Sociedad Civil

Las mujeres fuera de la ley que cuidan nuestros hogares

A maid cleans windows in an apartment block in central Madrid, May 10, 2011.  Spain's unemployment rate hit a new high in April, the highest in Europe at 21,3% and double the average of the Eurozone.  REUTERS/Paul Hanna   (SPAIN - Tags: EMPLOYMENT BUSINESS SOCIETY) - RTR2M80E

Image: REUTERS/Paul Hanna

Mar Abad

Resulta paradójico que apenas se valore el trabajo de las mujeres que cuidan lo que más queremos: nuestros hijos, nuestros ancianos, nuestro hogar. Ni siquiera se hace la concesión de considerarlo un oficio. Por eso siguen sin tener prestación por desempleo y muchas veces ni siquiera cobran el salario mínimo.

Hasta hace muy poco ningún organismo se interesó por las condiciones laborales de las empleadas domésticas. Ahora la ley empieza a tenerlas en cuenta. Ahora ellas se han organizado, hartas de que las consideren trabajadoras de segunda. ¿Y por qué es así? Porque, en su mayoría, son mujeres, de zonas rurales o países pobres, sin título universitario y a menudo de piel amarilla o negra.

María Roa ni siquiera tenía pasaporte cuando la invitaron a impartir una conferencia en Harvard. Nunca había salido de Colombia. Los viajes que había hecho hasta entonces eran huyendo de la guerrilla.

En abril de 2015 fue distinto. Una de las universidades más prestigiosas del mundo la esperaba como presidenta de la Unión de Trabajadoras Afro del Servicio Doméstico (UTRASD). Hablaba ante el mismo auditorio que escucharía después a uno de grandes pensadores del siglo XX, Noam Chomsky. «Les agradezco haberse salido del molde, porque no es común invitar a una persona como yo, que, aunque represento a 750.000 empleadas domésticas que hay en Colombia, no tengo título», dijo Roa ante el auditorio en Boston.

Era la primera vez que una empleada del hogar participaba en un congreso organizado por la Universidad de Harvard y el instituto tecnológico más valorado del mundo, el MIT. Roa, después de apañárselas para volar sola, para no perderse hasta llegar a la Puerta 60 en el transbordo de Miami y echar una cabezada en la terminal bien agarrada a su maleta, tuvo la valentía de explicarles a ese centenar de licenciados que aunque las trabajadoras domésticas agradecen la ropa de segunda mano que les regalan, esas atenciones no pueden sustituir ni su salario ni sus derechos.

Roa explicó que «el Gobierno de Colombia admitió por primera vez que los derechos de las empleadas del hogar se violan sistemáticamente. Aunque al ratificar el Convenio 189, han empezado a cambiar muchas cosas». Pero es sólo un primer paso, alertó, porque todavía son vistas como trabajadoras de segunda categoría. O peor aún: «Somos las sobrevivientes de la esclavitud doméstica».

Tres meses después, Marcelina Bautista, la fundadora y directora del Centro de Apoyo y Capacitación para Empleadas del Hogar (CACEH), participó en uno de los foros de pensamiento más reconocidos del mundo: TEDx. En uno de sus eventos dedicados a mujeres, en México, habló de ese trabajo que hacen dos millones de mujeres en su país y que «sólo se ve cuando no se hace».

«Yo estoy aquí porque quiero reivindicar mis derechos», anunció, «y porque en este trabajo el vínculo afectivo se confunde con la caridad. ¿Qué quiero decir con esto? Que nos dan la ropa que no les gusta a las señoras, la comida que sobra o, simplemente, un trabajo. Entonces casi dicen que somos de su familia. No queremos las sobras. Queremos un trabajo con una relación que genere obligaciones y derechos».

Un año más tarde la dominicana Rafaela Pimentel, miembro del colectivo Territorio Doméstico, subió al escenario de TEDxMadrid. Los organizadores de este foro, Javier Olivares y Antonella Broglia, la invitaron para hablar de la incoherencia que se produce con las trabajadoras del hogar. «Les confiamos lo más sagrado de nuestra vida: nuestra casa, nuestros hijos, nuestros mayores, nuestros enfermos. Y, sin embargo, a menudo, no ponemos su situación en regla, no les pagamos justamente, no las miramos a los ojos, no sabemos nada de su vida», reflexiona Broglia. «Ignoramos si tienen una familia que a lo mejor descuidan para cuidar a la nuestra. Y aun así no las tratamos como a personas».

