¿Hemos dejado atrás nuestro futuro económico?
Image: REUTERS/Stefan Wermuth
En momentos que la economía global todavía se debe recuperar de la crisis económica de 2008, aumenta la inquietud acerca del futuro, especialmente en las economías avanzadas. Mi colega de la Northwestern University, Robert J. Gordon, refleja la sensación de muchos economistas al argumentar en su último libro El ascenso y caída del crecimiento americano que no es posible equiparar las enormes innovaciones de mejora de la productividad surgidas en el último siglo y medio. De ser así, las economías avanzadas deberían prepararse para un crecimiento lento y un estancamiento en los próximos años. Pero, ¿es realmente tan sombrío el futuro?
Es probable que no. De hecho, por siglos el pesimismo ha predominado en las perspectivas de los economistas. En 1830, el historiador británico liberal Thomas Macaulay observó que “en cada época, todos saben que ha habido progreso hasta sus propios tiempos, pero nadie parece reconocer mejora alguna en la generación siguiente”. ¿Por qué, preguntaba, la gente “no espera sino peores tiempos en el futuro”?
Pronto la perspectiva de Macaulay se vería vindicada por el inicio de la era del ferrocarril. Y tras ello vendrían avances transformadores en los ámbitos del acero, las sustancias químicas, la electricidad y la ingeniería.
Cuando se trata de nuestro futuro tecnológico, yo esperaría algo similar. De hecho, iría tan lejos como para decir: “Todavía no hemos visto nada”.
Mi optimismo se basa no en cierta fe generalizada en el futuro, sino en la manera como la ciencia (o el “conocimiento proposicional”) y la tecnología (el “conocimiento prescriptivo”) se sustentan recíprocamente. Tal como los avances científicos pueden facilitar la innovación tecnológica, los avances tecnológicos hacen posible los descubrimientos científicos, que su vez impulsan más cambios tecnológicos. En otras palabras, existe un ciclo de retroalimentación positiva entre el progreso científico y el tecnológico.
La historia de la tecnología está llena de ejemplos de este ciclo positivo. La revolución científica del siglo diecisiete fue posible en parte gracias a herramientas nuevas y tecnológicamente avanzadas, como los telescopios, los barómetros y las bombas de vacío. No se puede hablar de la teoría de los gérmenes de la década de 1870 sin mencionar los avances previos en microscopía. Las técnicas de la cristalografía de rayos x utilizada por Rosalind Franklin fue esencial para descubrir la estructura del ADN, así como los descubrimientos que llevaron a más de 20 ganadores de premios Nobel.
Los instrumentos a disposición de la ciencia hoy en día son versiones modernas de herramientas antiguas que hace incluso un cuarto de siglo habrían sido inimaginables. Los telescopios se han lanzado al espacio y conectado a ordenadores de alta potencia con óptica adaptativa para revelar un universo bastante diferente al que los seres humanos alguna vez imaginaron. En 2014, los constructores del microscopio Betzig-Hell recibieron un Premio Nobel por superar un obstáculo que antes se consideraba insoluble: llevar la microscopía óptica a la nanodimensión.
Y si con eso no basta para acallar el pesimismo tecnológico, pensemos en los revolucionarios instrumentos y herramientas aparecidos en los últimos años y que hace unas décadas no habríamos ni soñado en usar. Comencemos por el ordenador. Los economistas han hecho osados esfuerzos por evaluar el impacto de la informática sobre la producción de bienes y servicios y medir su aporte a la productividad. Pero ninguno de estos indicadores puede dar cuenta adecuadamente de los innumerables beneficios y oportunidades que los ordenadores han creado para la investigación científica.
No hay ningún laboratorio en el mundo que no dependa de ellos. El término in silico ha pasado a ocupar un sitio junto a in vivo e in vitro en el trabajo experimental. Y ex nihilo han surgido campos enteramente nuevos, como la “física computacional” y la “biología computacional”. En línea con la Ley de Moore, los avances en la computación científica seguirán acelerándose en los años venideros, no en menor medida gracias a la llegada de la computación cuántica.
El láser es otra herramienta nueva. Cuando aparecieron los primeros láseres, eran casi un invento en búsqueda de una aplicación. Hoy son casi tan ubicuos como los ordenadores, utilizándose para tareas aparentemente tan mundanas como el escaneo de documentos o la oftalmología.
La gama de áreas de investigación que hoy se basan en los láseres no es menos amplia, como todo el espectro de las disciplinas biológicas, químicas, genéticas y astronómicas. La espectroscopia de plasma inducido por láser (LIBS) es esencial para al análisis de proteínas del que tanto depende la investigación en biología molecular. Recientemente, los láseres permitieron confirmar la existencia de ondas gravitacionales, uno de los santos griales de la física.
Otra innovación tecnológica que está transformando la ciencia es la herramienta de edición genética CRISPR Cas9. La secuenciación genómica ya es un proceso rápido y relativamente barato, cuyos costos han bajado de unos $10 millones por genoma en 2007 a menos de $1000 en la actualidad.
CRISPR Cas9 lleva esta tecnología a un nivel nuevo y verdaderamente revolucionario, ya que permite a los científicos editar y manipular el genoma humano. Si bien la idea puede causar recelo en algunas personas, no se puede subestimar sus potenciales aplicaciones beneficiosas (como lograr que cultivos esenciales puedan resistir el cambio climático y la salinización de las aguas).
Más aún, la digitalización ha reducido sustancialmente los costes de acceso para los investigadores. Toda investigación depende del acceso a los conocimientos existentes; todos nos paramos sobre los hombros de los gigantes (e incluso figuras de tamaño medio) que nos precedieron. Recombinamos sus descubrimientos, ideas e innovaciones de maneras nuevas y a veces revolucionarias. Pero, hasta hace poco, para aprender lo que se necesitaba saber para dar origen a innovaciones científicas y tecnológicas se necesitaba muchísimo más trabajo, con incontables horas de búsqueda en bibliotecas y volúmenes de enciclopedias.
Hoy en día, los investigadores pueden encontrar agujas nanoscópicas en pajares del tamaño de Montana. Pueden acceder a mega-bases de datos donde encontrar patrones y regularidades empíricas. El taxonomista del siglo dieciocho Carl Linnaeus habría sentido envidia.
Nuestro conocimiento científico está dando un salto hacia adelante, produciendo innumerables nuevas aplicaciones. No hay duda de que la tecnología avanzará también, en áreas tanto esperadas como en otras inesperadas. Creará crecimiento económico, aunque quizás no de un tipo que expresen plenamente nuestros caducos estándares de medición de los ingresos de los países.
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