El dilema de Twitter: romper su ecosistema para no morir
El primer paso es la masa crítica. Cuando algo empieza a ganar usuarios de forma progresiva y sostenida, las cosas van funcionando por sí solas, o eso se supone. Pronto nace la comunidad, que es algo más que un conjunto de gente: se trasciende eso para formar un algo, con su lenguaje y sus reglas. Con el tiempo, los que son usuarios acaban siendo de cierta forma ‘gestores’ de ese mismo ecosistema. Al menos, claro, si todo va bien durante el tiempo suficiente.
Piensa en un bar cualquiera: cuando eres un cliente recurrente sabes qué camarero es más rápido, más simpático o pone unas tapas más generosas. Aprendes los códigos del lugar, qué sillas suele ocupar cada quien, y hasta a qué horas o días se hacen según qué cosas. Hoy hacen calamares, mañana es cuando compran la fruta. Con el tiempo, si eres de confianza, hasta te invitan a algo o te fían una copa.
En los entornos digitales sucede algo similar, aunque más avanzado. Hay sitios donde los usuarios acaban siendo el propio ecosistema, pactando normas y tomando decisiones: desde qué temas caben en un foro hasta qué tipo de comentarios se emiten, por poner dos ejemplos. En las comunidades de juego online, por ejemplo, los propios elementos ‘vendibles’ entre usuarios del juego acaban teniendo un precio ‘estándar’, algo que no fijan los administradores sino los propios usuarios. Porque sí, porque eso vale tanto y es lo que se paga. Sin más.
Twitter, como los bares o como los foros, tiene su propio funcionamiento interno. También tiene su masa crítica, que ha aprendido a articularse en base a las propias carencias o limitaciones del sistema. Hasta ahí todo bien. El problema, el drama de la plataforma, es el ya bien conocido de que, a pesar de sus más de 300 millones de usuarios en todo el mundo, lleva años siendo tomado como un entorno en decadencia. Ya sabes, eso de que Facebook ha sabido monetizar su masa crítica, pero Twitter no.
La empresa en sí tiene valor —porque gestiona un montón de información en tiempo real—, pero tiene tres enormes amenazas que son difícilmente salvables. La primera es que la tasa de nuevos usuarios se ha estancado; la segunda es que muchos usuarios son falsos o están inactivos; la tercera —y posiblemente la más importante— es que nadie ha dado con la tecla de cómo hacer dinero con la ingente cantidad de información que manejan. Y todo eso dejando al margen el tema del acoso, los insultos o la información falsa.
Y en esa dicotomía entre ‘sigue funcionando’ y ‘a ver cuánto aguantan sin generar dinero’, llegan los cambios, como el de duplicar la longitud de los tuits. Los gestores de la plataforma intentan moverse para evitar un final indeseado… pero la cuestión es que hay cambios más peligrosos que otros: variar la lógica de funcionamiento esencial puede hacer que dejes de ser lo que eras y que, por tanto, pierdas a los usuarios que ya tienes sin saber a ciencia cierta si captarás otros nuevos.
Como en los bares y en los juegos, en Twitter las cosas significan algo, y esos significados se usan de una forma determinada incluso cuando emanan de limitaciones. El límite de 140 caracteres, explican los fundadores de la compañía, fue algo aleatorio: los SMS tenían 160 y ellos eligieron 140. Pero, al convertirse en una herramienta global, dio forma a un género narrativo propio. La gente aprendió a ser breve, a condensar ideas o críticas. La limitación imponía estilo y convirtió la plataforma en algo ágil. Cada tuit no era un titular, pero casi. Fue una excelente escuela de concisión.
Twitter lleva ya días bullendo con el anuncio de duplicar el espacio de los mensajes, algo que será una cuestión muy menor, trivial incluso, para cualquiera que no use la plataforma. Eso, precisamente, prueba la importancia de construir un ecosistema y su relato: es un idioma que solo hablan los habituales del lugar.
Sin embargo, para quienes habitan en ese contexto, lo de doblar la longitud de los mensajes puede ser el fin de lo que la hacía especial. La idea, dicen sus gestores, es adaptarse a las diferencias idiomáticas: hay países en los que se necesitan más caracteres para expresar una misma idea, y claro, lo que era una limitación aleatoria no debería frenar la expansión de una herramienta.
Desde una lógica de producto, el movimiento puede tener que ver con la —también— larga decadencia de los blogs. Pocos son ya los que usan plataformas que tuvieron su boom diez años atrás: ahora el canal son las redes sociales, donde se genera comunidad y conversaciones. Algunos leen, pero pocos comentan ya. Y Twitter puede querer convertirse justo en el relevo natural, a medio camino entre ambas cosas. Más breve que Medium (y con mayor masa crítica), más focalizado que Facebook, más comunicativo que Instagram.
El riesgo, sin embargo, es evidente: cambiar las reglas implica romper los usos y costumbres de la propia comunidad. Eso, que no sucede con cada cambio que se da, sí puede pasar en esta ocasión por el calado de la reforma propuesta.
Porque otros cambios anteriores sí acabaron encajando pese al rechazo inicial: la acción quizá cambiaba con cada actualización, pero el significado permanecía.
Marcar algo como ‘favorito’, por ejemplo, puede querer decir ‘sí, estoy de acuerdo’. Puede querer decir también ‘luego (ya veremos cuándo) lo leo’. O incluso puede ser un gesto pasivo agresivo de darse por aludido ante una crítica. Se cambió la estrella por el corazón para ilustrar la acción, y se armó el debate sobre si el gesto perdía la neutralidad del ‘guardar’ para pasar a significar ‘adhesión’. Hoy, cierto tiempo después, la gente lo usa sin mayor problema.
Llegaron también las encuestas —y antes los vídeos— para sustituir el rudimentario método de ‘FAV o RT’ (que entenderá quien hable el idioma, claro). Encajaron, aunque no se usen tanto como querían. Llegó la posibilidad de responder a algo citando el comentario original, lo que amplió el contenido. Llegaron los hilos, lo que introdujo la posibilidad de contar historias episódicas, que tan bien han sabido usar algunos como Manuel Bartual en una ágil adaptación narrativa, o Dori Toribio, en sus aplaudidos hilos de actualidad política norteamericana.
Llegó, en fin, la posibilidad de usar 140 caracteres reales, sin que los usuarios citados, los enlaces o los recursos subidos (imágenes o vídeos) ‘ocuparan espacio’. Llegaron las etiquetas para las fotos como menciones. Los mensajes directos restringidos y grupales. Llegaron las listas, públicas y privadas. Pequeños cambios en una plataforma con una década a la espalda que necesita seguir evolucionando y buscar viabilidad. Pero, ¿aunque se arriesguen a perder su nutrida base actual de usuarios? ¿Aunque cambie para siempre la forma de relacionarse en su ecosistema?
Ajenos a la lógica empresarial y a las profecías apocalípticas, los usuarios fieles de Twitter siguen allí. Por sus columnas discurre la información en tiempo real acerca de la última polémica, el último atentado o el último meme ingenioso de alguien sobre algo. Hablando su propio idioma, todavía.
Unos usan unos recursos; otros usan otros… Y otros ninguno. Y aquello funciona, con su propia lógica: la gente opina, contesta, polemiza. Al menos de momento. Quizá en 280 caracteres sí pueda caber un epitafio a la altura de la red de microblogging, si es que no consiguen encontrar una forma de hacer dinero con la información que pasa por sus manos.
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