Los desafíos de la regulación financiera en el siglo XXI
Image: REUTERS/Lucas Jackson
La globalización alteró las funciones de los bancos y el paradigma regulador potenciando los riesgos que atrae un mayor flujo de capitales al estar asociados a crisis financieras cada vez más recurrentes. La integración y apertura financiera global, ha manifestado la necesidad de una mayor regulación para lograr sistemas financieros sólidos. En este proceso las entidades bancarias enfrentan un enorme desafío, quizás como no lo han tenido en ningún otro periodo en la historia, que contempla exigencias tanto tecnológicas como la creación intensa de nuevas normas que otorguen mayor estabilidad y transparencia a un sistema financiero cada día más complejo y volátil.
Lo paradójico es que los estándares internacionalmente aceptados se han formulado de acuerdo a las necesidades de evaluación de riesgo y control de entidades financieras al mismo tiempo que un nuevo paradigma surgía a finales del Siglo XX que proponía la total desregulación, conocido como el “neoliberalismo”.
Si bien el Acuerdo de Basilea I, que se comenzó a implementar a principios de la década del ’90, establecía el capital regulatorio, el cual debe ser suficiente para hacer frente a los riesgos de crédito, mercado y tipo de cambio, y el capital mínimo de la entidad bancaria como el 8% de los activos de riesgo, en el Acuerdo de Basilea II, aprobado en 2004, se permitía a las entidades bancarias aplicar calificaciones basadas en modelos internos aprobadas por el supervisor o calificadoras externas.
De esta manera, los proyectos de inversión bancarios más rentables sustituían la idea tradicional de intermediación financiera, es decir utilizar los ahorros de los depositantes de manera segura y eficiente, con una correcta asignación crediticia y evaluación de los prestatarios. Seducidos por el boom en el mercado de capitales y jugosas comisiones, no repararon en colocar hipotecas subprime y todo tipo de paquetes de derivados financieros, gestando una gran crisis global.
Las reformas de Basilea III, aprobadas en diciembre de 2010, intentaron adaptarse a la magnitud de la crisis económica aumentando la calidad del volumen de capital para absorber pérdidas, modificando los criterios de cálculo de riesgo para disminuir la exposición, estableciendo mayor capitalización como política anti-cíclicas e introduciendo también un nuevo ratio de apalancamiento. Sin embargo quedan asignaturas pendientes referidas a reformas indispensables que, producto del paradigma inmerso, se han evitado hasta ahora. Una mayor supervisión transfronteriza que establezca políticas macroprudenciales a los bancos centrales de los países para mitigar incentivos perversos, relacionados con la búsqueda de ganancias desmesurada, desestimando los riesgos que implican. Y cumplimentarlo con un la formación continua y exhaustiva de la Dirección y Alta Gerencia basada en un código de ética universal que promueva las buenas prácticas y los valores de honestidad y transparencia como contracultura, ya que un marco regulador eficiente no se mide por la densidad y complejidad de sus cláusulas, sino por su adhesión y cumplimiento.
Para evitar grandes desestabilizaciones y reducir, en un mundo globalizado, la transmisión a otras economías produciendo riesgos sistémicos, la forma de lograr estabilidad no es otra que readecuar el rol del sistema financiero, la eventual responsabilidad de los agentes y la supervisión de los mismos. Solo de esta manera podremos pensar en instituciones financieras sanas, indispensables para el crecimiento y desarrollo económico de cualquier nación.
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