Paisajes remotos y carreteras imposibles: así son las ciudades más inaccesibles del planeta
Un letrero advierte a los viajeros del peligro de los osos polares en la ciudad de Longyearbyen en Svalbard, Noruega. Image: REUTERS/Hannah McKay - RC18425C56F0
Cuando hablamos de un futuro urbano y del predominio de la urbe sobre la nación hablamos en realidad de ciudades hiperconectadas: nodos que intercambian ideas, comercio e información a través de todo el mundo y de una vasta red de infraestructuras digitales o físicas que les permiten superar miles de kilómetros de distancia. Nueva York, Londres, Berlín, Tokio. Lugares accesibles.
Ahora bien, los avances tecnológicos que poco a poco han difuminado las fronteras no llegan a todas las grandes ciudades del mundo por igual. Aún en pleno siglo XXI el planeta está repleto de núcleos densamente habitados que descansan sobre altísimas lomas andinas a las que sólo una pequeña carretera alcanza o que combaten a la geografía de forma diaria en lugares tan remotos a los que sólo los barcos o los aviones son capaces de llegar.
Y si el mundo está lleno de rincones inaccesibles donde apenas un puñado de personas, en el mejor de los casos, despliegan sus vidas, también suma grandes ciudades cuyo tamaño queda eclipsado por su lejanía. En ocasiones física, en ocasiones mental, en ocasiones debida a lo inaccesible del terreno y lo complejo de las infraestructuras. Hablemos de ellas.
Pensar en cosas-que-están-lejos implica inevitablemente poner la mirada en el círculo polar ártico: conectado tenuemente con el resto de la masa continental euroasiática y americana, al contrario que la aislada Antártida, la vida más allá de la taiga existe y se despliega silenciosa y marginalmente a espaldas de la civilización. Sólo así se comprende la existencia de Norislk.
Surgida a principios del siglo XX en el contexto de aún incompleta colonización de Rusia de Siberia y desarrollada de forma cruenta durante el dominio soviético, Norilsk es la ciudad más al norte del mundo con más de 150.000 habitantes. Su destino quedó sellado cuando las autoridades comunistas descubrieron que en sus alrededores se hallaban las reservas de níquel más importantes de la Tierra. Industria estratégica, la ciudad estuvo cerrada a extranjeros hasta 2001.
La actividad minera, altamente contaminante, ha convertido a Norilsk en un paisaje distópico sin árboles a más de cien kilómetros a la redonda, pese a ubicarse en el corazón de la tundra. Su única conexión terrestre de importancia es con la ciudad portuaria de Dudinka, tanto carretera como ferrocarril a la orilla de la desembocadura del Yenisei (con objeto de encontrar salida a su producción de níquel), y sólo está conectada con el resto de Rusia a través de su pequeño aeropuerto.
Y dado que sólo se puede acceder a ella en barco durante los meses de verano, Norislk es virtualmente una isla, una cárcel que durante décadas sirvió al trabajo prisionero y esclavo del gulag y que, antes de la muerte de Stalin, llegó a contar con la proyección de un ferrocarril que la conectara con Moscú. Nunca se dió, y hoy Norislk vive en un estadio remoto.
Hay otros ejemplos similares, aunque no tan importantes en términos económicos o demográficos. Aún más al norte se ubica el archipiélago Svalbard, propiedad nominal de Noruega pero abierto a explotación pesquera o minera de otras naciones árticas. Aquí la Unión Soviética instaló varias minas durante el siglo XX y sus trabajadores llegaron a representar dos tercios de la población (exigua) total de las aisladas islas, a mitad de camino entre el polo y Escandinavia.
Longyearbyen es su capital, su ciudad más grande y el núcleo habitado de más de 1.000 habitantes más al norte del planeta. A la ciudad se puede llegar el barco, cruzando el Ártico, pero es más habitual hacerlo desde Oslo (dos compañías fletan vuelos, entre ellas Norwegian Air). Se tarda unas tres alegres horas repletas de vistas incomparables a la más absoluta nada polar.
Similar circunstancia hace de Tórshavn, en las Islas Feroe y a mitad de camino entre Dinamarca e Islandia, otra gran ciudad de difícil acceso: parcialmente aislada durante el invierno debido al mal tiempo, lo más habitual es llegar a la ciudad ya sea en los diversos ferrys que parten de Dinamarca o en avión, fundamentalmente desde Copenhague. La lejanía y la pequeñez del archipiélago han hecho de él un lugar exótico y relativamente inaccesible (por mero desinterés).
