Por qué deberíamos comer medusa para salvar los océanos
Image: REUTERS/Tom Jacobs
Escondido entre las dunas del sudoeste de la provincia de Buenos Aires, el pueblo vacacional de Monte Hermoso bulle de actividad: es verano, y las playas de la localidad desbordan de veraneantes. Niños y niñas corren por el lugar, construyendo castillos de arena, jugando con un surtido de pelotas y riendo. Mujeres y hombres reposan sobre tumbonas, sus pieles relucientes con protector solar y lociones bronceadoras. Jubilados y pensionistas caminan sin cesar a lo largo de la línea costera, charlando en animados grupos de dos, tres y cuatro.
La escena no diferiría mucho de otros destinos de playa alrededor del mundo -por ejemplo, Málaga, Rimini, o Piriápolis- de no ser por un detalle particular: sin importar cuánto suba la temperatura, las aguas azul profundo permanecen vacías. Nadadores, surfistas, kayakistas; nadie está allí. La razón es simple: debajo de la superficie del océano bancos de criaturas fantasmagóricas y tentaculares esperan. En tierra, la situación puede parecer bajo control humano, pero aventurarse solo unos pasos dentro del agua implica estar hasta la rodilla en territorio de medusas.
Olindias sambaquiensis es un depredador acuático y translúcido. Su pequeño cuerpo alcanza típicamente los 9-10 centímetros de diámetro y está dotado de 38 tentáculos capaces de proporcionar una dolorosa picadura. Es una de las 689 especies de medusas que habitan la región sudoeste del océano Atlántico; en Argentina solo se utiliza una palabra para referirse a cualquiera de ellas, sin distinción: aguaviva. Cada verano, entre 500 y 1.000 casos de picaduras de medusa se reportan en Monte Hermoso. Es el lugar del país donde la picadura de medusa es más probable, pero no es un caso único. Los bancos de medusas han obstruido redes de pesca, interrumpido operaciones de acuicultura marina y provocado breves pánicos en playas y lugares tan distintos como Inglaterra, Japón y el mar de Azov. En años recientes docenas de plantas nucleares alrededor del globo han tenido que cesar sus operaciones debido a la proliferación espontánea de medusas: las mismas cañerías que toman agua de refrigeración pueden aspirar medusas en cantidades industriales. Los barcos de gran porte también se exponen a sufrirlas. En 2006 el USS Ronald Reagan, un portaaviones nuclear, quedó momentáneamente fuera de servicio después de atravesar un banco de medusas.
Las medusas son uno de los pocos ganadores naturales del cambio climático, ya que su ciclo reproductivo se ve favorecido por el ascenso de temperatura en los ciclos oceánicos.
La explosión de las medusas en todo el mundo se debe a una serie de factores interrelacionados. Una de las principales causas es la sobrepesca de sus predadores naturales, como el atún, que a su vez elimina la competencia por el alimento y el espacio para reproducirse. En paralelo, diversas actividades humanas en zonas costeras también ayudan a explicar el fenómeno: allí donde enormes cantidades de nutrientes son volcadas al mar (en forma de residuos agrícolas, por ejemplo) se producen explosiones de poblaciones de algas y plancton, que consumen el oxígeno del agua y generan las denominadas zonas muertas. No muchos peces y mamíferos acuáticos pueden sobrevivir en ellas, pero las medusas sí, y además encuentran en el plancton una fuente de alimentación abundante e ideal. Cuando las poblaciones de medusas logran establecerse, las larvas de otras especies terminan siendo parte del menú también, desequilibrando la cadena trófica.
Las medusas son, además, uno de los pocos ganadores naturales del cambio climático, ya que su ciclo reproductivo se ve favorecido por el ascenso de la temperatura en los ciclos oceánicos. Pero hay más factores. Existe evidencia de que ciertas especies de medusa se reproducen con mayor facilidad junto a estructuras costeras artificiales, como muelles y embarcaderos. Por esta razón, es difícil dilucidar si los esfuerzos por detener, o incluso revertir el cambio climático representan una solución a la creciente presencia de medusas en los mares, al menos mientras se sigan generando problemas en ecosistemas costeros y cadenas alimenticias marinas.
Hasta la fecha han habido varios intentos para contrarrestar el efecto de las medusas en varios lugares del mundo. Por ejemplo, el uso de redes antimedusa en el Mediterráneo, trituradoras de acero en las quillas de portaaviones en Chinay el uso de robots asesinos en Corea del Sur. Pero ninguno de estos intentos ofrece una solución real al problema: las redes antimedusa terminan atrapando todo lo que se mueve (poniendo otras especies marinas en riesgo), y tanto los esfuerzos chinos como surcoreanos se enfocan más en la protección de activos estratégicos (barcos, plantas de energía) que en abordar las causas sistémicas de la proliferación de medusas.
Entretanto -y no lejos de Monte Hermoso- un científico enarbola una idea más interesante: si queremos resolver el problema de las medusas, debemos dejar de verlas como una molestia, y comenzar a verlas como comida.
