Arte y Cultura

Tu libertad de expresión se la debes al ‘Ulises’ de James Joyce

A statue of Ireland's James Joyce, author of Ulysses at Zurich's Fluntern cemetery June 16, 2004 where he is buried. [Joyce started his epic novel, set entirely on June 16, 1904 -the day of his first date with the woman who later became his wife - in Zurich where he died in 1941 at the age of 58. Some 40 countries, from South Korea to Norway,  are marking the centenary of Bloomsday the day immortalised in Ulysses.] - RTXMO7V

Image: REUTERS

Eduardo Bravo

La libertad de imprenta del mundo occidental no se debe a los Padres Fundadores ni a los próceres de la patria. Tampoco a los padres de la Constitución. Que se puedan publicar textos con palabras habituales en las puertas de los urinarios públicos es mérito de James Joyce.

El escritor irlandés y su obra más importante, Ulises, fueron perseguidos durante años en virtud de una legislación que dejaba al arbitrio de asociaciones de fanáticos religiosos decidir qué era o no una obra obscena.

En El libro más peligroso. James Joyce y la batalla por Ulises, el escritor norteamericano Kevin Birmingham detalla el proceso de creación de la obra de Joyce. El libro, recientemente editado por EsPop, describe además los humillantes juicios a los que fueron sometidos Joyce y sus editores.

Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, James Joyce y su familia malvivían en la ciudad italiana de Trieste. Aunque Retrato de un artista adolescente había sido bien acogido y valorado por la crítica, Joyce no era capaz de vivir de la literatura. Tampoco ayudaba el hecho de que su siguiente obra, Dublineses, hubiera sido rechazada por varias editoriales. Las imprentas se negaban a componer los textos porque contenían palabras como «maldito».

Mientras intentaba publicar Dublineses, Joyce comenzó a escribir Ulises. Por mediación del poeta Ezra Pound, la historia de Leopold Bloom y lo que le ocurre a lo largo del 16 de junio de 1904 comenzó a publicarse por entregas en una revista independiente norteamericana: The Little Review.

La publicación se distribuía a través del Servicio Postal de Estados Unidos, regido desde 1873 por la Ley Comstock. Su nombre se debía a Anthony Comstock, máximo representante de la Sociedad Neoyorquina para la Supresión del Vicio. Dicha organización disfrutaba, según la ley Comstock, de la potestad de abrir cualquier envío postal con el fin de detectar cualquier «libro, panfleto, imagen, periódico y grabado obsceno, lúbrico o lascivo, o de cualquier otra publicación de carácter indecente».

Lo que era o no indecente quedaba a la discreción de Comstock y su sucesor en el cargo, John Summer. Si estos fanáticos religiosos lo deseaban, la edición podía ser secuestrada o destruida y sus autores y editores llevados a juicio. Las penas podían ascender a 10 años de cárcel y 10.000 dólares de multa.

Las autoridades vigilaban estrechamente a The Little Review desde hacía tiempo. Los vínculos que sus editoras mantenían con grupos anarquistas e incluso con la propia Emma Goldman ya les habían provocado algunos problemas con la policía. La publicación por entregas de Ulises no mejoró la situación. Aunque Ezra Pound tachaba y cambiada determinados pasajes a espaldas de Joyce, el texto era demasiado revolucionario para la época.

Las cartas de lectores ofendidos no paraban de llegar a la redacción. Entre ellas, Kevin Birmingham cita en su libro la de una mujer de Chicago que afirmaba: «No tengo palabras para describir ni siquiera vagamente lo asqueada que me siento; no por el cenagal de su efusión, sino el de aquellas mentes tan putrefactas como para atreverse a permitir que semejante deyección, semejante carroña de la mente humana mancille el mundo repitiéndola; y además imprimiéndolas, un medio a través del cual podría llegar hasta las mentes más jóvenes».

No andaba muy desencaminada la lectora chicaguense. En el verano de 1920, Ogden Browen encontró entre las pertenencias de su hija adolescente un ejemplar de The Little Review. En él, Nausicaa, el capítulo en el que Leopold Bloom atisba las bragas de Gerty MacDowell y se masturba. Demasiado para un padre de los años 20.

Browen le preguntó a su hija dónde había conseguido la revista. La muchacha afirmó que le había llegado por correo como envío no deseado. Fuera verdad o no, la explicación sirvió para que se iniciase un proceso contra Margaret Anderson y Jane Heap, editoras de The Little Review.

La libertad de imprenta del mundo occidental no se debe a los Padres Fundadores ni a los próceres de la patria. Tampoco a los padres de la Constitución. Que se puedan publicar textos con palabras habituales en las puertas de los urinarios públicos es mérito de James Joyce.

