La escuela como lugar de programación
No es lo mismo trabajar con robótica que considerar robots a los alumnos. En el primero, se trata de programar; en el segundo, de ser programado. Me gusta el avance de la robótica en las escuelas. Es tímido todavía, pero se nota. Claro, de inmediato lo volvemos competencia, olimpiada, ranking y esas cosas que lo degradan y que tanto nos gustan. Pero avanzamos.
Me gusta porque el ejercicio de programación es un ejercicio intelectualmente rico, sofisticado, abierto y que estimula la inteligencia. No se trata de que la escuela genere programadores para alimentar la demanda laboral creciente, y ese tipo de cosas que no me interesan demasiado en cuanto al debate escolar se refiere. Ni que la escuela se anticipe a una oportunidad de mercado y prepare técnicamente a sus alumnos para eso, como si todas las escuelas fueran técnicas. La escuela no está para abastecer al mercado en sus necesidad coyunturales. No es eso. Es hacer del proceso intelectual de programación un proceso básico de desarrollo de nuestros alumnos. No queremos programadores, sino alumnos que hayan pasado por la experiencia de programar. El objetivo no es técnico, sino constitutivo. Programar nos hace más inteligentes, versátiles, complejos y sagaces. Nos empodera, en general. Nos da recursos para vivir mejores vidas.
Podríamos -es verdad- discutir ese nombre tan estrafalario de “robótica”, que siento que ha quedado como un anacronismo más dentro del mundo tecnológico moderno. Estimula un imaginario de aparatitos torpes trabándose con los tapetes…. Pero hecha la salvedad, vuelvo a su importancia y la destaco. Es -sin dudas- una línea que seguir y profundizar.
Pasemos ahora al otro lado de la moneda.
Cada día es más evidente para mí que las escuelas conciben a los alumnos como máquinas y se conciben a sí mismas como programadoras. En la robótica, el robot fortalece la constitución del alumno como persona, como sujeto complejo e inteligente. En el imaginario escolar, por el contrario, la programación estudiantil robotiza a los alumnos y los vuelve objetos bobos, apenas reactivos, programados para responder exámenes predefinidos y cerrados.
La escuela imagina que la inteligencia de sus alumnos tiene la estructura de un lenguaje simple, elemental, y que el secreto de su éxito como institución educativa pasa por programar bien ese lenguaje. Evitar distractores; fortalecer la retención; garantizar los procesos mentales automáticos; muscular el cerebro; focalizar la atención; etc. El imaginario es robótico y el ejercicio educativo, ingenieril. Otra vez, una suerte de positivismo simple con énfasis matemático. Cientificismo, ya lo llamamos alguna vez. La escuela que planifica (que es el nombre histórico en las escuelas de esto que estoy llamando aquí programación).
Se trata de la escuela como una maquinaria eficiente para programar a sus alumnos en la aprobación de algún examen. Nada que ver con la vida ni con las personas. Un juego de ajustes lógicos para que aquel alumno que vive con su abuela, viuda, y con sus tres hermanos, y que sufre porque extraña a su padre, que está en comisión naval en Malasia por 6 meses y al que le gustaría ser escritor, pero le toca estudiar álgebra varias horas al día, y que está enamorado y le cuesta soportar la frustración de que ella no le presta atención…, aquel alumno -decía- para el que su escuela tiene un plan: HBx4 + 27,5º a la derecha + stop + 1,3 horas diarias de ejercicios de cálculo + 4 simulados en el semestre (en condiciones de tiempo y lugar similares al examen) + JB22@ + STOP + REPETIR…. N veces.
Ese imaginario de reducir la complejidad subjetiva a una fórmula de programación educativa y reducir la vida a un examen -que es escolar en general y responde a los orígenes culturales de la institución-, resulta en Brasil exagerado hasta el escándalo. Hasta el escándalo de los suicidios adolescentes, quiero decir. Como en Corea.
En Brasil la vida escolar está hipotecada en esa programación obsesiva. Y la tecnología ha venido a alimentar esa locura. Ahora que las máquinas hacen de la programación un deporte masivo y alucinado, todos podemos imaginar que habrá algoritmos para todo y con el grado de personalización necesario para reducir a números computables en cero los márgenes de error. Así como las tostadas ya no se quemarán jamás, y cada quien tendrá a la mañana, a la hora que quiera, la tostada con el grado de temperatura que desee, así lo mismo cada escuela tendrá los alumnos que se proponga, en el grado de éxito en su rendimiento que ella se proponga…
Imaginamos y posicionamos en la comunidad una escuela que sabe cómo, cuándo y con qué resultado un alumno que ingresa en ella a los 5 años se comportará -si sigue su programación sesudamente- a los 17 años a la hora de rendir su examen de ingreso en la universidad. Una escuela que garantiza a los padres una performancedeterminada para su hijo, siempre y cuando éste acepte ser programado por la escuela. Una escuela que ostenta ese control. Que se jacta de él. Una escuela fuera de sí.
Son dos caminos. Antes los llamábamos liberación o dependencia; ahora adquiere otros nombres, más propios de la repercusión de aquella antinomia estructural en el mundo escolar. O programamos o seremos programados.
El debate no es menor. Ni deberíamos dejarlo para mañana. Se está jugando ahora.
Este artículo apareció originalmente en el Huffington Post en español
Autor: Pablo Doberti, Educador y director general, UNOi.
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