La dominicana afincada en Madrid reivindicó esta labor ante centenares de personas: «Este trabajo no es indigno. Lo que es indigno es el trato que nos dan. El cuidado doméstico debe considerarse un empleo y tener los mismos derechos que los demás. Nosotras también podemos innovar y ser creativas para mejorar vuestras vidas».

Estas mujeres de las que muchos sólo se acuerdan para que laven su ropa y llenen sus platos de comida han salido del silencio. Juntos, hombres y mujeres, son 67 millones en el planeta. Por separado, ellas son mayoría. Representan el 80%, según la Organización Mundial del Trabajo (OIT).

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María Roa llegó a Medellín en 1996. Tenía 18 años. Ahí consiguió su primer empleo como interna porque no encontró otra cosa. Eso significa vivir y trabajar en la misma casa. O, a menudo, vivir para trabajar en una casa. «Tenía que limpiar, cocinar, cuidar a los niños, sacar al perro… Lo que más me atrofiaba era estar arrodillada muchas horas. Terminaba con las rodillas destrozadas de estar sobre piedritas», cuenta en un café de Medellín, una mañana en la que una congestión despiadada estruja el volumen de su voz.

En aquella casa, como en la mayoría, no podía utilizar los mismos platos y cubiertos que sus empleadores. No podía comer en el mismo lugar que ellos. No había carne para ella. Sólo arroz. «Es muy triste tener que comer al lado del perro», recuerda. «Me sentía discriminada por ser mujer y ser negra. Decía: ¿Por qué? Yo no elegí ser negra. Yo no elegí trabajar en el servicio doméstico. ¿Por qué mi color sirve para que tenga que cuidar a tus hijos, ser su educadora, ser tu peluquera? Soy la que cuido a los papás ancianos. Tengo que hacer todo. Una tiene que volverse una máquina. Demostrábamos que estábamos hechas de hierro, como ellas querían».

Aquellas jornadas de trabajo, por las que le pagaban menos de 60 euros al mes, comenzaban nada más levantarse. Roa amanecía antes que el sol, a las cuatro de la mañana, y se retiraba cuando, ya de noche, el último de la familia se iba a dormir. Entonces tenía permiso para caer rendida en la cama. Así era siempre. Excepto los sábados. Ese día, a partir de las cinco o las seis de la tarde, tenía unas horas de descanso hasta «el domingo en la tarde o en la nochesita».

Los sábados por la tarde esta mujer afro, que rodea su cabello con pañuelos de colores bravos, iba a la Plaza San Antonio, en el centro histórico de Medellín. Ahí se reunía con otras trabajadoras domésticas. «Íbamos a rumbear. A encontrarnos con nuestros amores, con nuestros maridos… Ellos trabajaban en la construcción», rememora. «Nos contábamos el dolor, pero luego lo pasábamos muy bien juntos. Cantábamos, bailábamos. Éramos felices».

Aquello duró nueve años. Roa dejó de ser interna una mañana de 2005 en la que su empleadora le alzó la mano. «Mi hija ya era grandesita. Le estaban saliendo los senitos. Mis hijos vivían con una vecina. Pedí a la señora si podía dormir una noche más en mi casa con ellos. Dormía los sábados y quería dormir también los domingos. Me dijo que no. Fui valiente y no acudí a dormir el domingo. Llegué a las 5.00 de la mañana del lunes para demostrarle que podía estar ahí pronto. Me intentó pegar y me fui», relata. «A partir de entonces empecé a trabajar por días, pero estaba al lado de mis hijos. Si educaba a los demás, ¿por qué no educaba a los míos? Descuidaba a los míos y cuidaba a los ajenos».

De esa rabia y esa frustración surgió la mujer combatiente que es hoy. Roa se convirtió en la líder de la Comuna 8, el barrio donde vive. Tenía madera para movilizar a otras personas. Lo único que le faltaba era algo de apoyo, y eso ocurrió en 2011, cuando encontró a cinco personas que le acompañan hasta ahora.

Primero conoció a Ramón Emilio Perea, el director de Carabantu, una ONG que defiende los derechos de los afrocolombianos. Ella le contó una idea que rondaba su cabeza desde una de las noches más cortas de su vida, cuando trabajaba como interna. A las 2.00 de la madrugada terminó de fregar los platos de los invitados. A las 4.00 de la mañana se levantó de nuevo a limpiar y preparar el desayuno.

Roa decidió entonces que las empleadas del hogar tenían que organizarse. Perea la animó. Le dijo que podían crear un sindicato. Tenían razones de sobra. Un estudio que acababan de realizar Carabantú y la Escuela Nacional Sindical (ONG que lidera la reivindicación de los derechos de las trabajadoras domésticas) mostraba que estas mujeres tenían menos derechos laborales. El 85,7% carecía de contrato firmado. El 91% trabajaba entre 10 y 18 horas diarias. Al 90,5% no le pagaban horas extra. Sólo el 47,6% tenía vacaciones. La mayoría no alcanzaba el salario mínimo y muchas habían llegado a esta ocupación huyendo de las armas.

