La próxima China
Image: REUTERS/Stringer
Los últimos siete años, he dictado en Yale un curso muy popular llamado “La próxima China”. Su énfasis estuvo puesto desde el inicio en los imperativos transicionales de la economía china moderna, en concreto, el paso de un modelo productor con una larga historia de éxito a otro basado cada vez más en el consumo de los hogares. El curso hace mucho hincapié en los riesgos y las oportunidades de este rebalanceo, y en las consecuencias que trae en relación con el desarrollo sostenible de China y la economía mundial en general.
Si bien muchos de los componentes clave del marco transicional de China se dieron según lo previsto (en especial el veloz crecimiento en servicios y la urbanización acelerada), ha habido un cambio importante que no es posible ignorar: China parece estar pasando de una postura de adaptarse a la globalización a impulsarla. En efecto, la próxima China está redoblando la apuesta a su conexión con un mundo cada vez más integrado, lo que también crea toda una nueva serie de riesgos y oportunidades.
Las señales han estado a la vista por muchos años. Este cambio estratégico es en gran medida reflejo de la impronta de liderazgo del presidente Xi Jinping, en particular, su énfasis en el “sueño chino”. Al principio, el “sueño” fue una especie de eslogan nacionalista, presentado como un rejuvenecimiento por el cual China recuperaría su anterior relevancia internacional, a tono con la condición de segunda economía más grande del mundo.
Pero ahora el “sueño chino” se está cristalizando en la forma de un plan de acción concreto, centrado en la Iniciativa de la Franja y la Ruta (conocida por la sigla en inglés OBOR). Esta ambiciosa iniciativa suprarregional de infraestructura, liderada por China, combina la asistencia económica con la proyección de poder geoestratégico, sobre la base de un nuevo conjunto de instituciones financieras sinocéntricas: el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura (BAII), el Nuevo Banco de Desarrollo (de los BRICS) y el Fondo de la Ruta de la Seda.
Para los que estudiamos la transformación económica de China, este cambio no es irrelevante, y aunque todavía está en proceso, me gustaría señalar en él tres implicancias tentativas.
Como economista, tiendo a dar demasiada importancia a los modelos, y al supuesto acompañante de que las autoridades pueden pasar de un modelo al otro como quien se cambia de camisa. Pero las cosas no son tan tajantes, ni en China ni en ningún otro país.
Todo indica que la dirigencia china admitió que una estrategia de crecimiento basado en el consumo era más difícil de implementar de lo que se creía. La proporción del consumo dentro del PIB sólo aumentó 2,5 puntos porcentuales desde 2010: mucho menos del aumento del ingreso personal que podría esperarse a partir del incremento de 7,5 puntos porcentuales en la participación del sector servicios y 7,3 puntos porcentuales en el porcentaje de población urbana bien remunerada que se dio en el mismo período.
Esta desconexión es en gran medida reflejo de una red de seguridad social imperfecta, que sigue fomentando altos niveles de ahorro precautorio, lo que inhibe el crecimiento del consumo discrecional. Sin dejar de mantener su compromiso con la urbanización y el desarrollo del sector servicios, China eligió apelar a una nueva fuente externa de crecimiento para compensar la insuficiencia de la demanda interna.
Permite redirigir un exceso (cada vez más preocupante) de capacidad de la economía china hacia las necesidades de inversión en infraestructura del plan OBOR. Y asigna en esto un papel central a las empresas estatales, lo que impide la realización de reformas muy necesarias en este inflado sector de la industria china.
La otra cara de este nuevo modo de sostener el modelo productor es que se le resta prioridad al crecimiento impulsado por el consumo. En los dos últimos informes de trabajo anuales del premier Li Keqiang (el documento oficial de política económica), el énfasis en la transformación estructural basada en el consumo se redujo: figuró en tercer lugar en 2016 y en 2017, mientras crecía la prioridad de las iniciativas “del lado de la oferta”).
La consolidación del poder interno de Xi es sólo una parte de la historia. Otros hechos particularmente importantes son: el traslado de la toma de decisiones económicas desde la Comisión Nacional de Desarrollo y Reformas del Consejo de Estado (NDRC) hacia “pequeños grupos de liderazgo” con bases en el Partido; la campaña anticorrupción; un aumento de la censura en Internet; y nuevas regulaciones referidas a las organizaciones no gubernamentales (ONG).
Esta centralización del poder conlleva una ironía innegable. No hay que olvidar que Xi asumió el liderazgo con la promesa de eliminar grupos de poder profundamente arraigados, y que el plan de reformas surgido del Tercer Plenario en noviembre de 2013 hacía hincapié en la promoción de los mercados a un papel más decisivo.
Pero hay algo todavía más irónico en la nueva iniciativa global china: va a contramano de la reacción populista antiglobalizadora que se está formando en muchos países desarrollados. Siendo una economía centrada en la producción, China es hace mucho la mayor beneficiaria de la globalización, tanto por el crecimiento basado en exportaciones como por la reducción de la pobreza mediante la absorción de mano de obra excedente. Pero los crecientes desequilibrios internos, la desaceleración del comercio internacional tras la crisis financiera y un aumento del proteccionismo (que apunta especialmente a China) se han alzado como obstáculos contra esa estrategia, de modo que el nuevo intento chino de sacar más provecho de la globalización no está exento de serios problemas propios.
El surgimiento de una China más global también tiene importantes consecuencias para su política exterior. En esto se destacan las disputas territoriales en el Mar de China Meridional, pero la presencia china en África y América latina también está cada vez más bajo la lupa. Tal vez sea esta nueva estrategia lo que plantea la cuestión más importante: la de si China llena el vacío de hegemonía creado por la política aislacionista de “Estados Unidos primero” del presidente Donald Trump.
En síntesis, comienza a mostrarse una próxima China más orientada al exterior, más asertiva y más centrada en el poder que la que imaginé cuando comencé a dictar el curso en 2010. Al mismo tiempo, parece haber disminuido el compromiso de China con una agenda de reformas promercado que incluya el consumo privado y la reestructuración de las empresas estatales. Que esto suponga un abandono de la meta original del rebalanceo chino todavía está por verse. Yo espero que no. Pero por eso es tan interesante dictar una materia aplicada: el tema del curso cambia todo el tiempo.
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