envidiaban a Julio César llegaron mucho más lejos, pues acabaron con él a cuchilladas, ese método que por proximal satisface más la inquina personal que ningún otro, pero no sin antes hallar justificaciones para ello en lo que esos tribunos consideraron un excesivo e inmerecido poder del caudillo romano que le condujo a la tiranía.
Pero lo más especial llega cuando el envidiado fracasa, pues es entonces cuando aparece la imagen especular de la envidia en todo su esplendor: la alegría y el regodeo del envidioso por el fracaso del envidiado. Un sentimiento para el que los alemanes han acuñado un término que ya ha sido adoptado también en otras lenguas: Schadenfreude (alegría maliciosa). Es ese tipo de alegría que uno siente cuando al empollón de la clase le suspenden una asignatura, o cuando al líder rival que nos superó en las elecciones no le van bien las cosas y se le fractura su partido, o cuando fracasa el compañero de partido que nos ganó las elecciones primarias, o cuando al listo y prepotente del laboratorio le rechazan la publicación de un trabajo. Es, en buena medida, lo que sienten los hinchas del Barça cuando pierde el Madrid, o los del Madrid cuando pierde el Barça.
La Schadenfreude se acrecienta en el envidioso agorero que acierta en su pronóstico sobre el próximo o futuro fracaso del envidiado y lo ve como una reivindicación personal de su posición. Puede corresponderse con el “cuanto peor para él, mejor para mí”, La Schadenfreude es también una de las mayores fuentes de hipocresía, porque, cuando la tienes, aunque estás contento en tu interior, te muestras falsa y aparentemente preocupado. Así, podemos decirle al envidiado “es una pena que te hayan rechazado el trabajo, pues era muy bueno” o “es una pena que te hayan salido tantas arrugas, pero la verdad es que no te sientan mal”.
Las personas más envidiosas o con más propensión a la envidia también son más prestas que las menos envidiosas a sacrificar sus propias ganancias o logros para reducir los de sus oponentes o rivales. Eso quedó patente en el trabajo de un grupo de psicólogos israelíes que obtuvieron imágenes de resonancia magnética funcional del cerebro de personas voluntarias mientras realizaban un juego interactivo de azar. Lo que observaron fue que algunos jugadores incluso cuando perdían dinero estaban contentos y mostraban Schadenfreude si el otro jugador, el rival, perdía todavía más. Algunos de ellos incluso cuando iban ganando expresaron envidia si el otro ganaba todavía más. Esa envidia tuvo un claro reflejo en la activación que mostraron durante el juego las imágenes obtenidas en el estriado ventral, una parte del cerebro relacionada con la recompensa y el placer. Fue así hasta el punto de que sentir que el otro perdía más que uno mismo activaba esa parte tanto como cuando el propio sujeto ganaba. La derrota del rival, como vemos, puede alegrar tanto o más que la propia victoria, que el propio éxito.
No deberíamos conceder demasiada credibilidad a quien afirme que nunca ha sentido envidia, pues estamos hablando de un sentimiento muy arraigado en la naturaleza humana. Eso significa que estamos hablando de un sentimiento con profundas raíces evolutivas, es decir, de un sentimiento que se vino gestando con fuerza en el pasado ancestral. Una adecuada información y educación desde la infancia sobre la envidia y sus negativas y dolorosas consecuencias debería ser una buena manera de empezar a combatirla. Pero una vez instaurada no es fácil poder con la envidia, aunque siempre valdrá la pena intentarlo para evitar el daño que produce.
Ese intento debería discernir en primer lugar el sentimiento de envidia propiamente dicho y separarlo del modo de comportarnos cuando lo tenemos. Una cosa es el sentimiento y otra sus consecuencias. Evitar el sentimiento de envidia cuando hay circunstancias que nos abocan a él es muy difícil, si no imposible, pues las emociones se nos imponen, incluso contra nuestra voluntad, y su control no está en nuestras manos. Otra cosa es nuestra reacción, es decir, el modo de comportamos cuando sentimos envidia, y eso sí que es controlable. Podemos, por ejemplo, evitar hablar mal de la persona envidiada, o hacerle cualquier tipo de daño, como negarle cosas, marginarle, difamarlo, ofenderle o maltratarle psíquica o físicamente. Siempre podremos evitar la hostilidad hacia el envidiado.
Puede haber diversos modos, y uno de ellos especialmente eficaz consiste en hacer un esfuerzo para razonar sobre el envidiado y sus éxitos o prebendas de un modo positivo. Quizá lo que tiene lo ganó con esfuerzo y dedicación y sin ningún deseo de perjudicarnos. No solemos hacerlo porque casi nunca razonamos sobre aquello que detestamos y el envidiado casi siempre suele acabar convirtiéndose en un ser detestable, aunque nunca lleguemos a manifestarlo de un modo explícito. Por eso, la clave para evitar o reducir la envidia está en ser capaces de evitar ese rechazo. En definitiva, ¿por qué ser tan celosos de que a los demás les vayan bien las cosas si eso a nosotros no nos perjudica? Las inercias y energías competitivas siempre están mejor empleadas cuando las utilizamos para competir con nosotros mismos y superarnos que cuando las dedicamos a tratar de denigrar a quienes envidiamos.
Ignacio Morgado Bernal es catedrático de Psicobiología y director del Instituto de Neurociencia de la Universidad Autónoma de Barcelona. Autor de 'Aprender, recordar y olvidar: claves cerebrales de la memoria y la educación' (Ariel, 2014).
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