Shenzhen, la ciudad china que conquista el mundo con su tecnología
Shenzhen, China Image: REUTERS/Bobby Yip (CHINA - Tags: POLITICS BUSINESS CITYSCAPE SOCIETY ANNIVERSARY) - GM1E6951FOE01
"Shenzhen está muy bien", dice Eric Hu. “Si logras sobrevivir a ella”. Habla rápido. Piensa rápido. Lleva el pelo disparado, camiseta raída, deportivas. Mira su móvil a menudo, un Huawei, marca china, y con orgullo: “El iPhone”, dice, “es una basura”. Es de noche a este lado del mundo y conduce su Audi Q5, en cuyo retrovisor bailan dos peluches de Hello Kitty. Quiere mostrar algo en el centro de esta ciudad masiva, símbolo del capitalismo asiático, una especie de El Dorado tecnológico donde los recién llegados buscan emular a los fundadores de las grandes compañías del país. Aquí han nacido gigantes como Huawei, segundo productor mundial de teléfonos inteligentes y líder en redes de telecomunicaciones, y Tencent, una de las mayores empresas de Internet del planeta, creadora de WeChat, el WhatsApp chino, con 1.000 millones de usuarios. Pero hay otras 8.000 empresas de alta tecnología. El sector aporta un 40% a la economía de la ciudad. Y ese PIB es monstruoso: el de Shenzhen se codea con el de Irlanda; el de la región, conocida como el Delta del Río de la Perla, que incluye otras ocho urbes de China y las regiones especiales de Hong Kong y Macao, es equiparable al de toda Rusia.
Entre volantazos, Hu va enviando mensajes de voz a través de WeChat (“WhatsApp es otra basura”). Fundó hace tres años una start-up de drones resistentes al agua llamada Swellpro. Obras de ingeniería con ocho patentes propias y una cámara 4K para grabar escenas marinas. Se venden por 1.600 euros. La mayoría acaban en Occidente. Muchos, en manos de gente adinerada con barcos o yates. Pero nacen en una zona polvorienta, a las afueras, donde se sucede el paso de camiones, los obreros jovencísimos duermen en pisos junto a las fábricas y uno encuentra, caminando por sus callejuelas, todo tipo de negocios de manufacturas tecnológicas. Shenzhen, cuenta, es el mejor lugar para la innovación. Con una cadena de suministro de componentes electrónicos inigualable. “Atrae a gente joven, educada, enérgica”, dice Hu. “Va a toda velocidad. La competencia es altísima”. Los rascacielos brillan a través de la ventanilla. “Este lo levantaron en dos años”, señala uno. Cruza una zona de libre comercio recién abierta por el Gobierno. Carriles atascados. Coches caros. Y, al fin, se detiene. Desciende y señala la inscripción en unas piedras. En caracteres chinos se lee la filosofía que define la ciudad: “El tiempo es dinero. La eficiencia es la vida”.
Hu nació en 1980, año en que Deng Xiaoping convirtió Shenzhen en la primera zona económica especial del país. Una puerta abierta al liberalismo, a la iniciativa privada. Un experimento de la China del futuro. La ciudad era un pueblo de pescadores con 30.000 habitantes. Hoy, el censo oficial ronda los 12 millones; el extraoficial alcanza los 20. Una locomotora a la que llegan cientos de miles de buscavidas al año. Ingenieros hipercualificados, legiones de obreros. No se ve un rostro viejo en la calle. La edad media ronda los 28. En Shenzhen casi nadie es de Shenzhen. Él creció en una zona rural de la provincia entre gallinas y cultivos de arroz. Estudió ingeniería, trabajó en una fábrica de móviles de Samsung (en la región se encuentran muchas de las megafábricas del mundo) y en 2005 se mudó a la ciudad a probar fortuna. Pulió el inglés vendiendo USB y cámaras. Luego se lo montó por su cuenta. Su negocio, explica, consiste en “desarrollar productos; no uno barato, sino innovador, alta tecnología”. Esboza ideas; sus ingenieros diseñan y ensamblan hasta dar con un prototipo. Su último invento es un proyector portátil del tamaño de un puño. Shenzhen, explica, es el paraíso del hardware. Lo físico, el artefacto. Con un ecosistema ultraveloz donde el paso de la idea a la producción en serie sucede en un suspiro y casi en la misma manzana. Y mientras sueña con dar el gran golpe, recuerda con nostalgia su primer apartamento compartido en un barrio del que hoy no queda más que el templo budista. Allí ahora se yerguen los rascacielos del parque tecnológico, donde hay unas 1.300 empresas; un centenar de ellas cotizando en Bolsa.
