‘Esclavos del tiempo’: ¿Nos dan las máquinas más tiempo libre o nos lo roban?
Image: REUTERS/Darrin Zammit Lupi
Bip, bip…
El siglo XX llenó el mundo de nuevos cacharros revolucionarios. En esa borrachera de progreso, muchos aparatos venían con una promesa: la tecnología libraría a las personas de tareas tediosas y trabajos rutinarios. Y así lo hicieron los electrodomésticos. Mejor volcar el cesto de la ropa sucia a la lavadora que hacer lo que dice esta copla:
Lavandera, dale que te dale,
dale a los pañales, dale al restregón ♪
Lavandera, dale que te dale,
a esos delantales y a ese camisón ♫
Pero la socióloga Judy Wajcman se para en seco y en su libro Esclavos del tiempo, vidas aceleradas en la era del capitalismo digital escribe:
«¡Un momento! No hace tanto, los comentarios sobre la sociedad postindustrial predecían una “revolución del ocio” impulsada por la automatización en la industria y en el hogar. El progreso económico y la creciente prosperidad liberarían a la gente de tener que centrarse en atender las necesidades de subsistencia y, así, proporcionarían más tiempo libre. Los sociólogos hablaban del “fin del trabajo” y se preguntaban (…) en qué se ocuparían las horas libres».
Las predicciones de estos sociólogos derraparon. Hoy el tiempo parece ir agarrado al cuello: apretando el gaznate del que va en el coche, pitando, cabreado; en los codazos del frenético que se va haciendo hueco entre los viandantes a toda velocidad. Y todos mirando de reojo al móvil, el nuevo amo y señor de nuestra atención.
«Los debates académicos sobre el impacto de los dispositivos digitales normalmente confirman la opinión popular de que las tecnologías están acelerando la vida y nos hacen estar más atareados. Las tecnologías de la información y la comunicación, en rápida evolución, están marcando una época totalmente nueva en la condición humana».
Y según Wajcman esto ha dado lugar a «la paradoja de la falta de tiempo»: ¿Máquinas más rápidas llevan a tipos de vida más rápidos?
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Internet y el trabajo en remoto: ¿liberan o esclavizan? La socióloga Judy Wajcman cuestiona la nueva figura del «trabajador atado a la tecnología sin ningún control sobre su tiempo».
Tantos mensajes que responder, tantas llamadas al móvil… Ocuparse de cinco asuntos a la vez (multitarea); disponer de ochocientos mil datos que dicen una cosa y la contraria (infoxicación); el deber de responder a cada mensaje lo antes posible; una interrupción, y otra, y otra, y otra (desconcentración). «La oficina contemporánea se ha transformado en un ubicuo tecnopaisaje y esto ha reconfigurado la propia naturaleza del tiempo de trabajo».
«Me pone cuarto y mitad»
«La velocidad de unos pocos depende de que otros permanezcan inmóviles», escribe, tajante, Judy Wajcman. La rapidez se paga. O, lo que es lo mismo, no todos pueden pagar para ahorrarse largos tiempos de espera o un billete en el tren bala. Hasta en los vuelos en avión, en los que todos los pasajeros viajan a la misma velocidad, los pasajeros de primera clase entran y salen antes de la aeronave para evitar las colas.
El acceso al aparcamiento es más rápido que el del que vuela en turista, expone la socióloga. «El aeropuerto de Londres ofrece a los pasajeros que viajan a Nueva York en clase Business la opción de volar vía Dublín para pasar allí el control de inmigración y, así, no tener que hacer cola al aterrizar en Estados Unidos».
Glu, glu
Los humanos llevan toda la historia diseñando objetos que le ayuden a controlar el tiempo. Desde la rueda, que acortaba el tiempo de un camino, hasta un objeto que cambió la vida de muchas mujeres: el biberón. Judy Wajcman reflexiona sobre el modo en que este aparato permite que muchas madres manejen el tiempo a su antojo en vez de estar sujetas a los ciclos naturales de amamantamiento de un bebé.
Live! Breaking news!
Desde que no hacen falta ni barcos, ni días, ni horas para comunicarse con cualquier lugar del mundo existe un nuevo concepto del tiempo: el tiempo cronoscópico. Un presente que se ha convertido en «instante electrónico intensivo».
Lo que antes se percibía como el dique inamovible del paso de las horas hoy, con internet y la comunicación en tiempo real, se ha convertido en una sensación constante de flotar en lo instantáneo.
«El tiempo tecnológico ya no forma parte del tiempo cronológico. Las tecnologías de la velocidad provocan una “alteración de los sentidos” en la que el espacio real se ve reemplazado por procesos “en tiempo real”».
