Por qué es improbable que triunfe el proteccionismo
Image: REUTERS/Stringer
La mayoría de los análisis de la globalización en años recientes han hecho hincapié en sus problemas, por ejemplo, la disminución del comercio internacional y el abandono de los tratados “megarregionales”. De hecho, el presidente estadounidense Donald Trump acaba de poner punto final al Acuerdo Transpacífico (ATP), que debía reunir a una docena de países de la cuenca del Pacífico, entre ellos Estados Unidos y Japón; y las negociaciones para la Asociación Transatlántica de Comercio e Inversión (TTIP en sus siglas en inglés) entre Estados Unidos y la Unión Europea están paralizadas.
Pero los titulares de prensa pueden ser engañosos. Aunque la firma de nuevos tratados comerciales todavía genere controversia, es sumamente improbable que triunfe el proteccionismo. Esto vale incluso para Estados Unidos, donde Trump fue electo con la promesa de adoptar una actitud más firme hacia grandes socios comerciales como México y China. Pero hasta ahora, su gobierno no tomó ninguna medida que sugiera la inminencia de una nueva era de proteccionismo. Y en Europa, hay consenso respecto de los beneficios de la apertura económica, y se está negociando un tratado de libre comercio con Japón.
La mayoría de los países desarrollados conservan bastante apertura económica, y es probable que esto siga así. Para que se diera una nueva oleada de apoyo a las políticas proteccionistas se necesitaría que una coalición de grupos de intereses poderosos organice una campaña dirigida a cambiar el statu quo. Hoy que la media de los aranceles está en niveles insignificantes (por debajo del 3% tanto en Estados Unidos cuanto en la UE); ¿quién podría ser promotor de un aumento de las barreras comerciales?
En el pasado, la presión proteccionista surgía de coaliciones de trabajadores y capitalistas de una misma industria, cuyos intereses estaban alineados, porque un aumento de aranceles permitía a los trabajadores demandar salarios más altos, mientras que los capitalistas podían obtener mejores ganancias en ausencia de competencia extranjera. Un ejemplo de esto es el tristemente célebre arancel Smoot-Hawley de 1930 (que en opinión de muchos, fue uno de los desencadenantes de la Gran Depresión).
Pero en la actualidad, los intereses de trabajadores y capitalistas ya no están alineados. El sector fabril está dominado en su mayor parte por empresas multinacionales que manejan plantas de producción en muchos países. Esto es particularmente evidente en China, donde empresas estadounidenses y europeas han hecho grandes inversiones, y resultarían perjudicadas por cualquier política desfavorable a la economía china.
Empresas de propiedad extranjera generan más o menos la mitad de las exportaciones chinas; y las empresas estadounidenses son las que más invierten en el país. Si Trump cumpliera su promesa de campaña de imponer un arancel del 45% a las importaciones chinas (algo que casi seguro iría contra las normas de la Organización Mundial del Comercio), afectaría seriamente las ganancias de las multinacionales estadounidenses. Tal vez sea por eso que casi toda la retórica proteccionista del gobierno de Trump sale de boca del presidente y de algunos de sus asesores académicos, pero no de los ejecutivos empresariales experimentados que ocupan posiciones clave en el gabinete.
Otra importante diferencia hoy es que muchas empresas son parte de cadenas de valor globales, donde países como México o China arman bienes con componentes importados que, en el caso de los más elaborados, suelen venir de Estados Unidos. Si aquellos países impusieran restricciones recíprocas a las importaciones estadounidenses, esto perjudicaría a las empresas que exportan esos componentes, lo mismo que a las que cobran regalías por patentes usadas en el extranjero.
Los partidarios de una actitud “firme” ante China o México aseguran que su objetivo es convencer a las empresas estadounidenses de fabricar sus productos totalmente en Estados Unidos. Pero el armado de piezas es una actividad de mano de obra poco cualificada con salarios bajos, generalmente en el extremo inferior de la cadena de valor. Así que un arancel a las importaciones chinas sólo lograría trasladar las operaciones de montaje a otros países de bajos salarios (no de vuelta a Estados Unidos).
Lo mismo puede decirse en relación con México. Retirar a Estados Unidos del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA) no ayudará a crear empleos bien pagos en Estados Unidos. Es significativo que los sindicatos estadounidenses que hace veinte años se opusieron al NAFTA no hayan hecho causa común con las amenazas de Trump a México.
Es verdad que la presidencia otorga a Trump poder considerable para definir la política de comercio exterior estadounidense, así que no podemos descartar que aplique medidas proteccionistas para complacer a sus partidarios. Pero en definitiva, no hay en Estados Unidos apoyo amplio a un nuevo cierre de fronteras.
Europa, en tanto, viene moviéndose en la dirección opuesta. Las multinacionales europeas también tienen muchos intereses puestos en la economía china, y las exportaciones fabriles de la UE a China y otros mercados emergentes ya casi son el doble que las estadounidenses. Muchos europeos ven el libre comercio como una oportunidad, más que una amenaza al empleo; e incluso los más acérrimos antiglobalistas europeos no muestran mucho interés en aumentar el proteccionismo.
Pero entonces, ¿por qué se ve una oposición tan manifiesta a los grandes tratados de libre comercio? En Estados Unidos, los salarios de los trabajadores fabriles llevan mucho tiempo estancados y el nivel de empleo en el sector se redujo rápidamente. Como estas tendencias coincidieron con grandes déficits comerciales, las dos cuestiones quedaron entrelazadas en el debate político, pese a que la mayoría de las investigaciones muestran que la caída del empleo fabril como proporción del total dependió mucho más de la automatización.
Aunque al sector fabril europeo le va mejor que al estadounidense, todavía hay protestas contra el TTIP y, en menor medida, contra el reciente tratado de libre comercio entre la UE y Canadá (porque algunos cuestionan la firma de acuerdos “nuevos” que presuntamente subordinan las normas y regulaciones locales a las de los socios comerciales). Los grandes acuerdos comerciales suelen introducir nuevos requisitos sanitarios y de seguridad que adquieren mucha más relevancia política que reducir unos aranceles ya de por sí bajos. En particular, los países del norte de Europa valoran mucho sus normas locales y rechazan la idea de comer pollo desinfectado con cloro o frutas y vegetales genéticamente modificados, incluso aunque no haya evidencia científica de que estos métodos de producción supongan un riesgo para la salud.
Pero la impopularidad de los acuerdos comerciales megarregionales en las economías avanzadas no implica un apoyo amplio a un nuevo proteccionismo. La “teoría de la bicicleta” sobre la liberalización del comercio internacional (según la cual está obligada a seguir avanzando para no caerse) es errónea. Las autoridades europeas no deben prestar atención a la retórica proteccionista del gobierno de Trump y concentrarse en cambio en defender el actual sistema de comercio global y el orden internacional liberal.
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Andrea Willige
11 de noviembre de 2024