Así le ocurrió a Roa. Aquella niña caribeña vivió en una finca bananera de Apartadó hasta que un proyectil entró en su hogar como una maldición. Ella tenía 11 años. La guerrilla intentó reclutar a su hermano pero él se negó. Quería ser policía. Un día lo persiguieron para matarlo. Él se dio cuenta. Corrió. Se escondió en su casa. Pero la bala entró y acabó incrustada en el cuerpo de su hermana mayor. Era un 12 de diciembre, doce días antes de la cita prevista para su boda. «Mataron a mi hermanita. Nos destrozaron la vida», recuerda. «Hicimos el velorio en la casa y ya no quisimos vivir allá. Era buena. Empezamos a correr, a correr, a correr y llegamos a Medellín».

Después conoció a Andrea Londoño, Sandra Muñoz, Teresa Aristizábal y Viviana Osoro en la Escuela Nacional Sindical. La primera, experta en comunicación política, pensaba que las redes sociales podían sacudir la conciencia de muchas personas que desconocían los abusos que se cometían contra las empleadas domésticas. «Mi experiencia como empleadora había sido estupenda. Sentía mucha gratitud», explica una mañana temprano, en un bar de Medellín que huele a ‘tintico’, ese café sedoso que despierta a los colombianos. «Estaba analizando cómo habían influido las redes sociales en la Primavera Árabe y pensé: ‘Si a ellos les sirvió, ¿por qué no nos va a funcionar a nosotros para reclamar los derechos de las trabajadoras domésticas?’». Y de esa pregunta nació Hablemos de Empleadas Domésticas, el proyecto que dirige en la Fundación Bien Humano.

Hace décadas la OIT dio la voz de alarma. En 1948 pidió por primera vez la mejora de las condiciones laborales de los trabajadores domésticos. En 1965 lo repitió. En 1970 publicó el primer estudio sobre sus condiciones laborales en el mundo. Pero nada de esto sirvió de mucho.

Las llamadas cayeron en el vacío hasta 2011. Ese año apareció un documento más rotundo: el ‘Convenio sobre las trabajadoras y los trabajadores domésticos 189’ de la OIT. Por primera vez se exigió que estos profesionales tengan los mismos derechos que los demás. Unas horas máximas de trabajo y un salario mínimo. Y, para empezar: acabar con las tareas forzosas, la discriminación y el trabajo infantil.

«En la elaboración de esta norma participaron los gobiernos de los países de la OIT, los empleadores y los trabajadores, a través de los sindicatos. Por eso tiene una legitimidad reforzada», especifica la consejera de la oficina de este organismo internacional para España, Judith Carreras.

Para que este convenio entrara en vigor era necesario que lo ratificaran, al menos, dos países. Los primeros fueron Uruguay («uno de los estados con la legislación más avanzada en este campo», según Carreras) y Filipinas («porque muchísimas mujeres se dedican al servicio doméstico»).

Después se han ido uniendo Alemania, Argentina, Bélgica, Bolivia, Chile, Colombia, Costa Rica, República Dominicana, Ecuador, Finlandia, Guyana, Irlanda, Italia, Mauricio, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Portugal, Sudáfrica y Suiza. Hoy son 22 países más Jamaica, que ya ha anunciado que lo hará en 2017.

A veces un documento puede hacer que una sociedad avance más que el transcurso de varios siglos. El Convenio 189 supuso una catapulta para las empleadas domésticas en Colombia. Desde que se ratificó hasta hoy «hemos visto avances legislativos, mediáticos y culturales», cuenta Andrea Londoño. «En 2012 se aprobó la ley 1595 de la República sobre trabajadoras domésticas. Tenemos ley de prima, que equipara casi totalmente sus derechos al del resto de trabajadores. Y la Corte Constitucional y la Corte Suprema de Justicia han emitido tres fallos importantísimos que muestran que existía discriminación».

El Ministerio de Trabajo ahora hace campañas para que estas personas conozcan sus derechos, según Londoño. Las Cajas de Compensación Familiar, esas entidades que apoyan a los trabajadores de menor salario, han emprendido campañas para que los empleadores afilien a sus trabajadoras a la seguridad social y pongan sus papeles en regla. Y los medios de comunicación, por primera vez, se interesan de sus asuntos. «Llevan el tema a sus editoriales, a las primeras páginas y a su agenda permanente».