Pero los márgenes donde se escribe la historia siempre están llenos de ironías y paradojas. «La propia capacidad electrónica de estar aquí y a la vez en otra parte en nada de tiempo ha llevado al cuerpo a la inmovilidad», señala la socióloga. Muchas personas pasan la mayor parte del día sentados frente a una pantalla que puede mostrar cualquier lugar del mundo en directo.
El trabajo y el ocio, más sedentarios que nunca, se han atrincherado entre monitores, sillas y sofás. El periodista que antes iba de un lado a otro buscando información parece ahora un pollo de granja, apalancado todo el día ante un ordenador. Los niños ya no corretean por las calles; se quedan en casa jugando en red con sus amigos o viendo vídeos de cualquier parte del mundo en YouTube.
Algunas formas de hablar del tiempo de hoy:
Sociedad de alta velocidad
Sociedad de la aceleración
Hambre de tiempo
Esclavos del tiempo
Vamos como pollos sin cabeza
EL PASADO
Más prisa => más pasta
Nunca se dio tanta importancia al tiempo como el día que descubrieron que reducirlo resultaba muy rentable. Achicar los periodos de producción agrandaba las ganancias. Ocurrió durante la Revolución industrial y desde entonces el capitalismo se empeñó en acelerar el tiempo y reducir el espacio en una «aldea global».
Ya lo advirtió Karl Marx. «En el capitalismo, el tiempo es literalmente dinero, y cuando el tiempo es dinero, más deprisa significa mejor», explica Wajcman. En la era de la agricultura y de la artesanía, el trabajo se guiaba más por la luz, el clima y la naturaleza. Pero la llegada de los motores de vapor provocó un giro en la historia de la humanidad que transformó el planeta en una bola llena de humos, fábricas y premuras.
La ética puritana apretó aún más la prisa. El historiador Edward Thompson contó en su libro Time, Work-Discipline and Industrial Capitalism que en las factorías británicas se extendió la idea de que no debía malgastarse el tiempo ni tirarlo por la ventana. En aquel siglo XIX lo que tiraban a las ventanas eran guisantes o piedras pequeñas para despertar a los obreros que tenían que acudir a sus puestos en las minas y las fábricas. Entonces apenas había despertadores y los capataces pagaban a varias personas, los llamados knocker-up, para que pegaran unos golpes con una vara en el ventanuco del dormitorio de los empleados.
En la producción industrial las manecillas del reloj se convirtieron en látigos para el trabajador. Pero en el capitalismo financiero el reloj anda con la lengua fuera: la especulación, las subidas y bajadas de los mercados bursátiles van volados. Las operaciones financieras pretenden saltarse el tiempo, arrancarlo de raíz, para que no le robe un céntimo. Opera en «tiempo real», en «tiempo instantáneo», en «tiempo atemporal».
«Vive rápido y deja un bonito cadáver»
El tren
Las primeras locomotoras apenas alcanzaban 30 kilómetros por hora, pero, acostumbrados a los coches de caballos, esa velocidad parecía una locura. Incluso algunos médicos recomendaron a sus pacientes que no miraran por la ventanilla por si el paso tan veloz de las imágenes los dejaba ciegos.
El coche
En el siglo XIX aparecieron los primeros automóviles. Eran máquinas que se fabricaban de forma artesanal, como el que monta un castillo en la arena, pieza a pieza, con mucha calma. Pero un día de 1913, el empresario estadounidense Henry Ford contó el tiempo que tardaban en montar el bastidor de un coche: 12,50 horas. ¡Qué barbaridad! Pagar tantas horas de trabajo suponía que solo los más ricos pudieran comprar un vehículo. ¿Cómo podría reducir el coste de producción? Metiendo prisa, haciendo coches a toda velocidad, creando cadenas de montaje, fabricando coches en serie. ¡A todo trapo! Un año después, montaban los bastidores en solo 93 minutos. La industria automovilística dio ahí un volantazo que lo llevó, décadas después, a convertirse en uno de los medios de desplazamiento masivo.
El avión
Los primeros aviones comerciales levantaron más euforia que pasajeros. En el verano de 1928, el Heraldo de Madrid anunciaba en un gran titular que su redactor jefe, Manuel Chaves Nogales, daría la vuelta a Europa en avión. «Las distancias han quedado virtualmente destruidas con la navegación aérea. ¿Por qué no utilizar este medio de locomoción que tan bien se acomoda al dinamismo característico de la prensa moderna?».