Yu Chengdong entra en la sala de juntas sin corbata y seguido por una secretaria con tacones altos y peluche colgado del móvil. Saluda en español. Habla un inglés rocoso. Es el consejero delegado de una de las tres patas de Huawei, la división de teléfonos y otros productos de consumo. Suman un tercio de los ingresos de la multinacional, cuya facturación ronda los 65.000 millones de euros, cuenta con 180.000 empleados en 170 países y lidera el mercado de móviles en China; en España se bate el cobre con Samsung por el primer puesto; en el mundo, el mano a mano es contra Apple, ambos a la zaga de Samsung. El ejecutivo asegura que la compañía no hubiera existido de no haber nacido en Shenzhen: “Hace 30 años, cuando China no era tan abierta, se convirtió en una ciudad de acogida. Capitalista en lo económico, no en lo político. De estilo occidental. Donde se podía desarrollar una gestión moderna”. Él, ingeniero de la Universidad de TsingHua, “el MIT chino”, se unió a la empresa en 1993, cuando empezaba a desarrollar infraestructuras telefónicas. Huawei fue fundada en 1987 por el exmilitar Ren Zhengfei con apenas 5.000 euros. Una empresa privada cuya primera sede se encontraba entre cultivos. Hoy se han trasladado a un campus tecnológico de 200 hectáreas a las afueras de la ciudad, con universidad propia, apartamentos para trabajadores, jardines zen y furgonetas que desplazan a sus empleados de un edificio a otro con el aire acondicionado a todo trapo. Pero no están contentos. “Podemos hacerlo mejor”, dice Yu. Y para mostrar que andan en ello han invitado a su sede a medio centenar de instagramers, youtubers y periodistas occidentales (entre ellos, El País Semanal). Según el CEO, “nuestro problema no es la innovación. En eso somos fuertes. El gran reto es que no somos una marca conocida. Nadie la conoce”. El marketing, la gran tragedia china. Una lucha contra sí mismos para pasar de ser sinónimo de producto barato al artículo de alta gama.
“Hace 30 años, Shenzhen se convirtió en una ciudad de estilo occidental. Capitalista en lo económico, no en lo político”, explica el CEO de Huawei
”Durante dos jornadas de conferencias y powerpoints en el interior de una moderna mole de vidrio que, a vista de pájaro, tiene forma de llave, directivos desgranan detalles de su próximo lanzamiento, el móvil Mate 10, cuyo chip Kirin 970, aseguran, emula al cerebro humano: “Unidad de procesamiento neuronal”, lo llaman. El teléfono, a punto de lanzamiento (salió a la venta en octubre), está custodiado en un maletín con tres cerraduras (numérica, de llave y por bluetooth), se colocan guantes blancos para tocarlo, hacen firmar contratos de confidencialidad antes de echarle un ojo. Y en cada receso proyectan anuncios en los que una voz sensual de mujer susurra sueños electrónicos.
También han decidido abrir sus puertas para mostrar una cara transparente, dinámica, que recuerde a sus competidoras estadounidenses. Recorremos laboratorios donde ingenieros con bata torturan equipos y terminales para medir su resistencia. En las estancias hay carteles que avisan: “Prestad atención a la información de seguridad para proteger nuestras patentes”. Una visita exprés atravesando pasillos interminables y desiertos de mármol. Nunca oficinas con trabajadores. Está prohibido sacar fotos en la mayoría de salas. Y, al contrario del mundo que uno imagina, pongamos, en Google, se ven mesas de pimpón, pero sin red. Piscinas paradisiacas con horarios estrictos. Mesas de billar cubiertas. Al foráneo no se le permite conversar con empleados de forma espontánea. Y el ingeniero autorizado a charlar, bajo la mirada de sus jefes, responde así sobre sus aspiraciones personales: “Se parecen al eslogan de la compañía: construir un mundo más conectado”. El control es férreo. “Es una empresa militar”, ironiza un financiero que conoce el sector, en referencia a los años de juventud de su fundador en el Ejército Popular.