También desde entonces algo ha cambiado en la conciencia de las empleadas domésticas. Ya no hablan de si se les quemó un huevo frito, como dijo Roa en Harvard. Hablan de sus derechos. «Y esto es sobresaliente en las nuevas generaciones», continúa la directora de Hablemos de Empleadas Domésticas. Porque «cuando les contratan, quieren hacerlo con todas las de la ley».

Ahora el siguiente paso es que «más empleadores den de alta a sus trabajadoras en el Sistema de Seguridad Social Integrado», señala Londoño. «En números redondos, han pasado de 6.000 a 14.000. Si miramos la cifra absoluta, diríamos que el aumento ha sido superior al 100%. Sin embargo, si tenemos en cuenta que hay 750.000 trabajadoras domésticas en Colombia, el aumento es mínimo».

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El vientecillo que desprendieron las hojas del Convenio 189 cuando alguien las dejó caer en algún despacho de la OIT llegó hasta la Plaza San Antonio de Medellín. Estas cosas ocurren por el efecto mariposa, una ley que asegura que «el batir de sus alas puede provocar un huracán en otra parte del mundo».

María Roa llevaba tiempo intentando convencer a sus compañeras para organizarse. Ninguna noche más podía durar las dos cortísimas horas que durmió aquella velada en la que la visita parecía no querer irse ni a jarrazos de agua caliente. «Yo les hablaba de la importancia de pertenecer a un sindicato pero muchas me decían que no. ‘Eso es para ir a manifestaciones, tirar piedras y que nos maten’, me contestaban».

La líder de la Comuna 8 insistía: «Trabajamos más de 16 horas al día. El resto de trabajadores tienen derechos que nosotras no tenemos». Y, al final, según cuenta: «el Convenio 189 nos impulsó». El 1 de marzo de 2013, veintiocho mujeres negras crearon la Unión de Trabajadoras Afro del Servicio Doméstico. Hoy ya son 128.

Roa preside el sindicato, aunque ahora trabaja en una panadería. A sus 38 años, madre de tres hijos y abuela de un primer nieto, sueña con abrir un restaurante de mariscos y pescados. «Quería tener una panadería pero no pude por las guerrillas chiquitas. No nos dejan progresar como negros», lamenta, con la voz quebrada por la fiebre, en un esfuerzo más de esos tantos que ha hecho en su vida. «Yo también quiero ser profesional. Quiero ser estudiante de derecho. No quiero que las fotos y los aplausos se queden para ustedes. Quiero que miren la otra parte de nuestra vida. La de querer salir y progresar».

—¿Por qué las trabajadoras domésticas siempre han sido tratadas como empleadas de segunda?

—El problema fundamental es que este trabajo siempre lo han hecho las mujeres —explica la consejera de la OIT para España—. Es un trabajo invisible que han hecho ellas a lo largo de la historia y no se ha entendido lo que aporta a la sociedad. El cuidado es lo que genera bienestar. Es muy necesario y, sin embargo, está muy mal considerado.

Esa atención que nadie agradece es la que ha permitido a muchos dedicarse en cuerpo y alma a una profesión. Incluso a alcanzar la gloria. Quizá Mario Vargas Llosa, el escritor que presume de no saber freír un huevo, no hubiese ganado un Nobel si hubiera tenido que plancharse sus camisas.

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El trabajo del hogar es un trabajo. Igual que la enseñanza, la fontanería o la venta de embutidos en una charcutería. La Organización Internacional del Trabajo lo define como «el trabajo realizado para o dentro de un hogar o varios hogares» y consiste en limpiar una casa; cocinar; lavar y planchar la ropa; cuidar de los niños, ancianos o enfermos de una familia; arreglar el jardín e «incluso cuidar animales domésticos».

Describe al ‘trabajador doméstico’ como «toda persona que realice el trabajo doméstico dentro de una relación de trabajo», pero a Marcelina Bautista no le gusta ese nombre. «El término doméstico nos evoca a animales que se adiestran para que vivan en hogares. Por eso es muy importante que nos nombren como trabajadoras del hogar».

Pero el problema, más allá de las palabras, es que muchos no tienen claro su papel. Los empleadores no se sienten personas que contratan a un empleado, según un documento de la OIT, y «las trabajadoras domésticas nunca se habían visto a sí mismas desempeñando una profesión», según Judith Carreras.