“Sí, yo soy el hombre medusa, bromea Agustín Schiariti desde su oficina del Instituto Nacional de Desarrollo Pesquero (INIDEP).
La sede central del INIDEP está en el mar del Plata, ciudad portuaria que es también el destino veraniego más popular de la Argentina, unos cientos de kilómetros al este de Monte Hermoso. El edificio del instituto se erige sobre un masivo rompeolas que separa la base de submarinos de la ciudad de la lujosa franja de costa conocida como playa Grande. En él docenas de científicos y estudiantes de doctorado trabajan en proyectos de ciencias marinas aplicadas que van desde el cp control por satélite del mar argentino hasta el desarrollo de programas piloto de pesquería para especies como el pez limón y el pulpo. Aquí, en el marco del programa de Ecologías Pesqueras, Schiariti lidera la investigación sobre las medusas.
Su oficina parece confirmar el apodo: fotos de coloridos especímenes, mapas oceánicos y notas garabateadas con nombres científicos de especies y subespecies cuelgan de las paredes. Sobre el escritorio, una medusa de peluche se apoya en el costado de un monitor, y arriba, un par de docenas de libros sobre medusas descansan en una estantería flotante.
“Las regiones costeras de todo el mundo han visto mucho desarrollo en las últimas décadas. Hemos instalado plantas nucleares y fábricas, construido hoteles y resorts para turistas”, dice Schiariti. “Dirigimos recursos a un sinnúmero de lugares que previamente habían visto poco o nulo desarrollo, y pocos años después notamos que casi todos los veranos, una enorme cantidad de medusas aparece en estos espacios, o en las cercanías de una planta de desalinización que fue instalada hace menos de una década”.
El científico no considera que el cambio climático sirva como explicación a la proliferación de medusas a nivel mundial y, pese a que el fenómeno sea visto como una maldición para muchos, también puede ser percibido como una bendición. “La proliferación se vuelve un problema alrededor del planeta, y en paralelo, existen maneras para beneficiarnos de ella. La producción de alimentos es, quizás, la más realista y viable de todas”, dice.
Schiariti, con su disposición amable de profesor universitario, lleva estudiando 15 años las poblaciones de medusas. Su experiencia de campo, en el contexto de la explosión demográfica global, lo ha llevado a promover la medusa como una fuente de alimentación.
Para empezar, es importante reconocer que la medusa tiene valor nutricional. Son, básicamente, “proteínas, agua y sal, con bajo a nulo contenido graso”, explica. “No las consideraría un plato principal, pero funcionan bastante bien como acompañamiento para otras preparaciones”.
“Tuve la oportunidad de probar medusa en distintas circunstancias y platos a lo largo de los últimos años,” continúa. “Tiene una textura extraña, al menos para mis estándares: suave y crujiente al mismo tiempo. ¿Es eso siquiera posible? En lo que respecta al sabor, no es tan mala como se puede imaginar. Es salada y de un sabor ligeramente suave, casi como un brote de soja. Ciertamente no lo más memorable que se puede probar, pero tampoco lo peor.”
“Dirigimos recursos a un sinnúmero de lugares que previamente habían visto poco o nulo desarrollo, y pocos años después notamos que casi todos los veranos, una enorme cantidad de medusas aparece en estos espacios, o en las cercanías de una planta de desalinización que fue instalada hace menos de una década”.
Schiariti quiere que la gente (en Argentina y fuera de ella) se ponga en el lugar de quienes ya consumen medusa, en lugares como China, Japón, Indonesia y Tailandia. “En Occidente los consumidores no piensan en la medusa como comida y los pescadores la consideran una captura inservible, en el mejor de los casos. Pero no es así en todas partes”, remarca. “Al este de Asia la medusa es parte del menú hace décadas. Se la consume en sopas, snacks y ensaladas, entre otras formas. No todos en Asia la consumen de la misma manera, ni siquiera consumen las mismas especies, y me gustaría enfatizar este aspecto. Los japoneses, por ejemplo, no consumen las mismas especies de medusa que la gente de China. Esto es una ligera prueba de que la medusa es capaz de atravesar barreras culturales y aún así ser considerada una fuente valiosa de alimento en lugares muy distintos”. No todo es optimismo; Schiariti suaviza su entusiasmo y concede que solo 20 especies, de las miles que existen, son demandadas por estos países, por lo cual la pesca de medusas estaría limitada por el gusto de los consumidores.
De todas formas, Schiariti argumenta que el desarrollo de una pesquería de medusa podría ayudar a los pescadores artesanales del planeta, ofreciéndoles una fuente extra de ingresos. Argentina, por su parte, cuenta con una de las plataformas marinas continentales más extensas del planeta (más amplia que la de Brasil y aproximadamente de la mitad del tamaño de la de Estados Unidos) y es en este tipo de aguas donde las medusas abundan. Por otra parte, los futuros beneficios que pueda deparar la pesca están atados a la disponibilidad de inversiones y educación en la materia, y es aquí, según Schiariti, donde se presenta uno de los mayores desafíos.