Si uno quiere hablar sin trabas con un empleado de Huawei, toca irse al Pizza Hut más cercano al campus. En una mesa hay cuatro telecos extranjeros. “Somos la ONU”, bromean. Vienen de Brunei, Sri Lanka, Egipto y Costa de Marfil. Especialistas en redes, han venido a formarse en la sede. Suspiran porque desde que aterrizaron no han podido mirar Facebook y WhatsApp funciona solo a rachas: olvidaron instalar en el móvil, antes de viajar, una VPN (red privada virtual) con la que los usuarios sortean de forma cotidiana la gran muralla china de Internet y acceden al otro lado de la censura. No hay que olvidar dónde estamos. Ni lo cerca que se encontraba esos días el XIX Congreso Nacional del Partido Comunista de China: la prensa regional habla de la necesidad de “erradicar rumores políticos online”. Durante la comida, cuando al fin logran conectar con el otro lado, el egipcio exclama: “¡Soy libre!”. El grito suena extraño en boca de los creadores del sistema. Pero esta es una ciudad de contradicciones, donde conviven las multinacionales de fast food y las banderas comunistas en cada avenida.
Si en Silicon Valley se sueña en los garajes, muchos de los recién llegados a Shenzhen con ínfulas digitales se asientan en apartamentos de Baishizhou, un barrio laberíntico, de estructura medieval y algarabía callejera, con viejos edificios de poca altura desde cuyas ventanas se puede estrechar la mano al vecino del bloque de al lado. Cuenta con unos 150.000 habitantes, 20 veces la densidad de población del resto de la ciudad. Y en sus recovecos se mezclan jugadores de mahjong, vendedores de lichis y pescado vivo, desplumadores de patos, marañas de cables que cuelgan hasta el suelo como yedras y jóvenes hipsters que regresan de hacer deporte a media tarde. La zona ha quedado acordonada por rascacielos. Y ya existe un plan para derribarlo y levantar sobre sus escombros torres de vidrio y acero.
“Los jóvenes vienen con la idea de que pueden crear algo por sí mismos. Es un auténtico cambio en la mentalidad china”, asegura Eli MacKinnon, de Insta360
”Shenzhen es la urbe que más rápido se ha convertido en una megalópolis en la historia, según Juan Du, profesora de arquitectura en la Universidad de Hong Kong. En 1979 ni siquiera contaba con el estatus de ciudad. Hoy posee 49 edificios que superan los 200 metros de altura, incluido el segundo más elevado del país, de casi 600 metros; y hay otros 48 en camino. El fervor inmobiliario la ha convertido en la burbuja más cara de China: el metro cuadrado cuesta 5.500 euros de media. Y los chengzhongcun (“aldeas en medio de la ciudad”) quedan como testigos enanos de la era en que todo comenzó. En ellos, los alquileres aún son aceptables y atraen a gente como Eli MacKinnon, de 28 años, un neoyorquino que trabaja en Insta360, una start-up local que fabrica cámaras de realidad virtual.
MacKinnon habla chino con destreza, se desenvuelve bien con su porte atlético, pero se ha quedado viejo: el fundador de la empresa, JK Liu, tiene 26 años. Y la edad media entre sus 250 empleados es de 24. Impresiona el ambiente de trabajo en la sede: jóvenes, casi adolescentes, teclean concentrados, sentados en hileras en una estancia con enormes cristaleras a través de las cuales se ven edificios a medio hacer. Muchos tienen grandes peluches junto al teclado. Se explican: son almohadas. A la hora de comer apagan las luces, colocan el peluche sobre el escritorio y echan la siesta. Luego siguen trabajando.