Hace muy poco que las mujeres han empezado a reivindicar que los cuidados y las tareas del hogar son un trabajo igual que los demás. Muchas, incluso, descubrieron que ese era su trabajo después de haber fregado muchos suelos. Marcela Bautista, a los 10 años, no podía intuir que se iba a convertir en una ‘sirvienta’ cuando su padre la entregó a una familia. El trato era que ella ayudaría en las labores domésticas a la vez que estudiaba. La realidad fue que Bautista sólo vio libros en esa casa para sacudirles el polvo.

A los 16 años, la vicepresidenta de UTRASD, Claribeth Palacios, tampoco podía imaginar que lo único que haría en el hogar de ‘los ricos’ que la acogieron sería trabajar como una mula. Desde pequeña había sacado muy buenas notas y su sueño era estudiar una carrera. Pero se había convertido en una trabajadora. Lo descubrió el momento en que le anunciaron que podía abandonar la casa donde todos los días limpiaba arrodillada hasta la acera de la calle. «Ese día fue muy triste para mí. La señora me dijo: ‘Mañana se va’ y me dio 120.000 pesos (unos 37 euros) por los cuatro meses trabajados».

Palacios vivía en la nueva familia de su mamá, su novio y los hijos de ambos. Un día de 1994 la madre advirtió que al año siguiente ninguno de los niños iría al colegio. Los libros eran caros. «Pero yo sabía que lo decía sólo por mí», cuenta esta colombiana afro, de 37 años, en un café de Medellín.

Es habitual que muchas familias de Bogotá y Medellín viajen de vacaciones al Chocó, la región del Pacífico colombiano donde nació Palacios. Algunas vuelven a la ciudad con una jovencita a la que prometen alojamiento y apoyo en los estudios a cambio de echar una mano en la casa. Pero esa mano, a menudo, se convierte en un tirón del brazo para meter su vida en el cubo de la fregona. «Les dije a mis amigas que si conocían a alguna mujer rica que quería llevarse a una chica, yo me iba. Me presentaron a una doctora que me dijo: ‘Tú ayuda en lo que puedas y estudias. Yo te voy a sacar adelante’».

El 3 de enero de 1995 la mujer de Medellín fue a casa de la adolescente y le preguntó a su madre si se la podía llevar. No hubo oposición. Dos días después Palacios partió en un viaje «horrible» en autobús que duró más de 24 horas. La empleadora apenas se despeinó en el trayecto. Ella volvió en avión. «Ahí ya se marcó la diferencia», lamenta.

Al llegar a Medellín, Claribeth Palacios descubrió que no iba a vivir con la doctora. Se quedaría en casa de su madre. Esta mujer, tiesa como un palo, le mostró su dormitorio. «Era la habitación que estaba al lado de la cocina, como siempre. Al día siguiente ya me levanté a las 5.00 de la mañana para trabajar», rememora la vicepresidenta. «Siempre me humillaba. Y si ellos comían cuatro porciones, para mí sólo había dos».

A los pocos días sus dedos estaban pelados de lavar toda la ropa a mano. Cuando molía el maíz para hacer las arepas, la mujer de la casa le preguntaba: «¿Para qué coge trapo? Los negros no se queman». Esa idea a menudo las salva de algún tortazo. «A las mestizas les pegan más. A las negras no nos pegan porque históricamente somos más resistentes», comenta una mañana de octubre en la que el huracán Matthew, a su paso hacia Florida, ha humedecido Medellín. «No nos catalogan como personas. Nos tratan como a un metal.

A Claribeth Palacios, en aquella casa, la llamaban ‘negrita’. Todas las mañana tenía que cocinar el desayuno de la perrita de la casa: «salchichas buenas y huevos revueltos». Para ella, en cambio, sólo había una arepa, un trocito de queso y un par de onzas de chocolate. «Yo vivía con hambre todos los días. No me daban plata. Ni siquiera una monedita».

Palacios volvió al Chocó, pero, por más que lo intentó, no fue fácil volver a estudiar. Acabó de nuevo en Medellín, en otra casa. Era difícil sacudirse eso que dicen de «negra: escoba y trapera». «Me tocó internarme con una amiga de la señora que me maltrató. No me pagaba mucho pero no me trataba mal. Comía sola en la cocina pero a la vez que ellos. No tenía que esperar a recoger los platos para poder comer yo».

En 2014 conoció el sindicato: «Es la puerta más grande que he encontrado en los últimos años», revela, pletórica. «Es necesario que los empleadores se conciencien. Hay más que dinero. Es un asunto de derechos humanos. Que no nos tengan lástima. Las trabajadoras domésticas aportamos más del 20% del PIB de la economía del cuidado, según el DANE (Departamento Administrativo Nacional de Estadística de Colombia)».