A los pocos días, después de tomar varios aviones, el periodista escribió:
«El hombre civilizado no estaba satisfecho mientras no le fuese posible recorrer íntegramente su dominio, pero sin riesgos ni heroísmos, y en poco tiempo. Era necesario saltar de uno a otro continente con la misma sencillez con que se pasa de una habitación a otra dentro de casa».
Primero fue el telégrafo (el internet victoriano)
«El siglo XIX transforma de un modo fundamental la medida y el ritmo de la velocidad terrestre. En su primera y segunda década, los pueblos, los países, se aproximan unos a otros con mayor rapidez que los siglos precedentes. Con el ferrocarril, con el barco de vapor, los viajes que antes duraban días se hacen ahora en uno solo», escribió Stefan Zweig en su libro Momentos estelares de la humanidad (1927). El ensayista describió el asombro que provocaba en la población la rapidez de estas máquinas pero, al verlas moverse por la tierra y por el mar, aún podían entender su mecanismo. Lo que desconcertaba era el aparato más revolucionario de todos: el telégrafo que presentaron en 1837 para llevar cientos de palabras de un lado al otro del Atlántico sin que nadie pudiera ver por dónde viajaban.
Un pescador confundió el cable del telégrafo con una anguila obesa y echó el experimento al traste. Pero «el 13 de noviembre de 1851 el segundo intento da resultado», relata Zweig.
«Con ello Inglaterra queda unida al continente. Y así, por primera vez, Europa es verdaderamente Europa, un ser que con un único cerebro, con un único corazón, que vive simultáneamente todos los acontecimientos de la época (…). El mundo ha cambiado desde que en París es posible saber lo que está ocurriendo al mismo tiempo en Ámsterdam, en Moscú, en Nepal o en Lisboa».
En 1899, el primer ministro británico, lord Salisbury, anunció, orgulloso:
«El telégrafo ha reunido a toda la humanidad en una gran nave desde donde se puede ver todo lo que se hace y oír todo lo que se dice y juzgar toda la política que se aplica en el mismo momento que ocurren».
Y el teléfono
En 1860 Antonio Meucci presentó un invento que permitía a dos personas hablar desde distintas habitaciones: el telettrófoni. El ingeniero italiano lo creó para conectar desde su despacho (en la planta baja de su casa) con el dormitorio (en la planta de arriba), donde yacía postrada su mujer. Pero de nada sirvieron sus exhibiciones públicas del «telégrafo parlante». Graham Bell, con sus tretas, le robó durante más de un siglo la autoría de un aparato que consiguió algo más asombroso que la magia: derribar las barreras del tiempo y el espacio para unir a dos personas en una conversación.
Y, desde finales del XX, es internet, que ya ha empezado a ir a toda leche con la tecnología 5G.
«Nuestro arte resalta la carrera y el salto mortal»
El 20 de febrero de 1909, en primera plana del periódico Le Figaro, apareció un texto del poeta italiano Filippo Tommaso Marinetti. Era una oda a la violencia y la velocidad; el trajín elevado a arte. Un grito que clamaba:
El esplendor del mundo se ha enriquecido con una belleza nueva: la belleza de la velocidad.
El Tiempo y el Espacio morirán mañana. Vivimos ya en lo absoluto porque ya hemos creado la eterna velocidad omnipresente.
EL FUTURO
La eterna juventud
Los alquimistas lucharon contra el tiempo, pero ni el oro ni las esencias pudieron alterarlo; los años pesaban como un plomo en la esperanza de vida. Los científicos de hoy, en los laboratorios de medicina regenerativa, siguen en el empeño: estirar al máximo la duración del cuerpo humano.
El gerontólogo Aubrey de Grey explica que el envejecimiento es «una acumulación de daños, de errores genéticos y celulares que se producen, sobre todo, en el ‘motor’ de la célula: la mitocondria». Y, por eso, desde hace décadas trabaja en la idea de que las personas renueven las piezas dañadas de su cuerpo como el que lleva el coche al taller:
«Hacer reparaciones periódicas de procesos como la oxidación celular o la acumulación de residuos moleculares en el interior y exterior de las células retrasa notablemente el envejecimiento».
De Grey vio que el humano responde a la misma lógica que una máquina porque, dice, «el cuerpo es una máquina». La duración de un automóvil, por ejemplo, depende del cuidado que reciba y de las mejoras que le vayan haciendo en el taller de reparaciones. Igual ocurre con el humano. La vida va reduciéndose conforme se deterioran sus piezas, pero habrá un momento, no muy lejano, en que las reparaciones celulares y el recambio de órganos internos sea algo común. Un corazón que no funcione se reemplazará por otro exactamente igual. En la «tienda del cuerpo humano», como lo denomina el científico Michio Kaku, se imprimirá un corazón con las células del paciente. El viejo irá a la basura y el nuevo hará bombear la sangre de esa persona con la fuerza de una víscera sana.