La compañía nació en 2014 y la historia de su fundador ya ha aparecido en Forbes: JK Liu se mudó a Shenzhen con compañeros de la Universidad de Nanjing, convencieron a una firma de capital riesgo y acabaron creando cámaras portátiles, asequibles, que se acoplan al móvil y captan el mundo en 360 grados. Tras un rato en su sede, entre gafas de realidad virtual y bolas futuristas con visión de pez, da la sensación de que las imágenes gobernarán el planeta en breve. MacKinnon nos guía hasta una azotea, en la planta 29, para mostrar las virguerías que se pueden hacer con los inventos: registrar escenas tipo Matrix, en las que el retratado queda congelado. Selfies en los que uno parece contenido en una esfera. Desde lo alto se escucha el taladro incesante de las obras. Un sonido envolvente, también en 360 grados. Si uno cierra los ojos, parece que el suelo temblara bajo los pies. La ciudad en estado febril, gruñendo como un crío en un pico de crecimiento. Quizá sea el sonido del capitalismo, el de los imperios en su apogeo. “Quien llega a Shenzhen viene con la idea de que puede crear algo por sí mismo”, dice MacKinnon. “De que no hay barreras que no pueda saltar. Supone un verdadero cambio en la mentalidad china”.
Jason Gui representa esa nueva China. Tiene 26 años y lleva unas gafas que de lejos parecen de diseño. Las ha impreso con una máquina de 3D. Toca con el dedo una patilla y comienzan a emitir la música de su móvil, o eso dice él, porque no se oye nada: solo vibra una protuberancia en las varillas, y esa vibración, en contacto con un hueso de su cráneo, hace que la oiga dentro de su cabeza. Las ha bautizado a la francesa, Vue, pero él nació en Shenzhen. Su familia se mudó desde el interior de China. Les fue bien, pillaron años de boom inmobiliario, y él ha estudiado en Australia, Nueva Zelanda y EE UU. Pasa la mitad del año en San Francisco, donde se encuentra la rama de marketingy diseño de su compañía, y la otra en Shenzhen, donde tiene la pata de I+D en este espacio llamado Hax, una aceleradora de start-ups con capital estadounidense, a cuya sede acuden emprendedores de medio mundo para pulir prototipos en sus talleres repletos de cables. Entre pantallas, asoman el rostro un par de taiwaneses, flaquitos y aniñados, inventores de una máquina para jugar al pimpón en solitario; o el griego George Kalligeros, ingeniero de 24 años, con experiencia en Tesla y Bentley, creador de un artilugio que convierte “en minutos” cualquier bici en una eléctrica. Aquí no vale lo etéreo. Esto va de hardware, de productos físicos que mejoran hasta encontrar el diseño perfecto. Los creadores muestran sus inventos recién salidos del horno, como esta especie de fruto cerúleo, “pequeño y sexy”, dice su autora, la checa Kristina Cahojova, de 28 años, que llegó hace un mes y en 10 días tuvo listo su medidor de la fertilidad femenina. Da mucho que pensar el potencial de un aparato semejante conectado al móvil, a Internet: ¿Qué tipo de compras te sugerirá Google en días fértiles? ¿Qué música? ¿Qué restaurantes? De esto, en el fondo, va el negocio. De millones de aparatos conectados, generando información sobre patrones de vida. Los expertos lo llaman IoT, el Internet de las cosas, en sus siglas en inglés.
