La economía global a examen
Image: REUTERS/Fabrizio Bensch
Los libros de economía suelen estar escritos en globish (un inglés simplificado), que no solo no es nada elegante sino que favorece un estilo opaco que solo dominan los profesionales del oficio. Sin embargo, entender mejor el sistema económico de un determinado país y las transacciones comerciales y financieras internacionales es fundamental para comprender los principales factores que dan forma al mundo en el que vivimos.
Dani Rodrik analiza la política como un economista y la economía como un filósofo. Straight Talk on Trade es un libro fresco y penetrante. Ofrece un análisis incisivo de la compleja relación entre los mercados, los gobiernos y la identidad individual, que permite mantener la estabilidad de las naciones-Estado. En The Growth Delusion, David Pilling presenta una profunda reflexión filosófica sobre cómo vivimos nuestras vidas, organizamos nuestras sociedades y construimos el futuro del mundo. Demuestra que el PIB (Producto Interior Bruto) “se ha convertido en lo que representa el bienestar de un país… En contra de las advertencias de su inventor”. Pilling propone que revisemos nuestra forma de analizar la riqueza de los países. Los dos libros son complementarios en más de un sentido. Ambos autores, uno, profesor en Harvard, el otro, responsable de la sección de África en el Financial Times, escriben un inglés elegante. Y tienen el talento de hacer comprensibles unos problemas complejos.
Dani Rodrik ha criticado desde hace mucho tiempo la adopción del libre comercio por parte de los gobiernos y lo que considera la toma por parte de los intereses empresariales de la agenda económica en muchos países ricos. Otros economistas han despreciado con frecuencia sus ideas, pero los acontecimientos le han dado la razón: sus acusaciones de que durante los últimos 30 años, en general, sus colegas han abandonado los principios fundamentales de la profesión y se han limitado a jalear la globalización —a pesar de ver que sus beneficios iban acompañados de una masacre económica y de una reacción en contra en muchos países europeos y en Estados Unidos—, han acabado corroboradas por la ola de populismo que caracteriza gran parte de la política reciente a los dos lados del Atlántico. Demasiados economistas se han comportado como ideólogos del libre comercio en vez de como los científicos sociales ponderados que deberían ser, y eso ha derivado en errores políticos lamentables, el aumento de las desigualdades y la victoria del presidente Donald Trump.
Los detractores de Rodrik rechazarán un libro que considerarán un educado manifiesto en favor del nacionalismo económico de Trump. Los partidarios del Brexit mostrarán su aprobación al ver que presenta a la UE y sus defensores, con su búsqueda de una integración económica todavía mayor, como una amenaza contra la nación-Estado y la soberanía nacional, y se mostrarán encantados al leer sus argumentos en defensa del mercantilismo y su explicación sobre los límites de la democracia liberal. Sin embargo, los hechos dan la razón al autor: hoy hay más economistas y líderes políticos que nunca que han adoptado su interpretación pragmática de la situación de la política y la economía mundial. Sus numerosas advertencias sobre los enormes riesgos políticos que entrañaban los errores cometidos a la hora de conducir políticamente la globalización toparon con el desprecio de muchos especialistas. Ahora merece la pena que nos tomemos en serio su afirmación de que los dirigentes políticos corren peligro de tener una reacción errónea frente a la crisis actual.
Rodrik defiende desde hace mucho tiempo lo que denomina el trilema ineludible de la economía mundial actual, que consiste en que la democracia, la soberanía nacional y la globalización son incompatibles. La elección de Trump y el Brexit permiten pensar que tiene razón. Sin embargo, los votantes jóvenes suelen participar sin inconvenientes en la economía digital y disruptiva, con su dimensión mundial, y la mayoría de los estadounidenses sigue pensando que el Tratado de Libre Comercio de América del Norte —el pacto firmado hace 20 años entre Estados Unidos, Canadá y México que el gobierno de Trump está renegociando en la actualidad— ha sido bueno para la economía nacional.
Los economistas callaron el hecho de que el libre comercio globalizado, pese a todos sus beneficios, acaba inevitablemente provocando una crisis en ciertos sectores y comunidades, porque tenían miedo de que cualquier crítica a una forma de libre comercio fortaleciera a los proteccionistas que se oponen al libre comercio en todas sus formas. Sin embargo, el empeño en evitar un debate sincero ha sido contraproducente, porque, de hecho, los economistas han “fortalecido a los bárbaros” y han facilitado que los “extremistas y demagogos” tengan más apoyo público. Rodrik no es el único que piensa que los recientes acuerdos de libre comercio han pasado de ser simples intentos de abrir unos mercados cerrados a convertirse en complejos tratados que recompensan a las empresas más poderosas pero, con frecuencia, hacen que los trabajadores pierdan su empleo, que va a parar a países más baratos y con normas laborales y medioambientales más laxas.
