El futuro de la biodiversidad pasa por la cesta de la compra
Image: REUTERS/Ibraheem Abu Mustafa
La cesta de la compra de una familia de Ohio (Estados Unidos) afecta a la biodiversidad de la península ibérica. La afirmación, tan genérica como desconcertante, va más allá del efecto mariposa y condensa la importancia del consumo y de la exportación de productos en la salud del planeta y de las especies que lo habitan. El biólogo Edwar Osborne Wilson, a quien se atribuye el término “biodiversidad”, lo resume de manera sencilla: serían necesarios los recursos de cuatro Tierras para que toda la población del mundo pudiera alcanzar los niveles estadounidenses.
Una publicación de la revista científica Nature Ecology & Evolution vincula los hábitos de consumo con la vida silvestre, sirviéndose de herramientas de big data. A través de una serie de mapas, sus autores determinan que existen 6.803 especies de animales vulnerables por las costumbres humanas. “Localizar puntos críticos impulsados por el consumo de bienes y servicios puede ayudar a conectar a conservacionistas, consumidores, empresas y gobiernos, con el fin de mejorar las acciones de conservación”, explican.
España y Portugal aparecen coloreados en morado en este estudio. La tonalidad alerta así de la presencia de peces y pájaros en peligro de extinción. “Podemos ver muchas amenazas de especies de aves vinculadas a una agricultura cada vez más industrializada. Asimismo, España exporta muchos productos agrícolas a Estados Unidos, incluyendo verduras encurtidas, nueces, mermeladas y conservas”, detalla uno de los autores de la investigación, el japonés Keiichiro Kanemoto, que citando un estudio de SEO/BirdLife cifra en 64 millones la pérdida de aves en los últimos 20 años en el Estado español. “La intensificación agraria traducida en la eliminación de lindes, la generalización de los monocultivos o la extensión del uso de numerosos productos fitosanitarios, entre otros factores, podrían estar detrás de esta progresiva desaparición de aves agrarias que también afecta a otras especies”, subraya Juan Carlos del Moral, miembro de esta organización.
Que la forma de vida humana afecta al resto de variedades del planeta y a la pérdida de biodiversidad resulta evidente a tenor de los estudios. La alarmante disminución del número de abejas, fundamentales para la vida, es el paradigma de ello. Sin estos insectos es complicado que haya polinización de plantas y, a su vez, es el modo de cultivar lo que está acabando con ellas. Tres datos de Greenpeace esbozan la problemática: el 75% de los alimentos que consumimos depende de la polinización; el 37% de las poblaciones de abejas en Europa están en declive; y, solo para la agricultura española, el valor económico de la labor de polinización de estos insectos es de más de 2,4 millones de euros.
Puestas las cifras boca arriba, ¿por qué están desapareciendo las abejas? Entre otras razones, el dedo acusador apunta a la agricultura industrializada, que suele implicar monocultivos (menor disponibilidad y diversidad de alimento para estos insectos) y plaguicidas. De hecho, recientemente la Unión Europea ha prohibido el uso de tres insecticidas relacionados con el declive de estos animales, según diversos estudios. Por otro lado, la agricultura industrializada suele ocupar también cada vez mayores extensiones: la expansión de territorios agrícolas ha sido mayor desde la Segunda Guerra Mundial hasta la actualidad que durante los siglos XVIII y XIX, lo que implica la desaparición de superficies boscosas. Aproximadamente, el 24% de la superficie terrestre del planeta está cubierta por cultivos.
“La agricultura global habría superado ya un punto de inflexión amenazante, pasando de ser una causa menor de degradación ambiental hace tan solo 35 años, a constituir la causa más importante de la desaparición y fragmentación de hábitats y de la consecuente pérdida de bosques y biodiversidad”, han escrito Marcelo Cabido y Marcelo Zak, investigadores argentinos e integrantes del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC).
Y aquí se abre el campo de las preguntas y los matices, de las propuestas y las alternativas. “La agricultura no es enemiga de la biodiversidad. Pero sí una forma intensiva e industrializada de cultivar plantas. Y esto se aplica en general a muchas actividades humanas, ya que lo mismo se puede decir de plantaciones forestales que se hacen con el único fin de producir alimentos o productos directos como la madera”, explica a este medio el doctor en Ciencias Biológicas e investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) Fernando Valladares. Una afirmación avalada por la FAO desde 1996, cuando apuntó que la causa principal de la erosión genética, es decir, de la pérdida de biodiversidad, es la sustitución de variedades autóctonas por otras de origen industrial debido al desarrollo de la agricultura industrial y mercantil.
