¿Cómo se vive sin olfato?
El olfato está muy vinculado al sentido del gusto. Image: Pexels
David Díaz López
Profesor Titular del Departamento de Biología Celular y Patología, Universidad de SalamancaLa pregunta no tiene una respuesta fácil… ¡Depende! En primer lugar porque hay que tener en cuenta que los seres humanos no somos animales tan olfativos como los roedores, los insectívoros o los carnívoros. No tenemos más que pensar en un perro o en un ratón para hacernos una idea de auténticos campeones a la hora de oler el mundo. Nosotros, por el contrario, somos animales eminentemente visuales y auditivos.
De hecho, está claro que, si de repente perdiésemos la vista, tras asustarnos, ponernos como locos y pedir ayuda, iríamos (o nos llevarían) inmediatamente al médico, ¿verdad? Sin embargo, la media de tiempo transcurrido desde que se pierde el sentido del olfato hasta que se acude a un especialista ronda los dos años. ¡Dos años, nada menos! Un claro indicador de la importancia relativa de unos sentidos y otros para nuestra vida diaria.
Además, el olfato se puede perder ante situaciones tan normalizadas como tener un catarro o una alergia. En muchos casos esta pérdida es momentánea y de ahí que, en cierto modo, le restemos importancia. Solo empezamos a alarmarnos cuando el tiempo sin olfato ya es excesivo.
Hablamos de un sentido que permite la detección de sustancias químicas en nuestro entorno. El olfato está muy vinculado al sentido del gusto, de manera que el primero informa sobre sustancias volátiles cuyo origen puede ser muy distante (por ejemplo, el humo de un fuego a varios kilómetros), y el segundo sobre lo que tenemos dentro de la boca. Además, se estima que el sabor (como diría la Máster Chef Samantha Vallejo-Nágera) está influido en un 80-85% por el sentido del olfato y solo en un 10-15% por el del gusto (a lo que se añade un 1-5% de tacto, esto es, las texturas de los alimentos). Así, simplificando mucho y si me permiten la licencia, los sabores de cada comida realmente son olores.
Solo existen siete sabores básicos -conocidos hasta ahora- que conforman el sentido del gusto propiamente dicho y que detectamos con nuestras papilas gustativas: dulce, salado, ácido, amargo, umami (proteína, tomate, caldo de carne…), amiláceo (pan, pasta, harina, galletas) y graso. Los cinco primeros están perfectamente caracterizados, y los dos últimos son algo menos conocidos.
Pero fuera de estos siete patrones básicos, cada matiz del sabor de una fruta, de un vino, de un plato de comida casera, etc., es un olor. De hecho, en un estudio reciente se estipula que los seres humanos distinguimos nada menos que un billón de olores diferentes. Por esta sencilla razón, cuando estamos resfriados y nuestro olfato está embotado, los alimentos “no nos saben a nada”.
Hasta aquí, a priori, la pérdida del olfato no supondría un trastorno muy traumático, salvo para los profesionales y amantes del buen comer. Pero el olfato no solo se manifiesta cuando nos sentamos a la mesa. Así, estamos continuamente expuestos a los más diversos olores. Lo que pasa es que nuestros receptores olfativos se saturan y nos acostumbramos a esos olores que nos llegan de forma continuada, como el del sofá de casa. Sin embargo, si llega uno nuevo, lo percibimos perfectamente, sobre todo si es indicador de alguna señal de peligro.
En este sentido, muchos olores pueden resultar desagradables, como cuando pasamos al lado de un vertedero, o cuando entramos en el metro en hora punta. No es algo negativo, porque si así fuera evolutivamente ya habríamos perdido la capacidad de oler. Que podamos detectar el olor de un alimento en mal estado, la fuga de un producto tóxico, un incendio o algo putrefacto es, en realidad, una suerte. Porque nos pone en actitud defensiva o de huida ante potenciales peligros. Además, no es necesario “querer oler” para hacerlo: al respirar continuamente analizamos olores sin darnos cuenta.
Por supuesto, no todos los aspectos del olfato son “fastidiosos”. Oler también es fundamental para otras actividades cotidianas mucho más agradables, y no me refiero a los perfumes (aunque también). Todos conocemos perfectamente el olor de nuestra casa, de nuestra madre, de nuestros seres queridos: un olor personal, único.
Además, los que trabajamos con el sistema nervioso sabemos que solo una pequeña parte de la percepción olfativa (la parte consciente) alcanza directamente la corteza cerebral tras pasar por una estructura previa llamada tálamo. El resto –la mayor parte de cualquier estímulo olfativo– llega a otras regiones encefálicas relacionadas con la memoria y las emociones (el hipocampo y la amígdala) de una forma muy rápida y, además, inconsciente.
Dicho de otro modo, olemos sin saber que olemos. De ahí que las sensaciones percibidas por el olfato sean tan intensas y vívidas, o que disparen auténticos flashes de recuerdos. Así, ese olor personal, único e inconfundible de nuestra pareja nos traerá infinidad de recuerdos y emociones… ¡Y ya no les cuento si es de una expareja con la que nos hemos peleado!
Piensen en los infinitos ejemplos de nuestra vida cotidiana y nuestras experiencias: el olor de un vestido de nuestra madre (huele a mamá, huele a sus abrazos), el olor del campo en un día caluroso (huele a verano), el olor de una cazadora de cuero mezclado con tabaco (se parece al de papá cuando fumaba y venía de la calle), o el olor del pescado frito a última hora de la tarde (huele a infancia…, huele a esa frase de “David, sube a cenar”). No es de extrañar que a las personas viudas les cueste deshacerse de la ropa de sus parejas.
¿Y todo esto se lo pierden las personas sin olfato, anósmicas? Pues sí. Y ya no parece tan fácil vivir sin olfato, ¿verdad? Algo que le ocurre a una de cada veinte personas aproximadamente. En todo caso, las personas anósmicas quieren y recuerdan igual que lo puede hacer una persona ciega que no ve a sus seres queridos. Y deben tener precauciones adicionales con la comida en mal estado, como las personas sordas que no oyen una señal de alarma. Todo es relativo.
Claro está, la pérdida de olfato puede provocar trastornos como depresión, ansiedad, sentimientos de aislamiento y dificultades para las relaciones personales. No olvidemos que no solo estamos perdiendo un sentido, sino también un mecanismo de defensa, o la capacidad de evaluar “a qué olemos” (algo socialmente importante).
Por otra parte, tampoco es lo mismo perder el olfato que nacer sin olfato. La segunda opción es más, digamos, llevadera, como en el caso de los ciegos o los sordos de nacimiento.
En este sentido, les recomiendo el libro Nunca sabrás a qué huele Bagdad (Marta Tafalla, 2010), que narra de forma autobiográfica la experiencia de una niña anósmica de nacimiento. En algún momento, la protagonista pide a su hermana que le describa con palabras cómo es cada olor. ¡No se imaginan lo difícil que es esto! ¿Cómo se puede describir un sentido sin usar palabras o asociaciones a ese mismo sentido? Y es que en el mundo de la sensorialidad no se cumple la cita de Alfred Tennyson: “Es mejor haber amado y perdido que nunca haber amado”.
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