Geografías en profundidad

La Europa de mañana

An European Union flag flutters above the Germany's Christian Democratic Union party (CDU) headquarters after first poll results of the European Parliament elections in Berlin, Germany, May 26, 2019. REUTERS/Hannibal Hanschke - RC126BCBE550

Image: REUTERS/Hannibal Hanschke

Javier Solana
President, ESADEgeo - Center for Global Economy and Geopolitics

Cada cinco años, la Unión Europea tiene una cita con el espejo: las elecciones al Parlamento Europeo nos sirven para contemplar el semblante de nuestro proyecto común y hacer balance del paso del tiempo. Los comicios que se avecinan, sin embargo, son especiales. Se trata de las primeras elecciones desde la crisis de los refugiados, desde el referéndum sobre el Brexit y desde la elección de Donald Trump en Estados Unidos. En estos años convulsos, marcados por las tensiones y las inseguridades, no hemos apartado la mirada del espejo en ningún instante. Con esta llamada a las urnas, el reflejo adquirirá la nitidez que tanto hemos echado en falta.

Las elecciones europeas suelen catalogarse como votaciones “de segundo orden”. La escasa participación en las mismas —que ha ido cayendo de forma ininterrumpida desde 1979— parece apoyar la tesis de que la ciudadanía europea no les otorga la importancia que merecen. Tres meses antes de las elecciones, tan solo el 38% de los ciudadanos sabía que estas tendrán lugar en el mes de mayo, y únicamente el 5% conocía las fechas exactas. El siguiente dato resulta igualmente revelador: el candidato del Partido Popular Europeo a presidir la Comisión, el alemán Manfred Weber, era conocido a un mes de las elecciones por solamente un 26% de los alemanes.

¿Debemos inferir de estos datos que los europeos se sienten indiferentes respecto a la Unión? Las encuestas dibujan un panorama más halagüeño. Según el último Eurobarómetro, casi siete de cada diez europeos —dejando a los británicos al margen— consideran que sus respectivos países se han beneficiado de la integración. Esta cifra es la más alta desde 1983, cuando empezó a formularse la pregunta. La mayoría de británicos, dicho sea de paso, concuerda ahora con esta opinión.

No obstante, se ha instalado en la Unión Europea una cierta desafección política, que afecta a todos los niveles de gobernanza. Las poblaciones de los países del Este, que se incorporaron a la Unión ya entrado el siglo XXI, tienden a desconfiar más del sistema político y a mostrarse más reticentes a ejercer su derecho a voto; no solo en las elecciones europeas, sino en todas. A esto se le suma que los jóvenes de nuestro continente son menos dados a participar en los cauces institucionales, pese a ser más europeístas que la media.

Otro factor añadido es que, para las generaciones que presenciaron expectantes la evolución del proyecto europeo durante la segunda mitad del siglo XX, el efecto “luna de miel” se ha ido evaporando. Tal y como advierte Ivan Krastev en After Europe, puede que nos encontremos ante ese “fin de la historia” del que habló Francis Fukuyama en 1989, pero solo en el inquietante sentido de que a pocos les interesa ya la historia. Krastev, Mark Leonard y Susi Dennison, del European Council on Foreign Relations, describen así la magnitud de estos cambios sociológicos: “la Unión Europea fue creada por sociedades que temían su pasado. Ahora, los europeos temen su futuro”.

Aunque sigue siendo fundamental resaltar el papel de la integración europea como garante de la paz tras la Segunda Guerra Mundial, la Unión ha de continuar acumulando fuentes adicionales de legitimidad. Por desgracia, las turbulencias económicas y migratorias de los últimos años —gestionadas de forma manifiestamente mejorable por parte de la Unión Europea y sus Estados miembros— no han contribuido a la causa. Los partidos nacionalpopulistas han sabido aprovechar el actual clima de desasosiego, en el que han germinado sus propuestas, consistentes en afrontar ciertos desafíos de presente y futuro (como la crisis demográfica) mediante recetas propias de un pasado idealizado (repliegue nacional).

Sin embargo, el caos del Brexit ha dejado indicios inequívocos de que fuera de la Unión Europea hace mucho frío. Salta a la vista que, con solo abrir la puerta, el Reino Unido ya se ha estremecido. El peso relativamente reducido de los Estados europeos, las distancias geográficas y las profundas interdependencias a nivel internacional constituyen realidades indefectibles, que terminan dejando en evidencia a aquellos políticos cuyo programa se basa en hacer la cuadratura del círculo. Los ciudadanos europeos han tomado nota de ello, y no es casualidad que los partidos continentales que planteaban una salida de la Unión hayan dejado de hacerlo.

El principal elemento que une a esta amalgama de partidos —más heterogénea de lo que puede parecer— es su discurso anti-inmigración, que adquiere tintes xenófobos. A este respecto, debemos seguir recordando que existe un derecho de asilo internacionalmente reconocido, que la inmigración en su conjunto puede ayudarnos a atajar nuestro problema demográfico, y que en Europa hay muchos menos inmigrantes de lo que suele pensarse. Oponerse a los flujos migratorios descontrolados es razonable; mirarse el ombligo y desentenderse de los habitantes de nuestros países vecinos nunca lo será. Estamos hablando de un imperativo humanitario, pero no solo de eso: la seguridad exterior y la interior están intrínsecamente conectadas.

En cualquier caso, el tema que más angustia hoy en día a los europeos no es la inmigración, sino la economía. Uno de los grandes retos actuales es la desigualdad, que viene aumentando en prácticamente todos los países de la OCDE. Lo mismo ha ocurrido con la brecha Norte-Sur en Europa, a raíz de la crisis económica. Si bien los Estados miembros no pueden eludir sus responsabilidades, las instituciones europeas deben hacer más por promover un nuevo pacto social que sea medioambientalmente sostenible, que dé respuesta a las disrupciones en el mercado laboral y que favorezca la cohesión a escala europea.

Una singular paradoja de nuestra época es que, pese a las importantes dudas que han surgido sobre el proyecto europeo después de 2008, el tren de la integración no se ha detenido en ningún momento. Por supuesto, queda mucho camino por recorrer, pero actualmente contamos con mejores herramientas para afrontar las dificultades financieras y económicas que puedan llegar. Para que esta tendencia continúe tras las elecciones, y para que la Europa que abandera el multilateralismo mantenga su protagonismo en un escenario global cada vez más inhóspito, la mayoría silenciosa que es partidaria de la integración habrá de convertirse en una mayoría movilizada.

Al situarnos frente al espejo en los últimos tiempos, los europeos hemos hecho emerger, por fin, un verdadero espacio político común. Si los partidos europeístas pretenden que esta creciente politización no se vuelva en su contra, harán bien en forjar una narrativa transformadora. Aunque en ocasiones podamos recrearnos nostálgicamente en “el mundo de ayer”, como hacía Stefan Zweig, tengamos en cuenta que el genial escritor austríaco se desvivió siempre por un proyecto de futuro: esa unión pacífica de Europa que nunca llegó a ver, pero que contribuyó a hacer realidad sin saberlo. Evitemos, pues, que la nostalgia se apodere ahora de quienes nos sentimos herederos de su causa, y comprometámonos a construir juntos la Europa de mañana.

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