Un ejemplo relacionado con Europa explica por qué cree que cada país debería elaborar su propia política: si los países europeos temen los efectos de los alimentos transgénicos en las personas, deberían tener libertad para prohibirlos, aunque eso suponga menos alternativas alimentarias y precios más altos. Si, por ejemplo, los acuerdos comerciales propuestos por la Comisión Europea protegen cada vez más a las compañías farmacéuticas, las grandes multinacionales o el sistema financiero, y no a los trabajadores o las comunidades afectadas, no puede extrañarnos que haya oposición a la idea de una Europa más integrada ni que los partidos populistas estén ganando terreno.
David Pilling ha escrito un libro muy entretenido sobre un tema muy serio: ¿Y si los criterios tradicionales para medir el desarrollo no dan una imagen verdadera del crecimiento económico? Todos los conceptos utilizados en las mediciones económicas se emplean en función de objetivos estratégicos concretos y están concebidos para usos específicos. El máximo ejemplo de este principio es el PIB, elaborado por el economista estadounidense de origen ruso Simon Kuznets para justificar el activismo fiscal sin precedentes del presidente estadounidense Franklin Roosevelt con su política del New Deal en la década de 1930. Richard Stone y James Meade refinaron y desarrollaron posteriormente el concepto para optimizar la explotación de los recursos en el Reino Unido durante la guerra y lo retocaron para facilitar la política fiscal, no para resumir el bienestar nacional ni indicar el grado de avance industrial.
“El desarrollo es hijo de la era de la producción industrial, y el PIB se diseñó para medir la producción material. No es fácil medir con él las economías de servicios modernas, y eso es un problema en los países ricos en los que predominan actividades en ese sector, como los seguros o la jardinería paisajística”. Peor aún, “el problema de los economistas es que suelen reivindicar una superioridad científica que su profesión no merece. Además, utilizan un lenguaje que no tiene mucho que ver con la experiencia cotidiana de la gente”. Las economías más desarrolladas del mundo son hoy un 70% más ricas que en 1992, cuando se supone que el presidente Bill Clinton pronunció la frase “Es la economía, estúpido” para explicar por qué ganaba elecciones. Eran los viejos tiempos, cuando la política era sencilla, las democracias liberales habían alcanzado “el fin de la historia”, nadie se preocupaba verdaderamente por la ideología y la identidad y lo único que importaba era incrementar la prosperidad material. Aquel nirvana no duró, y una economía en expansión no ha logrado impedir un grado de conflicto ideológico y social como no se vivía desde hacía decenios.
El crecimiento económico, afirma Pilling, “se ha convertido en una fijación, el símbolo de todo lo que se supone que debe importarnos y el altar en el que estamos dispuestos a sacrificar lo que sea. Nos dicen que para crecer quizá tengamos que trabajar más horas, cortar servicios públicos, aceptar más desigualdades, renunciar a nuestra intimidad y dar carta blanca a los banqueros creadores de riqueza. Si tienen razón los ecologistas, esa búsqueda sin fin del crecimiento puede acabar por poner en peligro la propia existencia de la humanidad, arrasar nuestra biodiversidad y empujarnos a unos niveles insostenibles de consumo y emisión de CO2, que destruyen el planeta del que depende esa riqueza. La economía es el único ámbito en el que el crecimiento infinito se considera una virtud. En biología, eso se llama cáncer”.
Pilling explica muy bien por qué el PIB es un dato estadístico peculiar, para no decir engañoso. Ahora bien, saber que el PIB es apropiado para unos propósitos muy limitados es una especie de liberación, como bien muestra el autor en la última parte del libro, al abordar los intentos recientes de formular objetivos de políticas públicas que vayan más allá del crecimiento del PIB y elaborar los nuevos criterios necesarios para impulsar y vigilar su implantación. En el ámbito del desarrollo internacional se utiliza con frecuencia el Índice de Desarrollo Humano (IDH), inventado por el economista paquistaní Mahbub ul Haq en 1990. También debemos cambiar nuestra forma de abordar el crecimiento de la población. Muchos economistas tradicionales se preocupan por el envejecimiento de las poblaciones, pero en la mayor parte del mundo, aparte de África, la población ha dejado de crecer. Antiguamente, los pesimistas como Thomas Malthus no podían contemplar un futuro con más gente. Hoy, el pánico invade a los economistas a la primera señal de disminución demográfica. Pero el escaso crecimiento de la población no debería preocuparnos si nuestro objetivo es el crecimiento del PIB por sí mismo. “Los cambios demográficos siempre presentan nuevos retos. Pero no tienen por qué repercutir en lo que de verdad importa: el crecimiento per cápita”.
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Kimberley Botwright
11 de noviembre de 2024