La paradoja de la sequía en América Latina
Image: REUTERS/ Eduardo Munoz
Los habitantes de las regiones centrales de Chile aún recuerdan la mega sequía que les dejó sedientos hace apenas un par de años. Entre 2010 y 2015, esas áreas sufrieron la crisis hídrica más severa de los últimos mil años. Los camiones aljibe eran el oasis que calmaban su sed, como lo son aún y con frecuencia, para más de 150.000 habitantes de Copiapó. La empresa que les surte de agua potable ha declarado que en los próximos dos años se quedará sin abastecimiento.
Más de 50 millones de personas en América Latina y el Caribe no tienen acceso al agua. Cerca de 200 millones de habitantes reciben un servicio discontinuo, por lo que no tienen garantizado su derecho al agua. Pese a ser la región con más oferta hídrica del mundo por habitante y albergar una tercera parte del 2,5% total de agua dulce existente en el planeta, la sequía sigue perfilando un árido futuro.
Esta escasez de agua no responde a una carencia real. La media anual de precipitaciones de la región oscila en torno a los 1.600 milímetros, una cifra que asciende a los 2.400 en la cuenca del Amazonas. “Es una escasez inducida”, afirma Javier Bogantes, presidente del Tribunal Latinoamericano del Agua. “Tiene que ver sobre todo con la falta de un ordenamiento territorial eficaz, el diseño de políticas erróneas y la monopolización del acceso al agua, que están provocando una gran vulnerabilidad hídrica”, asegura Bogantes.
La desigualdad desborda los conflictos por el agua que asolan la región y se acentúa en las zonas rurales. En Nicaragua, por ejemplo, mientras que el acceso al agua potable alcanza al 99% de la población urbana, en las zonas rurales apenas supera el 69%. Un escenario que se traslada a otros países como Bolivia, Colombia o Perú, donde la brecha supera los 20 puntos porcentuales.
“Las comunidades campesinas e indígenas son las más castigadas por las llamadas guerras por el agua. Sin embargo, en algunas zonas urbanas la escasez hídrica es más notoria por la alta concentración de gente y la vulnerabilidad de algunas grandes ciudades como Santiago, La Paz o Lima”, apunta Lucio Cuenca, director del Observatorio Latinoamericano de Conflictos Ambientales (OLCA). “Nuestros países logran atenuar las consecuencias de la escasez hídrica desprotegiendo las zonas rurales”.
Pese a que la red de saneamiento se ha ampliado en la región, todavía hoy 107 millones de personas dependen de sistemas de eliminaciónin situ, como las letrinas o fosas sépticas. Una realidad que agrava el complejo problema de las aguas residuales en América Latina. Pero no es la única responsable. Estos vertidos también han aumentado en las sobrepobladas urbes. Pese a que la ONU ha constatado una mayor inversión en el tratamiento de estas aguas a nivel regional, la contaminación no se ha contenido. “Los grandes ríos están siendo utilizados como basureros. A excepción de Chile, apenas hay inversión para el tratamiento de aguas residuales, no tiene rédito electoral”, afirma Bogantes.
Aunque ha habido avances, el Banco Interamericano de Desarrollo calcula que para lograr el acceso universal al agua, como marcan los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) y la Agenda 2030, la región necesita invertir al menos 28.000 millones de dólares, mientras que la inversión en saneamiento debería ser de más de 49.000 millones.
Los problemas hídricos son conductores de otros males. América Latina anualmente reporta 150.000 muertes por enfermedades relacionadas con el agua, el 85% de niños y niñas menores de 5 años. El racionamiento del suministro y la dependencia del agua embotellada o de camiones aljibe amenazan la soberanía alimentaria de los pueblos, mientras que el deterioro de las fuentes naturales de agua está generando desplazamientos ambientales forzosos.
Pese a que el agua dulce y apta para el consumo humano a nivel mundial es un recurso limitado, su demanda aumenta a la par que sus desafíos. “En las últimas décadas, las actividades extractivistas, el monocultivo forestal y de alimentos o la ganadería han hecho que muchos países de la región se sumen a la lista de la escasez hídrica y sufran sus consecuencias”, apunta Cuenca.
Las extracciones mundiales de agua dulce se han triplicado y la superficie de las tierras de regadío se ha duplicado en los últimos 50 años, según la Unesco. En América Latina, el 70% de los 290.000 millones de metros cúbicos de agua destinados para uso doméstico y productivo son para la agricultura de riego. “Muchas de estas empresas además de valerse de las aguas superficiales, desvían los cauces de los ríos para lograr la irrigación óptima en sus grandes plantaciones”, explica Bogantes.