En los años 90 la economía iba bien en España. Había más dinero y cada vez más mujeres trabajaban fuera del hogar. La mayoría de las madres ya no tenían tanto tiempo para lavar, planchar y cuidar a los niños. Alguien tendría que hacerlo en su lugar. Pero no serían sus maridos, por supuesto.

Mientras tanto, al otro lado del Atlántico, no era fácil conseguir un sueldo. Especialmente, para las mujeres. Entonces se impuso la ley de la redistribución. A muchas latinoamericanas les tocó lavar, planchar y cuidar a los niños de las españolas que pasaban casi todo el día en la oficina.

En España hay 614.200 empleados del hogar y representan el 3,44% del total de trabajadores, según la Encuesta de Población Activa del tercer trimestre de 2015. Algo menos de la mitad son migrantes. Y de los migrantes, la mayoría son mujeres de América Latina (el 34,6%). Vienen, sobre todo, de Bolivia y Paraguay. «Hay países sostenidos por las remesas que enviamos las mujeres. Mi hermana y yo mandamos dinero a mi madre porque no tiene pensión», resalta Rafaela Pimentel, del colectivo Territorio Doméstico.

Pero al llegar a España encuentran un trabajo que no siempre está formalizado en un contrato y en el que, según el informe ‘Impacto de las reformas legislativas en el sector del empleo del hogar en España’ de la OIT, hay abusos y explotación. Además, en la lotería de la discriminación, vienen con muchas papeletas por dos motivos: son mujeres y migrantes.

El estudio revela que el empleo del hogar está desprestigiado porque no requiere ningún título y porque se da por sentado que cualquiera puede hacerlo. «La profesionalización favorecería un aumento de su prestigio», apuntan desde la OIT.

—Deberían tratarnos como a una persona de otro trabajo cualquiera —reclama Pimentel, una tarde lluviosa de otoño, en el salón de su casa, en Madrid—. Las azafatas y los azafatos también son empleados del hogar. ¿Qué hacen? Sirven café, sirven té. Pero fíjate qué distinto es el trato.

El sueldo, para ellas, poco tiene que ver con su talento. No les perdonan que no hayan pasado unos exámenes oficiales y esa es una de las razones de que les paguen mal. Siempre ha sido una labor que le ha tocado a las personas con menor formación y menos recursos. Viene de lejos: «Antiguamente las mujeres de las clases adineradas cedían la parte más dura de las labores domésticas», recoge el informe de la OIT. Y nada ha cambiado.

—Por ser un trabajo feminizado, no se le ha dado valor —considera la dominicana—. El patriarcado dice que las mujeres son las que cuidan mejor. Cuando una mujer dice que no quiere cuidar a su madre porque quiere estudiar, ella le pregunta: ‘¿Para qué te he parido yo?’. Nos dan ese papel. Si no quieres cuidar, que no nos señalen con el dedo. Es el estado el que tiene que apoyar a las personas. Es uno de nuestros derechos: el cuidado. Y si alguien quiere tener su casa reluciente, que pague el dinero que vale. Que no sea tu hija la que tenga que meterse en ese embolado.

Pimentel cree que al estado le sale muy rentable esa ‘economía de las mujeres’. «La pide pero no la paga. Al capitalismo le va muy bien para producir más. Por eso no hay conciliación, no puedes dar a luz sin miedo a perder el trabajo… Por eso han acabado con la ley de dependencia y han reducido las becas escolares. Porque recae sobre nosotras. En los hombros de las mujeres cae la educación de los hijos y el cuidado de los padres. Lo establecen así porque saben que no vamos a dejar de hacerlo. No vamos a dejar de pagar el tratamiento de nuestros padres».

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Rafaela Pimentel trabajaba en una ONG en Santo Domingo. Hacían teatro popular para enseñar a los vecinos a reclamar mejoras sociales mediante la poesía o los títeres. Así pedían que el suministro de agua llegara a un barrio o que arreglaran un colegio que se venía abajo. Ella estaba en el área de mujeres de esta organización financiada por Oxfam.

En 1992 la dominicana viajó a España. Aquí estaban su marido y su hijo. Allí ya no tenía trabajo. Venía con más de lo que tenía, 800 euros. Era la suma que había podido reunir para que la dejaran entrar en el país. Nada más llegar a Madrid fue a pasear con su hijo. «Estaba tan emocionada que salí con el bolso sin darme cuenta de que llevaba ahí todo el dinero», recuerda.

En Callao, una de las zonas más atestadas de Madrid, le robaron el bolso y, con él, su futuro en República Dominicana: «Me quedé sin dinero para volver y tuve que empezar a trabajar aquí».