“Los políticos aún ven el tema con incredulidad”, admite, “pero millones de personas ya consideran la medusa como alimento”. Y un mercado así tiene un potencial económico enorme.
La misión de Schiariti no es nada sencilla. En Argentina es difícil encontrar el tipo de apoyo público y privado que una pesquería de medusa requiere. La economía del país atraviesa una crisis de grandes proporciones, y la industria pesquera refleja tanto errores presentes como pasados: embarcaciones obsoletas, salarios estancados, costes operativos altos y la competencia de pesqueros ilegales se presentan como los más sobresalientes. Según datos de la Cámara de Industrias Navales de Mar del Plata, la edad promedio de la flota pesquera es de 40 años, y los problemas de mantenimiento son moneda corriente. Nada parece fácil: cualquier proyecto pesquero que involucre a la medusa tendría los mismos problemas que aquejan al conjunto del sector.
Tampoco es fácil persuadir al resto del mundo de que incluya a las medusas en el menú no es sencillo. Pero Schiariti cree que comer medusa puede ser visto como un acto de empatía cultural, una manera acercarnos a otro tipo de cultura, de entender distintas maneras de pensar, y más precisamente, de pensar la comida.
Antes de finalizar la entrevista, Schiariti me entrega un pequeño paquete de plástico con inscripciones en chino. Al tacto se siente como un colchón de agua en miniatura relleno de bandas elásticas. “Medusa, para que pruebes”, dice. “Es de este año, así que supongo que es segura para comer”. No suena muy confiado.
El gusto es construido, temporal y subjetivo. Factores sociales, económicos, culturales y religiosos influyen nuestras dietas y contribuyen a hacer del gusto un concepto difícil de encasillar, con infinitas ramificaciones.
Unos días después de mi entrevista con Schiariti abro el paquete y coloco un puñado de tiras en un recipiente con agua. De esta manera, según me comentaron, la carne perderá parte de su contenido de sal. Ya tengo decidido cómo voy a comerla: primero, probaré un par de piezas sin ningún tipo de añadido para tener una impresión limpia del sabor. Después, si este no es espantoso, añadiré el resto a una ensalada de tomate y lechuga, y rociaré todo con aceite de girasol y reducción de vinagre aceto balsámico.
Mientras espero a que la medusa esté lista, empiezo a leer varios artículos de Carolyn Korsmeyer, una filósofa del gusto y el tacto que trabaja en la Universidad de Buffalo. Sus ideas sobre las comidas extrañas e inusuales son muy enriquecedoras; abordando la famosa cena anual del Club de Exploradores, donde más de un millar de investigadores e intelectuales se visten de gala para celebrar el “instinto explorador” degustando comidas como insectos o testículos de toro, Korsmeyer escribe: "Comer es necesario, placentero... e inevitablemente destructivo. Las comidas extrañas generan no solo disgusto, sino también otras emociones como simpatía, lástima y curiosidad. ¿Son estas emociones útiles como guías culinarias?"
Korsmeyer parece dirigirse a la pregunta más amplia de qué constituye el gusto. En principio, sabemos que es construido, temporal y subjetivo. Factores sociales, económicos, culturales y religiosos influyen en nuestras dietas y contribuyen a hacer del gusto un concepto difícil de encasillar, con infinitas ramificaciones. El placer, por supuesto, también es un concepto flexible, y cuando se asocia a la comida puede tomar diversas formas. Para algunos, estará representado por un tomate libre de pesticidas; para otros, será el costillar de un animal que cazaron ellos mismos. Korsmeyer argumenta que las comidas inusuales “tienen la capacidad de ocupar el tipo de funciones simbólicas que ocupa el arte, la transformación de la aversión en placer, del disgusto en delicia.”
Dos horas han pasado; la medusa debería estar lista. Voy a la cocina, paso el contenido del recipiente por un colador de pasta y me quedo mirando las tiras de carne espectral, intentando decodificar su simbolismo. ¿Qué significa esto para mí? Agarro una pieza y la sostengo frente a mis ojos, y pienso en las duras vidas de los pescadores de General Lavalle, un pueblo sobre la Bahía de Samborombón en el norte del mar del Plata. Muerdo una pedazo. Tiene un ligero sabor a mar y la textura no es tan fibrosa, gracias a Dios. Mientras mastico, empiezo a creer que Korsmeyer tiene un buen argumento: la curiosidad puede, en efecto, funcionar como una guía culinaria. Después de todo, es una de nuestras más antiguas guías para todo, desde territorios a descubrimientos científicos, una fuerza que conecta pasado, presente y futuro. Trago el primer bocado y recuerdo una de las líneas finales de La biblioteca de Babel, el cuento de Jorge Luis Borges: "La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma".
No hay curiosidad posible sin un grado de incertidumbre, y el pensamiento de que estas cualidades emocionales me trajeron hasta aquí (a este momento de comida, de vida) me hace sentir bien, en calma. Agarro otro pedazo. No está tan mal, después de todo.
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