Antes que enemiga, la agricultura incluso fomenta, en muy diferentes ocasiones, una mayor biodiversidad. “La tradicional ha dado lugar a muchas variedades de especies vegetales y ha generado nuevas interacciones entre animales y plantas, lo cual es en sí mismo otra forma de biodiversidad y genera, a su vez, novedades evolutivas que también incrementan la biodiversidad. Algunas de las zonas más biodiversas del planeta, como la cuenca mediterránea, han sido cultivadas durante milenios y se han generado interesantes sinergias entre zonas más gestionadas y otras más naturales que han favorecido la conservación de estos altos niveles de biodiversidad”, comenta Valladares.
Una tesis cercana es la que defienden Isabel Vara-Sánchez y Mª Carmen Cuéllar, del Instituto de Sociología y Estudios Campesinos de la Universidad de Córdoba, quienes hablan de “biodiversidad cultivada”, que es la que se da en los sistemas agrarios. “Son la mano y los conocimientos de las personas que manejan y diseñan esos espacios los que generan esa diversidad. Cuando hablamos de ‘biodiversidad cultivada’, decimos que la dimensión cultural humana va de la mano”, añade Cuéllar a esglobal.
El debate, por tanto, se sumerge en ver y decidir qué tipo de agricultura se practica, dado que la crianza del campo no siempre implica una misma filosofía y manejo. Para Valladares se precisa una amigable con el medio ambiente, que respete la flora y fauna nativas de los lugares donde se realiza, con un uso mínimo y racional de agroquímicos y de recursos clave como el agua y el suelo fértil, y que se apoye y favorezca la economía local. Para este experto, así sería compatible con la conservación. Por su parte, Mª Carmen Cuéllar apuesta por la “diversificación productiva”.
España es el país de la Unión Europea con mayor superficie dedicada a cultivos ecológicos, más de dos millones de hectáreas, según el Eurostat. Aunque es Austria el primero en porcentaje -21% frente al 10% de España-, debido en parte a una apuesta estratégica del Gobierno desde hace años. Los Objetivos de Desarrollo Sostenible también caminan en esta dirección de cambio al reconocer la necesidad de transformar los sistemas alimentarios y la agricultura.
La investigadora Ainhoa Magrach añade una nueva arista: las necesidades de alimentación de una población mundial en aumento, aunque con matices: “El problema en muchos casos es la distribución y el acceso a los alimentos y también el desperdicio, que ahora mismo representa alrededor del 30% del consumo”. Esta experta del Basque Centre for Climate CHange (BC3) explica que, en el ámbito científico, se ha abierto un debate no resuelto sobre qué es mejor, si la separación de las áreas de producción de alimentos de las zonas de conservación de la biodiversidad (land sparing) o la integración de ambos espacios (land sharing). La primera alternativa “asume que, si se separan ambas zonas y se aumenta la producción en las zonas agrícolas al aumentar la intensificación inmediatamente, esto dará lugar a un incremento de las áreas naturales. Pero rara vez ocurre, ya que en muchos casos esa misma intensificación tiene efectos negativos sobre las áreas naturales cercanas, por contaminación por pesticidas, exceso de uso de fertilizantes, etcétera…”, subraya a este medio.
Por ello, Magrach, que ha participado en la investigación internacional “Dieciséis años de cambio en la huella humana terrestre global y sus implicaciones para la conservación de la biodiversidad”, publicada por Nature Communication, añade que “cada vez más se habla de la intensificación ecológica como solución”, lo que implica la sustitución de muchos productos, como los fertilizantes, por servicios ecosistémicos. Y pone ejemplos: la presencia de aves insectívoras en zonas agrícolas rodeadas de bosques puede aumentar el control de pestes sin necesidad de usar químicos; o si se dejan zonas con abundancia de flores, los polinizadores salvajes, nuevamente las abejas, pueden aumentar la producción de muchos cultivos.
La Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO, por sus siglas en inglés) afirma incluso que “la agricultura orgánica está abocada y comprometida a la conservación y al aumento de la biodiversidad dentro de los sistemas agrícolas, tanto desde una perspectiva filosófica cuanto desde el punto de vista pragmático de mantener la productividad”. Además, recuerdan que muchos bancos de semillas y programas de conservación de variedades indígenas están relacionados con proyectos de agricultura orgánica.
Ainhoa Magrach finaliza a modo de consejo: “Dada la crisis de biodiversidad en que nos encontramos inmersos, la conservación debería tomar un papel prioritario en las decisiones que se toman en cuanto a los usos del suelo”. Es decir, en cuanto a los productos de la cesta de la compra, en España. Y también en Ohio.
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Anja Eimer
11 de noviembre de 2024