Sistemas Financieros y Monetarios

Las políticas monetarias rígidas y sus efectos en la economía

Pedestrians walk past the Reserve Bank of Australia building in central Sydney, Australia, February 10, 2017. REUTERS/Steven Saphore - RTX30E20

Image: REUTERS/Steven Saphore - RTX30E20

Michael Heise
Chief Economist, Economic Research and Corporate Development, Allianz

¿Durante cuánto tiempo confiarán ciegamente los principales bancos centrales en reglas rígidas para controlar la inflación y estimular el crecimiento? Teniendo en cuenta los claros beneficios de una política monetaria ágil, los banqueros centrales deberían abrir sus ojos a las posibilidades que brinda la flexibilidad.

La regla de oro para los formuladores de políticas monetarias ha sido que si la inflación está por debajo de los rangos objetivos oficiales, las tasas de interés a corto plazo deberían establecerse a un nivel que estimule el gasto y la inversión. Este enfoque ha significado que una vez que las tasas de interés alcancen o se acercan a cero, los bancos centrales no tienen otra opción que activar grandes programas de compra de activos que supuestamente estimulan la demanda. Cuando las circunstancias lo exigen, los formulares de políticas siguen de manera automática los guiones predeterminados de los modelos económicos neo-keynesianos.

Esos guiones nos han llevado por mal camino, porque suponen que la política monetaria tiene un impacto mensurable y previsible sobre la demanda y la inflación. Hay muchas razones para cuestionar este supuesto.

Para empezar, los hogares no han respondido a las tasas de interés muy bajas ahorrando menos y gastando más. Si los ahorros ya no generan ganancias, las personas no pueden permitirse el lujo de pagar por artículos de alto precio o hacer pagos para su futura jubilación. De igual manera, las empresas se enfrentan hoy a tal cantidad de incertidumbre y a tantos riesgos que los costos cada vez más bajos del capital no las han tentado a invertir más.

Es fácil ver por qué, a pesar de los datos, las fórmulas predeterminadas son atractivas para los responsables de formular las políticas monetarias. La sabiduría prevaleciente sostiene que para hacer que la tasa de inflación vuelva a un nivel recomendado, debe eliminarse cualquier holgura de la economía. Esto requiere impulsar las tasas de interés a los niveles más bajos posibles, y cuando estas políticas han seguido su curso (por ejemplo, cuando las tasas bajan hacia niveles de tasas negativas), se deben desplegar instrumentos no convencionales, como el “alivio cuantitativo”, para revivir el crecimiento y la inflación. El paradigma ha llegado a ser tan universalmente aceptado – y las simulaciones de modelos que sustentan las decisiones de los bancos centrales se han tornado en tan complejas – que pocos están dispuestos a cuestionarlo. Se consideraría un sacrilegio que economistas y bancos centrales individualmente cuestionen dicho paradigma.

Los bancos centrales no niegan plenamente los costos económicos que implican estas políticas: la exuberancia en los mercados financieros, las brechas de financiación en los sistemas de pensiones financiados y una mayor desigualdad en la riqueza, por nombrar sólo algunos. Sin embargo, estos costos se consideran un precio aceptable a pagar a cambio de alcanzar un nivel de inflación claramente definido.

Sin embargo, las políticas que se aplicaron en los últimos años no han dejado un espacio para los intangibles – por ejemplo, entornos políticos inestables, sacudidas geopolíticas o riesgos crecientes en los mercados financieros – que pueden desviar a los modelos, sacándolos de su curso previsto. Como bien ilustró la crisis financiera del año 2008, la distribución normal del riesgo fue inútil para las predicciones.

Keynes nunca se cansó de argumentar que la política monetaria se torna ineficaz si hay suficiente incertidumbre como para desestabilizar las expectativas de los consumidores e inversionistas. Desafortunadamente, muchos bancos centrales han olvidado esto. El Banco de Japón, el Banco de Inglaterra y el Banco Central Europeo, todos ellos, se concentran en la aplicación de reglas de política bastante rígidas. Si las políticas expansionistas no logran el efecto deseado de elevar la inflación al nivel predefinido de alrededor del 2%, no cuestionan sus modelos; simplemente aumentan la dosis de la política – que es justo lo que los mercados esperan.

Por ahora, la Reserva Federal de Estados Unidos tiene la caja de herramientas más flexible entre todos los principales bancos centrales. Además de la presión inflacionaria, la política monetaria de la Fed también debe tener en cuenta las estadísticas de empleo, los datos de crecimiento y la estabilidad de los mercados financieros. Sin embargo, incluso la flexibilidad de la Fed está bajo asedio. Los legisladores republicanos discuten cómo vincular a la Fed con reglas de política que siguen guiones más detallados para manejar la inflación (usando una fórmula conocida como la regla de Taylor, la cual predetermina cambios en la tasa de fondos federales en relación con la inflación y una brecha de producto). Huelga decir que tal medida sería un error.

Los bancos centrales (sin mencionar a los legisladores), quienes tienen un fuerte apego a la teoría neo-keynesiana, están ignorando una lección importante de décadas de experimentación con política monetaria: el impacto de la política monetaria no puede predecirse con un alto grado de certidumbre o precisión. Pero la creencia de que sí se la puede predecir con certeza es esencial para la credibilidad de los objetivos de inflación que ahora son estándar. Si los bancos centrales continúan sin poder alcanzar estos objetivos marcados con bastante rigidez (por ejemplo: “por debajo, pero cerca del 2%”), terminan atrapados en una trampa de expectativas, por lo que los mercados esperan que ellos dispensen dosis cada vez mayores de medicina monetaria en un frenético intento por alcanzar los mencionados objetivos.

Claramente, tales políticas monetarias crean costos y riesgos cada vez más elevados para la economía. Y, los propios bancos centrales están acercándose peligrosamente a lucir como agentes fiscales, lo que podría socavar su legitimidad.

Un nuevo y más realista paradigma monetario descartaría reglas demasiado rígidas que encarnan la falacia de que la política monetaria es siempre eficaz. Esto daría a los bancos centrales más espacio para incorporar los riesgos y costos de las políticas monetarias. Con dicho paradigma, los bancos centrales podrían alejarse de las tasas de interés negativas y de las compras de activos a gran escala. Definirían sus objetivos de inflación de manera más flexible, para así poder evitar verse forzados a siempre tener que actuar en los momentos en los que las “incertidumbres”, como la disminución de los precios del petróleo o los ajustes salariales requeridos, causen que la inflación se desplace por encima o por debajo del 2%.

Quizás lo más importante sería que un nuevo paradigma reconocería que los bancos centrales tienen límites en su poder y su capacidad de visión de futuro. Eso eliminaría una coartada tras de la cual los gobiernos, a menudo, se ocultan para evitar la introducción de reformas estructurales que son realmente importantes para el crecimiento a largo plazo.

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