Tal es así que las propias Islas Feroe que capitaliza Tórshavn tuvieron que hacer una campaña de mapeo digital con ovejas y cabras (true story) ante el permanente olvido de Google Maps.
Otros puntos igual de remotos pero aún más pequeños e inaccesibles: Iqaluit, capital de la provincia de Nunavut al norte de Canadá, es el único punto de importancia no conectado a la red de autovías del país, y sus 7.000 habitantes sólo pueden escapar de allí en barco (sólo durante los meses cálidos) o avión; o la Estación McMurdo, el punto más habitado de la Antártida y al que sólo se puede llegar en avión (no comercial).
Pero dejemos este subidón de hielo y frío y busquemos en latitudes más benignas otras ciudades virtualmente apartadas de todo. Y eso implica dirigirse a las montañas.
Hablar de montañas y cordilleras implica hablar de poblaciones a menudo rebeldes, siempre aisladas de aquello que tuviera a bien suceder en las llanuras y en permanente estado de autonomía y ligera anarquía frente al poder central de los grandes imperios o naciones. Las montañas, núcleos de resistencia por antonomasia, favorecen por su carácter quebrado y complejo el aislamiento. Y ninguna ciudad lo experimenta de igual modo que La Rinconada.
Ubicada a más de 5.000 metros de altura y bajo la sombra de un imponente macizo andino, La Rinconada acumula a más de 50.000 personas viviendo más alto que prácticamente ningún otro núcleo habitado del mundo. El origen del asentamiento se debe a las lucrosas minas de oro repartidas por el terreno, la mayor parte de ellas sin regular y de las que depende la totalidad de la ciudad.
La Rinconada se halla cerca de la frontera entre Bolivia y Perú, en un punto donde el altiplano en el que reposa la mayoría de la población andina se pliega y forma gigantescas montañas nevadas. Pese al aire carente de oxígeno y a la contumaz pobreza a la que viven sometidos sus ciudadanos, La Rinconada ha experimentado un reciente e inesperado crecimiento demográfico, pasando de 30.000 habitantes a 50.000 en unos pocos años, diseminados en precarias casas de uralita y piedra.
Sin sistemas formales de agua corriente o recogida de basuras, los restos se acumulan en las cuatro esquinas de la ciudad y ofrecen una estampa desoladora. Y su accesibilidad es igual de compleja: sólo a través de una carretera parcialmente pavimentada que conecta al núcleo con otros pueblitos y ciudades grandes (Juliaca es la más cercana, a unos 150 kilómetros pero unas 3 horas de coche).
Y si bien La Rinconada es el fruto de una repentina y beneficiosa fiebre del oro, los motivos del aislamiento ancestral del valle de Motuo, en la intersección entre la India y China, son más seculares: un rincón de Asia olvidado por todos al que era demasiado difícil llegar y para el que jamás se contaban con los recursos suficientes como para intentarlo.
Motuo es hoy parte de China y queda englobada en la vasta Región Autónoma del Tíbet, antiguo reinecillo independiente invadido por china en 1959 y que continúa siendo motivo de disputa internacional. Aquel pequeño condado, sin embargo, tenía poco de tibetano: Motuo es verde y lluvioso, en contraste con el desértico paisaje tibetano, y sólo una tenue relación de vasallaje le ha unido históricamente a la región. Tan es así que hasta 1970 no tenía ni una triste carretera.
Fue entonces cuando las autoridades chinas, ansiosas por afirmar su soberanía sobre los territorios orientales de sus dominios, construyeron una pequeña vía que se bloqueaba la mayor parte del tiempo a causa de desprendimientos o nieves perpetuas. En 2013 abrió un túnel-carretera moderno que extrajo parcialmente a Motuo de su aislamiento.
Similar caso ha experimentado Leh durante toda su historia, aunque la suya sí es una historia en permanente contacto con la cultura tibetana: la ciudad, hoy en esa gigantesca tierra de nadie llamada Cachemira, sirvió durante siglos como residencia al Dalai Lama, antes de caer presa de la voracidad pakistaní e india en la región. Hoy queda técnicamente bajo soberanía india y está conectada a la red nacional de carreteras a través de un quebradizo camino que conduce a Srinagar.