Los monocultivos, además de acelerar la deforestación, son copartícipes de la escasez hídrica que azota a la región. “Estas enormes plantaciones sustituyen bosques nativos y suelos agrícolas de pequeños productores, profundizando los problemas de erosión y de desaparición de fuentes de agua”, apunta Cuenca.
Muchos sectores clave de producción agrícola dependen de las aguas subterráneas para el riego como el cultivo de la soja en Argentina, Paraguay o Brasil, la piña en Costa Rica, la palma de aceite en los países centroamericanos o la caña de azúcar en el Caribe. Esto, según el OLCA, es un síntoma de la crisis hídrica con la que se está explotando la última frontera del agua que nos queda. “En Sudamérica se extrae entre el 40% y el 60% del agua subterránea y en Centroamérica y México las cifras son más altas”, afirma el director de este organismo.
A la ingente cantidad de agua que requiere el sector, se suma la contaminación por agroquímicos que afecta a las fuentes hídricas. Las fumigaciones de glifosato ya han dejado su huella en diversas zonas de Argentina. Son los llamados “pueblos fumigados”, que culpan a empresas como Monsanto de su crisis hídrica y del aumento de enfermedades y malformaciones.
La alta demanda de madera y celulosa de los países desarrollados ha expandido las hectáreas dedicadas a las plantaciones de pinos y eucaliptos. Estas monoplantaciones, además de transformar el paisaje autóctono, producen sequedad en el suelo y en las capas de agua subterránea. Sus efectos motivaron que en 2013 se iniciara un cambio en la lógica de reforestación en Ecuador para reducir su impacto hídrico.
La expansión de la frontera extractiva es otra causa de la alerta hídrica. Pese a que la minería, junto con la industria, consume de media un 11% del agua de la región, su impacto contaminante es alto, sobre todo cuando se ubica en zonas de recarga acuífera. Según un informe de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), la minería ha vertido sedimentos y químicos como el mercurio o el cianuro al ciclo hidrológico, contaminando aguas superficiales y subterráneas.
“En Chile, como en muchos puntos de la región, hay mineras que usan agua las 24 horas. Nunca dejan de funcionar”, explican desde el OLCA. El problema es que siguen captando agua y no hay norma alguna que el Estado pueda usar para obligarlas a paralizar sus operaciones y abastecer así a la población y las actividades de subsistencia que sufren la escasez. Lucio Cuenca apunta que “esa falta de institucionalidad ha sido deliberada. Es consecuencia del modelo de entregar al mercado la gestión del agua”.
El potencial geológico de la región ha sido un imán para la minería a cielo abierto, permitida en todos los países excepto en Costa Rica. Pero su expansión también genera resistencias. En Cajamarca (Colombia) el 98% de la población votó expulsar a la compañía AngloGold Ashanti de sus tierras para proteger sus fuentes de agua.
Para Meera Karunananthan, directora de Blue Planet Project, iniciativa en defensa del derecho al agua, faltan mecanismos para responsabilizar a las empresas extractivistas por su impacto socioambiental. Según Karunananthan “los Estados latinoamericanos dependen en gran medida del extractivismo y, pese a que algunos tienen una normativa ambiental clara, permiten abusos en nombre del desarrollo económico”.
En América Latina existen más de 250 conflictos que enfrentan a las comunidades locales con compañías mineras, según estima el OLCA. La mayoría denuncia impactos en las fuentes de agua que defienden y por las que, en ocasiones, arriesgan la vida. Según Global Witness, en 2016 al menos 200 defensores del medio ambiente fueron asesinados en el mundo. Casi cuatro a la semana.
La gestión del agua se desarrolla en un mundo dinámico en el que se espera que la población aumenteen más de 2.000 millones en los próximos treinta años, lo que supone un gran desafío.
El analista Robert Glennon esboza un escenario aún más complicado. “El aumento de población, unido al cambio climático, plantea importantes problemas económicos, políticos y morales”, explica Glennon. Este especialista en agua destaca entre los efectos más críticos el aumento de las temperaturas que va a afectar a la producción de alimentos. “Por cada grado que aumente la temperatura, se necesitará más agua para compensar la evaporación”, apunta el experto.
Aunque para reducir los efectos del cambio climático se están explorando otras fuentes de energía alternativa, no siempre tienen el impacto esperado. Más del 60% de la energía eléctrica que consume la región procede de hidroeléctricas, según el último informe del agua de la ONU. Estas estructuras, asociadas habitualmente a la idea de “energía limpia”, pueden tener un efecto en las fuentes de agua, sobre todo cuando son mega hidroeléctricas. “Impactan en decenas de miles de ríos de América Latina, provocando graves alteraciones en los cuerpos de agua y en el ecosistema”, señala Bogantes.
