Sistemas Financieros y Monetarios

La solución de la crisis bancaria de Europa en Italia

The headquarters of the European Central Bank (ECB) are pictured in Frankfurt, Germany September 8, 2016. REUTERS/Ralph Orlowski - RTX2ONBK

Image: REUTERS/Ralph Orlowski - RTX2ONBK

Shahin Vallée
Lucrezia Reichlin
Professor of Economics, London Business School

El sector bancario europeo está paralizado y muy fragmentado. Aunque la situación es peor para algunos países e instituciones financieras, el sector en su conjunto opera con un nivel de rentabilidad que, en promedio, es menor al costo del capital propio, y mantiene un stock de préstamos morosos y activos de valor dudoso suficientemente grande para debilitar su capitalización por muchos años.

Italia es un buen ejemplo. Cuenta con un sector bancario disfuncional que debilita la recuperación económica e inhibe la inversión, y cuyas dificultades son la punta visible de un problema que afecta a toda la eurozona.

Ya en el primer semestre de 2012 quedó en claro que el sistema bancario europeo era el eslabón débil de la arquitectura del euro. Se comprendió que la eurozona necesitaba supervisión bancaria común, un marco centralizado de resolución de entidades financieras en problemas y un esquema de garantía de depósitos mutualizado, y se pensó que estas medidas ayudarían en el corto plazo a acelerar la recuperación de los bancos, poner fin a la fragmentación financiera, nivelar el campo de juego, reducir el riesgo de crisis bancarias futuras y, finalmente, contener y compartir los costos de las quiebras bancarias.

Pero el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones. La unión bancaria europea, en su estado actual, no sólo es incompleta, sino que sus deficiencias de diseño la han convertido en una fuente de inacción e inestabilidad potencialmente peor que los males que debía resolver.

Por ejemplo, el esquema de garantía de depósitos no muestra señales de avance, y los debates sobre el fondo común para procedimientos de resolución y su falta de respaldo público para manejar crisis bancarias importantes no van a ninguna parte. Por último, las reglas de rescate interno (traslado parcial de costos de quiebras a los acreedores) se introdujeron antes de que los bancos pudieran emitir suficiente deuda a la que fueran aplicables.

Son problemas de sincronización que pueden y deben resolverse con el tiempo; pero hay otros mucho más preocupantes relacionados con las bases conceptuales de la unión bancaria en sí, en particular el marco de resolución.

Desde 2007, los países de la UE han aportado más de 675 000 millones de euros (757 000 millones de dólares) en capital y préstamos reembolsables, y 1,3 billones de euros en garantías a instituciones financieras en problemas, de modo que es comprensible que se quiera limitar el rescate de esas instituciones con dinero público. Inquietud tanto más legítima porque a menudo esos rescates obstaculizaron los procesos de reestructuración, resolución y consolidación, para preservar intereses y prácticas establecidos del sector bancario, con lo que demoraron la necesaria reparación de balances y zombificaron el sistema bancario europeo.

Es cierto que la experiencia internacional muestra que a veces es necesario usar recursos públicos para minimizar costos y acelerar la consolidación. Pero la lógica de las intervenciones aisladas no tiene en cuenta que el sistema está interconectado, de modo que cuando una institución grande tiene dificultades, suelen producirse efectos derrame que impulsan corridas sistémicas desestabilizantes. Por eso, las intervenciones exitosas (en España e Irlanda) fueron integrales y demandaron grandes cantidades de recursos nacionales y europeos para crear un fondo de reestructuración (“banco malo”) y garantizar la subsiguiente separación sistémica de activos, la recapitalización y la consolidación.

De modo que el éxito de estos programas deriva de su naturaleza integral; pero la Directiva sobre Recuperación y Resolución Bancaria y la Junta Única de Resolución (JUR) no están pensadas para poner en marcha respuestas sistémicas similares. La JUR carece incluso de autoridad ejecutiva para implementar sus decisiones, cuya ejecución corre por cuenta de las autoridades nacionales. Tampoco tiene capacidad para asegurar que los procedimientos de resolución sean complementados con las medidas preventivas necesarias en el resto del sistema bancario.

En síntesis, el marco europeo de resolución bancaria privó de herramientas de intervención a las autoridades de nivel nacional (una decisión correcta), pero no las recreó en el nivel europeo, lo que dejó a ambos sin poder de acción.

Lo cual deja a las autoridades italianas con un conjunto limitado de opciones. Un rescate unilateral indiscriminado generaría tensión en la unión bancaria, sobreexigiría las finanzas públicas y no resolvería la debilidad estructural del sistema bancario italiano. Otra alternativa sería seguir con la respuesta fragmentaria actual, que en esencia supuso comprometer recursos públicos en pequeñas cantidades y obligó a los bancos más fuertes a sostener a los más débiles. Pero esta estrategia no funcionará con las instituciones grandes.

Una tercera opción sería enfrentar las falencias de la unión bancaria europea mediante un plan integral para la reestructuración, recapitalización y consolidación del sistema bancario italiano, con lo que se pondría fin a décadas de mala gestión y prácticas de supervisión deficientes.

Esta nueva estrategia requeriría, en primer lugar, una ampliación sustancial de Atlante, el fondo creado para la recapitalización de algunos de los bancos italianos más débiles, que le permita actuar como “banco malo” para todo el sector bancario, con su función típica de separación de activos. Para que la necesidad de más fondos públicos italianos sea aceptable habría que dar a la Dirección General de Competencia de la Comisión Europea un lugar en la gestión de Atlante.

En segundo lugar, una vez liberados de préstamos morosos, los bancos deberían emprender procesos de recapitalización precautoria, entre ellos la transferencia parcial de costos a bonistas subordinados y la compensación inmediata de los inversores minoristas. Después, habría que dar a todos los bancos un cronograma estricto para la obtención de capital en forma privada, de conformidad con las instrucciones de la autoridad de supervisión única, hasta niveles que creen una protección suficiente para garantizar su viabilidad; los bancos que no cumplan este cronograma serán liquidados.

Lo último, y lo más importante, es emprender reformas profundas para facilitar un verdadero cambio de los modelos de negocios de los bancos y así restaurar su rentabilidad. Estas reformas deberían incluir esquemas especiales para el retiro de empleados bancarios redundantes (para facilitar la consolidación), un rediseño de la ley de solvencia y de los procedimientos judiciales (para resolver las demoras en la reposesión de bienes) y cambios profundos en los modelos de gestión corporativa, en particular dentro del sistema bancario cooperativo.

Las autoridades europeas no pueden diseñar un plan semejante, porque las competencias de la unión bancaria son fragmentarias e incompletas. Depende de Italia cortar el círculo vicioso de inacción y tomar las medidas audaces necesarias para reparar la banca italiana (y evitar una crisis seria), lo que también serviría de modelo para corregir las deficiencias del mecanismo de resolución europeo. Italia debe mostrar que se puede ser bombero y constructor al mismo tiempo.

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