Una agencia la contrató como empleada del hogar de una familia cordobesa. Le hicieron un contrato y así consiguió la documentación para residir en España. Esos años sudó la gota gorda. «No tenía ni fiestas ni vacaciones. Trabajaba todos los días en varias casas para devolver el dinero que me prestaron en Santo Domingo para poder venir».

A los cuatro años encontró un empleo en una casa de Pozuelo de Alarcón. Ahí sigue. Estas dos décadas han dado para que Pimentel cuente durante casi una hora, con una taza bien colmada de café, decenas de historias sobre unos empleadores que siempre pagaron con justicia, respetaron su horario y la ayudaron cuando la adversidad se le echó al cuello.

En 2006 Rafaela Pimentel asistió a una conferencia de la ONU en Madrid para la promoción de la mujer. Allí conoció a otras empleadas del hogar. Les gustó eso de hacer piña y decidieron fundar Territorio Doméstico, una asociación que se presenta con el lema ‘Sin nosotras no se mueve el mundo’.

Desde entonces el colectivo organiza «redes de apoyo para las mujeres». Entre ellas se ayudan porque muchas llegan solas, algunas son maltratadas e incluso violadas en las fronteras, según Pimentel. «Hemos hecho grupos para acompañar a las mujeres enfermas al médico o para aliviar sus sentimientos de soledad y culpa».

—¿De qué son culpables?

—La sensación de la culpa es muy común —explica Pimentel, radiante, con su pelo alisado y una línea plateada sobre su mirada—. Si ha dejado al hijo para salir a trabajar a otro país, la culpan. Dicen que es una mala madre. A los padres, en cambio, les aplauden. Si una mujer encuentra otra pareja, es una puta. La manera de medir es muy desigual.

Esta dominicana de 56 años estudia psicología Gestalt. Este año se está especializando en cuidados. No lo hace para buscar otro empleo. Lo que quiere es prepararse para apoyar mejor a las personas de Territorio Doméstico. Fue una psicóloga feminista del centro social donde se reúnen, Eskalera Karakola, quien convenció a varias mujeres para que hicieran este curso de tres años. «El grupo nos ha dado la posibilidad de conseguir una beca para estudiar y queremos devolvérselo. Vamos a crear un rinconsito para apoyar mejor a las mujeres».

En Territorio Doméstico, una asociación sin jefas donde hay mujeres de más de diez nacionalidades, también asesoran en temas jurídicos. Muchas nunca van al médico. No les deja su empleador. Muchas trabajan más y ganan menos de lo acordado. Pero no se atreven ni a quejarse. Tienen tanto miedo de perder su empleo que tragan, tragan y tragan hasta que encuentran el hombro de una amiga para llorar. «Tenemos una abogada que nos ha acompañado desde los inicios. No quiere cobrar pero ahora nos hemos empeñado en pagarle 150 euros al mes», relata Pimentel.

Desde 2008 han ganado ocho casos. «Nos ha empoderado mucho», comenta. Pero no es habitual llegar a los tribunales. La mayoría de las mujeres suelen retirar las denuncias por miedo. «Las amenazan. Muchas veces, cuando saben que la empleada está sola y es migrante, abusan. Por eso Territorio Doméstico las acompaña en el proceso y en los juicios. Incluso nos hacemos pasar por sus abogadas o sus familiares».

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La ley, mientras tanto, avanza a otra velocidad. A diferencia de Alemania, Bélgica, Finlandia, Irlanda, Italia y Portugal, España no ha ratificado el Convenio 189. Eso le sale barato. El estado no está obligado a pagar el paro a las empleadas del hogar. «En las cuestiones pendientes por resolver destaca la exclusión de la prestación por desempleo», señala el informe ‘Impacto de las reformas legislativas en el sector del empleo del hogar en España’.

En ese asunto la normativa actual que regula las condiciones laborales de estos trabajadores, la ley 27/2011, mantiene intacto lo que decía la ley anterior, aprobada en 1985. Hoy es «el único colectivo que no tiene reconocido el paro», según Judith Carreras.

La consejera de la OIT en España expone que la nueva ley amplía las horas de descanso. Antes eran un mínimo de diez al día y ahora son 12. Antes tenían que esperar 29 días de enfermedad para pedir la baja y ahora son cuatro. «Han pasado del Régimen Especial del Empleo del Hogar al régimen convencional de la Seguridad Social», indica.

Ahí justamente es donde se ha producido el avance más importante. En 2010, de 735.400 trabajadoras del hogar, 291.670 (el 39,7%) cotizaban a la Seguridad Social. En 2015, de 614.000, lo hacían ya 424.423 (el 69,1%), según la OIT.

