El ‘sobreturismo’ o por qué quizá deberías dejar de viajar
Image: REUTERS/Bob StrongRCS/PB
La playa de Kuta es la más fotografiada de Bali. Pero el año pasado las fotos no las hacían los turistas sino la prensa. Retrataban una emergencia sanitaria bastante atípica: la arena dorada y las aguas turquesas se habían sumergido bajo una montaña de mierda. La basura había devorado la playa y los voluntarios llegaron a recoger hasta 100 toneladas de desechos al día. La naturaleza avisaba de que el turismo desaforado que lleva años arrasando la isla era insostenible. Obviamente, nadie hizo caso.
Bali es uno de los lugares que más sufre los efectos del sobreturismo, un concepto popular en la prensa anglosajona que suena a novedad por estos lares. Se ha hablado mucho de sus consecuencias, la turistificación de las ciudades y la turismofobia de sus habitantes, pero poco de este palabro, que vendría a describir la raíz del problema.
Es barato, es fácil y está de moda. Viajar es la panacea del siglo XXI. En 1950 se producían 25 millones de viajes al año. En 1996 se contabilizaron 560 millones. En 2016 esta cifra se dobló, llegando a los 1.200 millones de viajes. La industria ha crecido hasta límites mastodónticos, convirtiéndose en el negocio más productivo del planeta. Una de cada 11 personas en el mundo trabaja en turismo y viajes, un sector que genera más de siete billones al año, el 10% de la riqueza mundial.
Estas cifras mareantes explican, que no justifican, la pasividad de las autoridades a la hora de analizar otros efectos secundarios del turismo. La degradación ambiental, el aumento en los costes de vida y el empobrecimiento cultural son los más destacados. Mientras estos problemas aumentan y llegan a la puerta de nuestra casa quizá haya llegado el momento de plantearse una pregunta radical: ¿Deberíamos dejar de viajar?Puede que la premisa parezca exagerada. Hay medidas menos extremas que igual podrían atajar los perjuicios del sobreturismo. Ibiza ha puesto aforo a sus playas más populares cortando carreteras. México ha llegado a cerrar totalmente algunas por exceso de turismo. Filipinas y Tailandia han hecho lo propio con islas enteras, que serán reabiertas, con ciertos límites, en el futuro. Sin embargo, cualquier habitante de estos lugares, incluso cualquier turista, puede comprobar que estas medidas son ciertamente insuficientes, insignificantes.
Menos es nada. En un contexto en el que el éxito turístico se analiza en cifras y la máxima cuanto más, mejor, es la ley, no podemos más que aplaudir estas iniciativas. Los ejemplos opuestos abundan y ponen los pelos de punta. El año pasado, en Tanzania, las operadoras turísticas quemaron unas 185 casas de masais porque eran un estorbo para los safaris que organizaban en la zona. Dejaron más de 6.800 personas sin hogar.
En India, decenas de miles de indígenas están siendo expulsados ilegalmente de las zonas donde hay reservas de tigres para fomentar su visita por parte de los turistas. La expulsión de los habitantes no tiene por qué ser violenta. En 1950 el centro histórico de Venecia tenía 179.000 habitantes. Ahora apenas quedan 49.000. Es el mayor descenso de población que haya sufrido la ciudad desde el siglo XVII, cuando hubo una epidemia de la peste. La UNESCO ha dado un toque de atención al Gobierno italiano y ha asegurado que si no toma medidas extremas, la ciudad morirá.
Los ejemplos salpican el globo hasta tal punto que en su evento del año pasado, el International Tribunal on Evictions, una organización que analiza los desahucios a nivel global, avisaba de los producidos por el turismo. Se centraba en los casos de India, Sri Lanka, Argentina, Kenia e Italia, pero hay muchos más. La organización llegaba a afirmar que «el sobreturismo está atacando los derechos humanos».
Los propios agentes del sector han empezado a darse cuenta del problema e intentan, de forma tímida, concienciar sobre él. En la Organización Mundial del Turismo han incluido el sobreturismo en su agenda y han propuesto un decálogo de buenas prácticas para el viajero llamado Is it too much to ask?
La primera es evitar viajar a ciertos lugares que sepamos que están masificados. La segunda, no visitar, dentro de esos lugares, los monumentos o zonas más transitadas. La idea es que, aunque quede muy bien en tu Instagram, igual deberías pasar de la Torre Eiffel en tus próximas vacaciones.