El escritor irlandés y su obra más importante, Ulises, fueron perseguidos durante años en virtud de una legislación que dejaba al arbitrio de asociaciones de fanáticos religiosos decidir qué era o no una obra obscena.

En El libro más peligroso. James Joyce y la batalla por Ulises, el escritor norteamericano Kevin Birmingham detalla el proceso de creación de la obra de Joyce. El libro, recientemente editado por EsPop, describe además los humillantes juicios a los que fueron sometidos Joyce y sus editores.

Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, James Joyce y su familia malvivían en la ciudad italiana de Trieste. Aunque Retrato de un artista adolescente había sido bien acogido y valorado por la crítica, Joyce no era capaz de vivir de la literatura. Tampoco ayudaba el hecho de que su siguiente obra, Dublineses, hubiera sido rechazada por varias editoriales. Las imprentas se negaban a componer los textos porque contenían palabras como «maldito».

Mientras intentaba publicar Dublineses, Joyce comenzó a escribir Ulises. Por mediación del poeta Ezra Pound, la historia de Leopold Bloom y lo que le ocurre a lo largo del 16 de junio de 1904 comenzó a publicarse por entregas en una revista independiente norteamericana: The Little Review.

La publicación se distribuía a través del Servicio Postal de Estados Unidos, regido desde 1873 por la Ley Comstock. Su nombre se debía a Anthony Comstock, máximo representante de la Sociedad Neoyorquina para la Supresión del Vicio. Dicha organización disfrutaba, según la ley Comstock, de la potestad de abrir cualquier envío postal con el fin de detectar cualquier «libro, panfleto, imagen, periódico y grabado obsceno, lúbrico o lascivo, o de cualquier otra publicación de carácter indecente».

Lo que era o no indecente quedaba a la discreción de Comstock y su sucesor en el cargo, John Summer. Si estos fanáticos religiosos lo deseaban, la edición podía ser secuestrada o destruida y sus autores y editores llevados a juicio. Las penas podían ascender a 10 años de cárcel y 10.000 dólares de multa.

Las autoridades vigilaban estrechamente a The Little Review desde hacía tiempo. Los vínculos que sus editoras mantenían con grupos anarquistas e incluso con la propia Emma Goldman ya les habían provocado algunos problemas con la policía. La publicación por entregas de Ulises no mejoró la situación. Aunque Ezra Pound tachaba y cambiada determinados pasajes a espaldas de Joyce, el texto era demasiado revolucionario para la época.

Las cartas de lectores ofendidos no paraban de llegar a la redacción. Entre ellas, Kevin Birmingham cita en su libro la de una mujer de Chicago que afirmaba: «No tengo palabras para describir ni siquiera vagamente lo asqueada que me siento; no por el cenagal de su efusión, sino el de aquellas mentes tan putrefactas como para atreverse a permitir que semejante deyección, semejante carroña de la mente humana mancille el mundo repitiéndola; y además imprimiéndolas, un medio a través del cual podría llegar hasta las mentes más jóvenes».

No andaba muy desencaminada la lectora chicaguense. En el verano de 1920, Ogden Browen encontró entre las pertenencias de su hija adolescente un ejemplar de The Little Review. En él, Nausicaa, el capítulo en el que Leopold Bloom atisba las bragas de Gerty MacDowell y se masturba. Demasiado para un padre de los años 20.

Browen le preguntó a su hija dónde había conseguido la revista. La muchacha afirmó que le había llegado por correo como envío no deseado. Fuera verdad o no, la explicación sirvió para que se iniciase un proceso contra Margaret Anderson y Jane Heap, editoras de The Little Review.

Además de la posible multa y pena de prisión para ellas, una sentencia condenatoria contra The Little Review declararía Nausicaa material obsceno e impediría que se pudiera publicar la novela completa en Estados Unidos. Para evitarlo, era necesario que un editor publicase Ulises antes de que el tribunal dictase sentencia. No era sencillo. Ningún editor quería correr el riesgo de acabar ante los tribunales. Además, Joyce no tenía terminada la novela. A su lentitud a la hora de escribirla se sumaban las sucesivas renuncias de diferentes mecanógrafas que se negaban a transcribir sus notas por considerarlas soeces.

Finalmente, Nausicaa fue declarado obsceno y Margaret Anderson y Jane Heap condenadas a una pena de prisión de 10 días o 100 dólares de multa. A la salida del tribunal alguien gritó: «ese capítulo era un poco desagradable». «¿Es un crimen ser desagradable?», respondió Heap. La pregunta era retórica. Los hechos confirmaban que sí lo era.

Cuando parecía que no habría ningún editor con valor suficiente como para publicar Ulises en Estados Unidos o en Inglaterra, entró en escena Sylvia Beach. Esta norteamericana se había instalado en París, donde había abierto la librería Shakespeare & Company. Admiradora de la obra de Joyce, decidió publicar la novela dando libertad absoluta al autor. Además, Sylvia Beach contaba con una ventaja sobre los editores norteamericanos y británicos: como los cajistas de la imprenta eran franceses, no se ofendían por el contenido del libro.