A partir de 2012, muchas mujeres por fin tuvieron papeles en regla. El 85% de los contratos firmados ese año estaban a nombre de una mujer. Fue así porque, según el estudio, ellas acumulan la mayor parte de los contratos de la ‘economía informal’ y porque muchos hombres tuvieron «la posibilidad de volver a sectores que se consideran más idóneos para ellos».

La ley, en cambio, no ha podido con las inercias sociales. Ni tampoco parece importarle mucho. La investigación asegura que en ese aspecto todo sigue igual. Las mujeres continúan representando el 90% del sector.

El estudio destaca que la normativa ha mejorado la protección social de estas personas pero que en el día a día poco se ha notado: «Los arreglos laborales siguen perteneciendo, de manera mayoritaria, a una esfera de vínculos personales en vez de considerarse una relación laboral».

Para Pimentel, esta ley supone un «triunfo». Es «el fruto de una lucha», remacha, «pero aún falta mucho». Hoy el empleador que no paga la seguridad social de una trabajadora se enfrenta a una multa de 12.000 euros. Aun así muchos no pagan. Otros descuentan esa cantidad del sueldo y «la empleada tiene que aceptarlo porque si no tiene trabajo, no puede renovar sus papeles para estar en el país de forma legal y se arriesga a quedarse sin cobertura social en caso de sufrir un accidente».

En este trabajo hay algo sorprendente, destaca Pimentel. «Pagar la seguridad social se toma como una opción del empleador. Y eso es muy injusto. El estado no puede tener a unas personas sin unos derechos».

Las leyes van despacio. Y a veces no sirven para nada. Por eso Pimentel cree más en la educación. «Estamos insistiendo para que en los colegios se hable del cuidado del hogar. Los niños tienen que saber que alguien ha hecho la comida que encuentran en la mesa. Y que lo valoren porque esa persona ha hecho un esfuerzo. Hay que presentarlo como un trabajo no feminizado. Tienen que entender que si ellos no hacen estas cosas les va a caer a su madre o a su abuela».

Esta mujer combatiente, que habla de estos asuntos en un grupo de WhatsApp llamado ‘Las chicas del tren’ porque siempre se encuentran ahí cuando van a trabajar, piensa que el empleo del hogar debería estudiarse en las escuelas. «Tiene que haber una app para móviles que hable de esto. Tiene que estar en los libros de texto», enfatiza. «Son los niños los que pueden cambiar las cosas».

Aquel día en TEDxMadrid, cuando Pimentel terminó de hablar, el auditorio se alzó en pie y le aplaudieron con furor.

Marcelina Bautista también levantó a la audiencia de TEDxCuauhtémocMujeres al concluir con estas palabras: «Muchas y muchos de ustedes son empleadoras, empleadores de la muchacha, de la doméstica, de la servidumbre, y no de trabajadoras del hogar sujetas de derecho. Hoy, al estar aquí, pido que nos nombren como trabajadoras del hogar, y también los invito a reflexionar sobre la importancia de este trabajo para nuestra sociedad, para todas y todos nosotros».

María Roa, después de los aplausos de su discurso en Harvard, soltó:

—Yo quería terminar y decirles algo.

La rectora había empezado a hablar a la vez para dar paso a otro tema, pero la colombiana la detuvo con la mano, delicadamente, pidiendo unos segundos más en un inglés que nunca estudió:

Excuse me!

Todos guardaron silencio para atender. Roa, esta vez, no cogió los papeles que antes había leído. Estas palabras iban a ser improvisadas. «Era algo que no podía quedarme», cuenta un año y medio después, en la cafetería de Medellín.

—Hoy estoy aquí defendiendo los derechos laborales de la mujer del servicio doméstico. Me apena decir que no soy universitaria pero el conocimiento lo tengo y les sirve a ustedes como universitarios —expuso ante el auditorio de Harvard—. No lloro por generar tristeza, sino de alegría. De estar aquí en estos momentos y compartir, de entregarles a ustedes todo eso que nosotras padecemos el día a día, hora a hora, minuto a minuto y segundo a segundo. Donde lo entregamos todo, en las casas de ustedes. Lo dejamos todo, con orgullo y con honor, mientras nos sea bien pago. Quiero dejarles como reflexión: si ustedes en sus hogares tienen a una empleada del servicio doméstico, valórenla. Somos seres humanos y aquí estamos para apoyarles».

El público se alzó en pie. Aplaudió. Lloro. Y un hombre le dijo: «Te amo, María. Me devolviste la humanidad».

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