Enclaustrada entre las montañas que separan China de Pakistán y la India, Leh tiene otra carretera que conduce al valle de Manali, también en la India, fruto de célebres fotografías que ilustran a camiones caminando sobre gravilla al borde de un vertiginoso acantilado. Las carreteras de Leh, como las de muchos otros puntos aún remotos hoy en las montañas, se bloquean en invierno y sólo están practicables en verano.
Y dado que este es un viaje a través de los lugares más extremos y, obviamente, remotos del mundo, no podemos olvidarnos de aquellos paisajes templados y llanos donde o bien la exuberancia o bien la más absoluta de las carencias determina el sino de una ciudad.
Dos nombres saltan inmediatamente a la vista cuando se observa un mapa del Amazonas: Manaos e Iquitos. Ambas yacen o bien a orillas del flujo principal del Amazonas o bien en afluentes remotos pero extremadamente caudalosos, y ambas se encuentran aisladas por tierra del resto de sus respectivos países, Brasil y Perú. La primera es el núcleo más poblado de la selva, con más de dos millones de habitantes, y la segunda la sexta ciudad de Perú, con 400.000.
Para entender el motivo de su existencia hay que remontarse a la Fiebre del Caucho de mediados del siglo XIX, que convirtió a poblaciones tradicionalmente aisladas e irrelevantes en auténticos centros económicos de primer orden. La explosión económica permitió a Manaos, por ejemplo, ascender al techo financiero de Brasil, y ganar trofeos tan extraños como un estadio de fútbol para el Mundial de 2014 sin contar siquiera con equipo local.
Por supuesto, todos los materiales hubieron de transportarse por río o en su defecto a través de aviones de carga, dado que la densidad insuperable de la selva amazónica hace inviable tanto la existencia de poblaciones cercanas a las que merezca la pena conectarse como infraestructuras que no pasen por talar media masa forestal. A Iquitos le sucede algo parecido: vive de espaldas al resto del Perú, alejada del altiplano, boyante en un aislamiento total sólo neutralizado por los barcos o los aviones.
Ambos son ejemplos de ciudades antinaturales que terminaron surgiendo allí donde la industria lo requirió.
De carácter más orgánico, por así decirlo, son las ciudades incrustadas en plena soledad sahariana. Poblaciones como Agadez en Níger o como Tumbuctú y Diré en Malí representan la otra cara de la moneda: destinadas a perecer en un entorno hostil y carente de recursos, todas ellas sirvieron como destino final sedentario para las muchas tribus saharianas que recorrían el desierto haciendo fortuna.
En el caso maliense, ambas están conectadas por una muy débil y compleja carretera, lo que ha redundado en su aislamiento y en su inestabilidad política, en plenas revueltas tuareg.
Y si Agadez es la ciudad más importante del Níger sahariano que no cuenta con conexión estable asfaltada, y sí con tramos de vías y carreteras a menudo sepultados por la arena o destrozadas por la grava, Perth es su vuelta de tuerca perfecta: una ciudad de dos millones de habitantes que representa uno de los puntos más boyantes, estables y acomodados de Australia, a su vez una de las naciones más desarrolladas del mundo. Y sin embargo, casi igual de aislada que Agadez.
¿Por qué? Sencillo: Perth yace sobre la costa occidental de Australia, un puerto natural hacia el océano Índico que sin embargo quedó totalmente aislado del desarrollo posterior de Australia, de cara al Pacífico en su costa oriental. De resultas, Perth quedó a mitad de camino y más cerca de Timor Oriental o de Jakarta que de Sidney, y su lejanía y el enorme desierto interpuesto entre las ciudades orientales impidió que existiera una conexión terrestre significativa.
Aún hoy la única carretera que lleva desde Adelaida a Perth es una literal y extenuante travesía por el desierto de carácter totémico y tortuoso, y los vuelos más rápidos implican realizar escala en Bali desde Sidney tarda cuatro horas*. Tal circunstancia la convierte en la ciudad occidental más aislada del mundo, consecuencia de su peculiar historia: su desbordante crecimiento a mediados del siglo XIX y principios del XX estuvo motivado por una fiebre del oro similar a la californiana.
Es pues Perth el ejemplo perfecto de cómo pese a la cercanía de la tecnología y el borrado de fronteras físicas que antes representaban obstáculos insalvables sigue sin dominar la geografía. El mundo crece y se empequeñece, y con él los puntos de más inaccesibilidad, las ciudades densamente que quedan al margen de todo, sólo acentúan su carácter exótico y desconectado de la red internacional de comercio, ideas y tecnología en la que ya existimos.
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