Aubrey De Grey cree que la medicina regenerativa pronto podrá prolongar la vida 30 o 40 años. «Esto tiene unas implicaciones sociológicas importantes. Si eliminamos las enfermedades relacionadas con la edad, las personas mayores podrán continuar generando riqueza y aportando su experiencia», comenta. «Además, no serán una carga para sus hijos».
Kaku estima en su libro La física del futuro que en 2050, con las terapias de células madre, la terapia génica y la tienda del cuerpo humano, una persona podría vivir 150 años o más. Pero De Grey cree que el futurólogo se queda corto. Para esa fecha un humano que vaya reparando sus células podría alejar mucho más la edad de su muerte.
Ojo donde pones el ojo…
Para el humano, el tiempo es una línea recta directa hacia el hoyo. A lo desconocido, allá a lo lejos, lo llama futuro. A lo que siente en cada instante lo llama presente. A lo que guarda en sus recuerdos lo llama pasado. Pero para una rama de la física, esta triada no tiene ningún sentido: el pasado, el presente y el futuro ocurren a la vez.
A principios del XX Albert Einstein dijo que el tiempo dependía del observador. Un siglo después algunos científicos han ido un paso más allá y aseguran que el observador es quien crea la sensación de tiempo. El físico italiano Carlo Rovelli lo planteó en una investigación que publicó en la web ArXiv en 2015. Un año después lo ratificaron Robert Lanza y Dmitri Podolsky en un estudio de la Universidad de Harvard.
«El tiempo no existe como algo que está ahí afuera corriendo del pasado hacia el futuro. En realidad es una propiedad emergente que depende de la habilidad del observador de preservar la información de los acontecimientos vividos», escribió Lanza en la revista Discover. Esta afirmación tiene su explicación en la mecánica cuántica y, para que el lector la entienda, le pide que imagine la luz de su habitación:
«El sentido común nos dice que la luz está encendida o apagada, pero no puede estar en las dos posiciones a la vez. Sin embargo la mecánica cuántica permite esos estados bizarros en los que la luz puede estar ni apagada ni encendida. En su lugar, existen en una superposición de los dos estados: ambas encendidas y ambas apagadas».
Lanza explica:
«Los físicos saben que las leyes de Newton, las ecuaciones de Einstein y hasta las teorías cuánticas son simétricas en el tiempo. El tiempo no juega ningún papel en ellas. No hay un movimiento que mueva el tiempo. Por eso algunos científicos se cuestionan incluso si existe el tiempo. Es más, las teorías de la relatividad de Einstein sugieren que no es solo que no exista un único presente, sino que todos los momentos son igual de reales».
El biólogo presupone la perplejidad que puede provocar este idea en la cabeza del que se mira en el espejo y cada día se ve más arrugas y las nalgas más colganderas. ¿No es eso acaso la huella irrefutable del paso del tiempo? Lanza está convencido de que el espacio y el tiempo son percepciones que surgen de las limitaciones de los sentidos de los humanos. Es una realidad deformada, como el esperpento que aparece de uno mismo cuando te pones frente a un espejo cóncavo.
«¿Por qué solo experimentamos el envejecimiento?», cuestiona el biólogo en este artículo.
«Los observadores tenemos memoria y solo recordamos los acontecimientos observados en el pasado. Si experimentamos el futuro, no podemos almacenar recuerdos de este proceso. No podemos volver atrás al presente sin que se borre esa información. Así, un observador sin mente (que no tiene la habilidad de almacenar eventos observados), no experimenta la sensación de tiempo o de un mundo en el que se envejece».
El autor de ‘Una breve historia del tiempo’:
El físico y cosmólogo Stephen Hawking pensó casi toda su vida que la muerte le intentaba pisar los talones. Por eso tenía prisa en investigar y por eso no le gustaba perder el tiempo, dijo a The Guardian en 2013.
Pero no fantaseaba con la idea de la eternidad:
«Creo que el cerebro es como un programa dentro de la mente y la mente es como un ordenador. Esto implica que en teoría es posible copiar un cerebro, meterlo en una computadora y crear una forma de vida después de la muerte. Pero esto está mucho más allá de nuestras capacidades actuales. Creo que la actual vida después de la muerte es un cuento de hadas para personas que temen la oscuridad».
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