“La gente aquí se rompe el culo a trabajar. ¿Crees que Suecia es el mundo real? El mundo ha cambiado y Occidente no lo pilla”, dice el cofundador de BRINC
”DE IOT SABE bastante Bay McLaughlin, estadounidense de 34 años, gorra surfera y mirada mesiánica, que trabajó 10 años en Silicon Valley, 6 de ellos en Apple, hasta que se dio cuenta de que vivía en el día de la marmota: “Dejó de haber innovación. Se repetían los mismos pitches, las mismas ideas, modelos, inversores. Entonces surgió una nueva tendencia: el hardware. Y lo vi claro. Si quería participar en la siguiente revolución, necesitaba venir al sur de China. Porque no va a suceder en Silicon Valley. Todo lo que va a tener impacto vendrá de Asia. Y China va a ser la locomotora”. Pero no se asentó en Shenzhen, sino en la ciudad vecina, ya casi la misma, a 30 kilómetros en línea recta, y separada por una frontera que cruzan 80 millones de personas al año: Hong Kong, “el rostro occidental de China”, la llama, una de las plazas financieras más poderosas, en cuyas calles se mezclan las razas, los dialectos, las inversiones; la región administrativa especial, democrática, futurista, donde se conduce por la izquierda, rige una ley basada en el common law y se cumplen 20 años desde que fue devuelta por Reino Unido. Hoy forma parte del plan maestro de Pekín para el Delta del Río de la Perla, ese clúster de ciudades que desembocan en el Mar del Sur, al que también pertenece Shenzhen. Juntas suman 66 millones de habitantes, y poco a poco se van uniendocon trenes de alta velocidad, puentes kilométricos y acuerdos de libre comercio, conformando la mayor megaciudad del planeta.
McLaughlin es cofundador de una aceleradora de start-ups al estilo de HAX. La suya se llama BRINC y posee la ventaja, dice, de estar a este lado de la censura china, con la propiedad intelectual a buen recaudo, y a un pasito de Shenzhen, el paraíso de componentes electrónicos al que acuden para armar sus prototipos los recién llegados. Lo cuenta Florian Simmendinger, alemán de 28 años, cofundador de Soundbrenner, una compañía que ha desarrollado metrónomos digitales con forma de reloj de pulsera. El artilugio vibra y marca el ritmo en la muñeca, un ingenio interesante para grupos de música: su tam-tam sincroniza a todos los miembros. La idea arrancó en Berlín; desarrollaron prototipos de forma precaria. El primero, que despliega en una mesa, es grande y feo. Parece un tensiómetro. Para perfeccionarlo necesitaban mejores motores de vibración. “En la mayor tienda de electrónica de Berlín encontramos un solo modelo. Empezamos a encargarlos por eBay, pero llegaban a las tres semanas”.
BRINC los seleccionó para su programa, lo que implica una inversión y el traslado a Hong Kong, donde reciben cursos, ayuda y un espacio para desarrollar el negocio. Nada más aterrizar, cruzaron a Shenzhen y se adentraron en el epicentro del ecosistema de componentes electrónicos, el mercado de Huaqiangbei. El lugar recuerda un hormiguero, del que entran y salen vendedores y clientes arrastrando carretillas con sacos de chips, placas, interruptores. Tiene el aspecto a medio camino entre unos grandes almacenes y un mercado al por mayor de verduras, pero con plantas dedicadas a audio, leds, telefonía, informática. En su interior se oye cada poco el raaaasde la cinta de embalar, porque todo parece venderse en cajas, a granel; y uno podría fabricarse una réplica casi exacta del iPhone rebuscando entre los puestecillos. El alemán quedó impresionado: “Una anciana me ofreció en un carrito 300 motores de vibración distintos. Pensé: ‘Hemos venido al sitio correcto”. A la semana visitaron al fabricante de los motores, pidieron uno a medida. “Y en dos meses lo convertimos en esto”. Deja sobre la mesa esa especie de reloj de pulsera que vibra y acompasa con su tam-tam a bandas alrededor del mundo: han vendido unas 40.000 unidades.