Ante una situación crítica y con perspectivas de agravarse aún más, el debate sobre el papel que deben asumir el sector público y privado a la hora de gestionar los recursos hídricos ha tenido repercusión en la vida política, económica y social de América Latina. El ejemplo omnipresente son las protestas para revertir la privatización del servicio en Cochabamba (Bolivia) durante el año 2000.
Pero no es el único caso. Según el Transnational Institute (TNI), al menos 235 ciudades y comunidades en 37 países han optado por remunicipalizar sus sistemas de agua entre 2000 y 2015. De estas, diecisiete se encuentran en América Latina, como La Paz, Bogotá o Buenos Aires, y han afectado a cerca de 31 millones de personas. Pero también se ha remunicipalizado el servicio en París, Berlín o Kuala Lumpur. El bajo rendimiento, la falta de inversión, el aumento del importe de las facturas, la falta de transparencia y la mala calidad del servicio son los motivos alegados.
En el centro del debate sobre la gestión hídrica de la región suele aparecer Chile. Su sistema de agua y saneamiento, considerado el más privatizado de América Latina y presentado como un modelo para otros países gracias a su cobertura prácticamente universal, se ve desafiado por la sequía y adolece de problemas de suministro en varias de sus comunidades. “En Santiago, las dificultades se deben al gran retroceso de los glaciares, pero también a megaproyectos hidroeléctricos”, apunta Lucio Cuenca, que no quiere que se culpe únicamente al cambio climático de la sequía que viven los latinoamericanos.
Otras voces creen que el mercado puede ayudar a un consumo más responsable si se hace de forma adecuada, y evitar así que la población vea afectado su derecho al agua. “Privatizar puede significar cosas muy diferentes para gente distinta”, señala Glennon. Pero las soluciones mixtas no gozan de consenso. Karunananthan apuesta por lo público: “Las PPP (Public-Private Partnership, asociación público-privada) son privatizaciones. Permiten al inversor privado acceder a fondos públicos, mientras que el socio público asume el riesgo”, dice Karunananthan. La idea de no contar con los grandes grupos económicos para gestionar este recurso guía la convocatoria del Foro Alternativo Mundial del Agua, que se celebra en marzo en contraposición al Foro Mundial del Agua.
Mientras, en algunas zonas de América Latina, ante la ausencia de gestores institucionalizados, hay más de 80.000 organizaciones comunitarias que brindan agua y saneamiento a alrededor de un 10% de la población de la región. Son asociaciones compuestas por grupos de vecinos autogobernados que actúan allí donde no llegan los servicios prestados por las empresas que brindan servicios en las ciudades.
Pero la sed no entiende de debates y cuando la tubería no ofrece las garantías necesarias intenta buscar una salida. El agua embotellada es una de ellas, aunque tiene un costo inasumible para muchos latinoamericanos. Los movimientos por el derecho al agua instan a los gobiernos a garantizar el acceso seguro a través del grifo. Mientras tanto, los mercados, incluidos los financieros, muestran interés por un recurso esencial cuyo valor irá en aumento.
Los analistas consultados están de acuerdo en que la situación es grave y en que el principal problema sigue siendo la gestión humana. Una mayor eficiencia en los sistemas es vital. Del total del agua producida, aproximadamente la mitad se pierde en las redes debido sobre todo a fugas físicas.
El punto más conflictivo de las propuestas pasa por la titularidad y el precio que debe tener el agua. Mientras unos exigen usar el precio “para incentivar el consumo responsable”, otros creen que sería una medida desastrosa e injusta. Peter Brabeck, presidente emérito de Nestlé –una de las empresas líder de agua embotellada en la región junto a Coca-Cola y PepsiCo–, es una de las voces que han propuesto garantizar el acceso al 1,5% del agua utilizada como uso básico y poner un precio distinto al resto. El analista Glennon cree que ese 98,5% debería pagarse por bloques, en los que la unidad de agua sería más cara a medida que se aumentara el consumo. Otros analistas, como Karunananthan, rechazan de plano confiar en los mercados, ya que creen que llevarán el agua a aquellos que puedan pagarla y agravarán el problema.
Pese a que los analistas no siempre coinciden en el cómo, advierten que sólo se podrá revertir esta crisis mundial del agua si se hacen cambios significativos en la manera en la que se entiende, se gestiona y se consume un recurso absolutamente indispensable para la supervivencia.
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