En un interesante artículo titulado ‘El turismo mata los barrios’, el diario The Guardian alertaba de que el auge de las pequeñas escapadas urbanas había hecho que aumentara el número de turistas, pero no los lugares que visitaban. «Las mismas atracciones se han utilizado para comercializar ciudades como París, Barcelona y Venecia durante décadas, y los visitantes utilizan la misma infraestructura que los residentes para llegar a ellas», alertaban. «Demasiadas personas hacen lo mismo al mismo tiempo».
Sin embargo, quizá lo más importante para ser un buen visitante sea asumir que eres parte del problema. Todos queremos trascender al turista y convertirnos en viajeros, mochileros, aventureros. Pero dan igual los eufemismos, los juicios de valor o las ínfulas de Robinson Crusoe que podamos tener: todos formamos parte del mismo problema. Y deberíamos formar parte de la solución.
En los últimos años se ha empezado a hablar de turismo sostenible. Esta modalidad no solo se preocupa por el impacto ambiental del turismo, sino por el social y económico. Países como Bután, Costa Rica y Canadá están a la cabeza en esta modalidad y se vanaglorian de no haber reducido por ello sus ingresos. Esta modalidad es especialmente importante en los países en vías de desarrollo, pues anima a gastar el dinero del viaje en la comunidad que se visita.
El turismo es la primera o segunda fuente de ingresos de exportación en 20 de los 48 países menos desarrollados del mundo, según la Organización Mundial del Turismo. Sin embargo, un informe de 2013 de la organización señaló que solo cinco de cada 100 dólares gastados en un país en desarrollo se queda en ese destino.
A pesar de los nobles motivos fundacionales, este tipo de turismo tampoco está exento de problemas. El más generalizado es que aumenta considerablemente el precio de los viajes y hace que solo unos pocos privilegiados puedan permitírselo.
El segundo es que incluyendo en la millonaria ecuación a los más necesitados se pueden producir efectos perversos. En África, la inclusión de muchos poblados en la ruta turística incentiva que sus moradores abandonen sus costumbres y modo de vida y se conviertan en meros extras de un parque de temático, con resultados más que desagradables.
En Camboya, el turismo de orfanatos proporciona un afán de lucro que convierte a los niños en productos sobre los que pivota toda una industria. Entre 2005 y 2015, el número de orfanatos camboyanos aumentó en un 60%, a pesar de que aproximadamente el 80% de los niños ingresados en estas instituciones tiene al menos un progenitor vivo.
La idea de que el mero hecho de desplazarse a países extranjeros contribuye a la formación y transformación del individuo es una herencia de Le Grand Tour. Este itinerario, muy popular entre la clase pudiente inglesa de mediados del siglo XIX, es el antecedente del turismo moderno y basaba su éxito precisamente en la idea de que viajar abre la mente.
El argumento podía tener sentido entonces, cuando el acceso a la información y el contacto con otras culturas era limitado. Cuando el viaje tenía más de aventura, menos de negocio. Pero las circunstancias han cambiado.
Hordas de turistas son conducidos en autobuses con pasividad bobina. Van de una atracción a otra sin salirse de la fila, esperando su turno para hacer un rápido selfi ante la Mona Lisa, cruzar el puente Rialto, encajar una toalla en una playa masificada o comprar un suvenir. ¿Son esas experiencias tan enriquecedoras y transformadoras?
Decía Martin Parr, el fotógrafo que mejor ha retratado los excesos del turismo, que lo que más le llama la atención de este fenómeno es «la contradicción entre la mitología de estos sitios y la realidad». Sirva para ilustrar esa diferencia dos noticias recientes.
Dicen que Venecia es única, pero la ciudad italiana tiene 27 réplicas solo en EEUU. Aún así, es la urbe original la que ha colocado, como si se tratara de un parque temático, torniquetes en su entrada. Dicen que Ibiza es la isla libre por excelencia, pero el año pasado lo fue un poco menos: había huelga de hippies. Los famosos tambores que amenizaban los atardeceres de la playa de Benirras se silenciaron de pronto. Los hippies que los tocaban decidieron dejar de hacerlo ante la negativa de los bares de la zona de pagarles 700 euros por sesión.
Las ciudades se han convertido en decorados y sus habitantes, en extras hasta extremos esperpénticos. El turismo ha transformado el planeta en un espectáculo uniforme, homogeneizando ciertos elementos y exagerando hasta la caricatura otros supuestamente pintorescos.
El turista se convierte así en un espectador pasivo que deambula por la imitación de un lugar que una vez quiso visitar. Consume experiencias empaquetadas, esterilizadas, envueltas en un halo de falsa autenticidad. Por eso, quizá, ha llegado el momento de preguntarse si deberíamos seguir viajando. O, al menos, si deberíamos hacerlo tal y como lo hacemos ahora.
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