El ritmo. De eso también le gusta hablar al surfero McLaughlin, cuyo discurso augura un futuro estilo Blade Runner, donde el tiempo, claro, es dinero y la eficiencia es la vida: “Occidente no lo pilla. La gente aquí se está rompiendo el culo a trabajar. Bienvenidos a la nueva norma. ¿Crees que Suecia es el mundo real? Están jodidos. No es que a los europeos no les guste trabajar. Allí se ha adoctrinado con que el equilibrio es más importante que la productividad. Y está muy bien si el mundo va a ese ritmo. Pero adivina, ha cambiado. Ahora es global. Y Europa ni siquiera sale en la gráfica”. En ese mundo que vislumbra, cuyo magma se encuentra bajo sus pies, marcado por horarios distintos, cruces de idiomas y el encuentro entre Este y Oeste, el hardware, opina, es la clave. El Internet de las cosas. Y los datos que generan esas cosas. En estos momentos hay cerca de 1.000 millones de objetos conectados a la Red. Los cálculos más exagerados hablan de que serán 100.000 millones en 2020. Un “superorganismo”, lo denomina un informe de la OCDE, que conformará un “sistema nervioso digital global”. Con pulsiones de información individual actualizada al segundo. “La mayor revolución desde Internet”, según McLaughlin. En su opinión, “el software nos hace blandos. Porque significa que puedes crear Instagram sentado en un sótano. Pero tampoco es el puto mundo real. El mundo real es físico. Todos hablan de big data e inteligencia artificial. Bien, ¿cómo recogemos los datos de los objetos físicos? Por eso en BRINC empezamos donde empieza el valor. Con el hardware. Necesitamos introducir más wearables, más sensores, más productos de hogar inteligentes. Para extraer los datos, dárselos a los expertos en algoritmos y que puedan explotarlos”.
“Los datos, hoy, son más valiosos que el oro”, sonríe David Chang, director de MindWorks, una firma de capital riesgo con sede en Hong Kong y el foco puesto en start-ups de China. Él también migró de Silicon Valley a esta tierra. Su familia era dueña del banco Kwong on de Hong Kong (lo vendieron a DBS). Su padre fue un inversor destacado en EE UU, discípulo de Arthur Rock, a quien se atribuye haber acuñado el término venture capital y la apuesta por una de las primeras empresas de semiconductores de silicio en California en los cincuenta, aquellas que moldearon el nombre Silicon Valley. Chang, de 34 años, nació en Mountain View. Fue al mismo instituto que Steve Jobs. Regresó a casa porque desde aquí, asegura, en un radio de tres horas de avión, se tiene acceso a 2.200 millones de personas. “Es un 30% de la humanidad. Os dejo un rato para meditarlo”.
Tras la pausa dramática, añade que el 70% de esa población aún no tiene Internet. Y que en la próxima década, 1.300 millones de personas se conectarán a la Red. “Una locura, como si toda China se enchufara de pronto”. Lo llama “la siguiente gran ola”. Y quiere cabalgarla. Maneja un fondo de 70 millones de euros. Ha invertido en distintas start-ups, como LaLa Move, un servicio de car sharing, tipo Uber, pero para mercancías. Pasar una tarde con él es como abrir una cremallera y asomar el hocico a una dimensión futura en la que el eje del mundo gravita hacia Asia. Habla del guanxi, las relaciones de confianza necesarias para adentrarse en las inversiones chinas (y que él se ganó curtiéndose en las ramas locales de Morgan Stanley y Credit Suisse). De la forma en que se ha de lidiar con el Gobierno. De la diferencia entre invertir en software y hardware (prefiere el soft: costes fijos, retorno mayor y en menor tiempo). Y de por qué muchos servicios de Internet no cuestan un duro: “Si te ofrecen algo gratis es que tú eres el producto. Si usas Facebook o WeChat, eres el producto”.
Luego nos invita al China Club, en el penthouse de la vieja sede del Banco de China. Pide un dedo de whisky y, entre sorbitos, arrebujado en un sillón de brocado y rodeado por una decoración tipo Shanghái años cuarenta, se define como un “glocal”, habla del precio estratosférico del mercado inmobiliario y aventura que, en caso de apocalipsis nuclear estilo Kim Jong-un, solo sobrevivirán los bitcoins. Aconseja comprar. Define esta región como “el centro del comercio mundial”. Shenzhen, como una urbe “cruda, el wild wild West”. Y el ático parece quedar a años luz de las fábricas polvorientas de Shenzhen, donde todo comienza y hace girar la rueda. A la salida, un cartel de propaganda comunista, que colecciona el dueño del local y hoy cuesta una fortuna, recuerda ese origen. En el dibujo aparece un chino con sombrero de paja ante una fábrica. Y un lema: “Rompamos con las convenciones extranjeras. Tracemos nuestro propio camino hacia el desarrollo industrial”.
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