Después de varios retrasos por los continuos cambios que Joyce realizaba sobre las galeradas, Ulises vio la luz en París. Aquellos que habían reservado su ejemplar con antelación recibieron el libro por correo de manera disimulada. Sin embargo, el interés por la obra de Joyce era tal que se organizaron fletes para introducir el libro de contrabando en Estados Unidos.

Ulises se distribuía como si fuera droga, pero los ejemplares que entraban en Estados Unidos eran tan pocos que no satisfacían la demanda. Como en el caso de los estupefacientes, comenzaron a aparecer ediciones piratas que tenían adulteraciones y no siempre respetaban la integridad de la obra de Joyce. Poco a poco, este tipo de actividades llamaron a atención del Servicio Postal de Estados Unidos, que comenzó a interceptar los envíos y destruir los ejemplares. Por su parte, las autoridades inglesas declararon el libro como obsceno y prohibieron su circulación en 1922. Según los jueces, era la única manera de evitar que «otros escritores morbosos con afán de notoriedad intenten escribir con el mismo talante». A partir de ese momento, Ulises estuvo prohibido en casi todos los países angloparlantes.

A finales de los años 20, Bernett Cerf y Donald Klopfer se hicieron con la propiedad de Modern Library, una pequeña editorial especializada en reediciones. Una vez afianzada la empresa, sus dueños decidieron que sería interesante crear una división editorial en la que se publicasen los trabajos de autores más modernos. Como la selección de manuscritos se realizaría de manera aleatoria, decidieron llamar a la compañía Random House.

Para promocionar el nuevo sello, los responsables de Random House pensaron que sería buena idea implicarse en la lucha por legalizar Ulises en Estados Unidos. Además de repercusión, si el juicio se ganaba, los ingresos para la editorial serían muy sustanciosos.

Para lograrlo recurrieron a Morris Ernst, un abogado experto en derechos civiles que ya había ganado algunos casos por obscenidad y lascivia. Sin embargo, el caso de Ulises era diferente. Lo rupturista de su propuesta era tal que, si no se obtenía una sentencia favorable con argumentos sólidos, se corría el riesgo de que pudiera ser prohibido nuevamente dependiendo de la arbitrariedad de los jueces.

Era necesario un argumento legal definitivo que neutralizase la ley desde sus cimientos. Ernst lo encontró en una de las pocas excepciones que permitían la publicación de material obsceno: los clásicos. Según la ley norteamericana, un libro considerado clásico no podía ser obsceno porque era parte del acervo cultural común. Definitivamente, había que convencer al tribunal de que Ulises era «un clásico moderno».

Tras un laborioso proceso judicial, en el que no faltó una trampa a las autoridades aduaneras para que requisasen un ejemplar de Ulises, única forma de iniciar un nuevo juicio por obscenidad, el libro fue reconocido como literatura de calidad y autorizado en Estados Unidos.

Nada más conocerse el veredicto, Random House mandó imprimir el libro que ya estaba listo desde hacía meses. En la edición incluyó la sentencia absolutoria como modo de disuadir a aquellos que quisieran emprender nuevos procesos de censura contra la obra. Cinco semanas después, el libro se puso a la venta con una tirada de 10.000 ejemplares. Los encargos recibidos por las librerías superaban los 12.000.

«Así se rinde la mitad del mundo angloparlante», afirmó Joyce cuando conoció la sentencia favorable. «La otra mitad la seguirá pronto», concluyó. En realidad no fue algo tan inmediato. Tuvieron que pasar todavía dos años antes de que Ulises fuera legal en Gran Bretaña. Sin embargo, a diferencia de lo que sucedió en Estados Unidos, ningún tribunal reconoció su valor literario. Nunca se le liberó oficialmente de la etiqueta de obsceno. Sencillamente las autoridades dejaron de perseguirlo.

El caso de Ulises resultó clave para el desarrollo de la literatura anglosajona posterior. No sólo por los horizontes creativos que abrió a los autores y lectores, sino por su precedente jurídico. Sin la obra de Joyce, libros como Lolita de Nabokov, Trópico de Cáncer de Henry Miller o El almuerzo desnudo de William Burroughs, que también fueron sometidos a juicios por obscenidad, lo hubieran tenido mucho más difícil para ser publicados. Sin ir más lejos, El amante de Lady Chatterley estuvo prohibido en Reino Unido hasta 1960. Curiosamente, D. H. Lawrence había dicho del último capítulo de Ulises que era «la cosa más sucia, más indecente y obscena jamás escrita».

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