La tierra no es de las mujeres
Image: REUTERS/David Mercado
Los derechos a la propiedad y las decisiones sobre terrenos de cultivo y explotaciones agrícolas y ganaderas permanecen en manos de los hombres, pese a la existencia de marcos legales igualitarios en muchos países. Naciones Unidas incluye la eliminación de esta desigualdad global en sus Objetivos de Desarrollo Sostenible.
Aline Niyonizigiye se quedó en las faldas, no llegó a ascender al Kilimanjaro, el punto más alto de África. Había viajado desde Burundi hasta la vecina Tanzania para reclamar un acceso igualitario a la tierra entre hombres y mujeres en el continente. Bajo el lema “Women to Kilimanjaro” (#Women2Kilamajaro), unas 500 mujeres gritaron “¡Nuestras tierras, nuestras vidas, las mujeres nos movilizamos!”, “¡Ninguna montaña es demasiado alta!”. Ocurrió el pasado mes de octubre. Sólo 29 alcanzaron la cima, pero el reclamo es panafricano, porque la desigualdad no entiende de fronteras estatales.
La carta de demanda que portaban se resumen en 15 puntos, que van desde la necesidad de la sensibilización, la apuesta por el empoderamiento de las mujeres o la traducción de leyes y normas a lenguas locales, hasta el establecimiento de una cuota del 50% para las mujeres en los órganos de decisión y ejecución sobre cuestiones relacionadas con la tierra, la información clara sobre quién invierte en las comunidades o la prohibición de las prácticas culturales y tradicionales opresivas que impiden a las mujeres heredar tierras.
Niyonizigiye, que ha participado en un proyecto de Oxfam Intermón sobre empoderamiento de mujeres y seguridad alimentaria, está sensibilizada: conoce la legislación burundesa, ha logrado que su marido legalice el matrimonio (aunque poco habitual en el país, se trata de un sencillo trámite que no deja desprotegidas a las mujeres en caso de fallecimiento o abandono del hogar por parte del esposo), trabaja la tierra con nuevas técnicas, usando por ejemplo abono natural, y enseña a otras vecinas diferentes formas de manejo de sus cultivos. Pero, de momento, no ha logrado que su marido ponga las tierras que ella cultiva a nombre de los dos. Es su próximo reto. En Burundi, aunque la ley no discrimina entre sexos para la titularidad de la tierra, suele prevalecer la tradición que hace que la herencia recaiga en los hijos varones.
La situación no es única de este pequeño país de los Grandes Lagos: aunque muchos Estados africanos tienen marcos legales que buscan mejorar los derechos de las mujeres a la tierra, la implementación ha sido débil. De momento, existe un nuevo hito regulatorio: la reunión de género previa a la Cumbre de la Unión Africana, que se celebró en Addis Abeba (Etiopía) en enero, aprobó la carta de Women to Kilimanjaro. “Ahora que la Unión Africana está informada y reconoce la posición de las mujeres rurales, cabe esperar que preste más atención a estas cuestiones”, ha afirmado la directora de Women in Law and Development in Africa, Kafui Adjamagbo-Johnson.
La carta de demandas también incluye el cumplimiento de un compromiso anterior de la Unión Africana: que para 2025 el 30% de las tierras africanas estén documentadas a nombre de mujeres. El problema no es territorial. La meta 7 del objetivo 5 de los Objetivos de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas recoge: “Emprender reformas que otorguen a las mujeres el derecho a los recursos económicos en condiciones de igualdad, así como el acceso a la propiedad y al control de las tierras y otros bienes, los servicios financieros, la herencia y los recursos naturales, de conformidad con las leyes nacionales”.
La Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW, por sus siglas en inglés) también se ha actualizado recientemente para incluir los derechos de las mujeres rurales: su recomendación general número 34 recoge la necesidad de “asegurar que los marcos jurídicos no sean discriminatorios y garanticen el acceso a la justicia para las mujeres rurales”.
Conocer la propiedad de la tierra es una tarea casi imposible porque son muchos los países que no cuentan con censos o que tienen registros limitados. Aun así, cada vez hay más informes y análisis al respecto que pueden ayudar a mostrar un marco, en el que, por supuesto, caben los matices.
La FAO cuenta desde 2010 con una base de datos online sobre género y acceso a la tierra que demuestra la desigualdad en la titularidad de la tierra no sólo en África, sino en todo el mundo. Es de hecho un país africano, Cabo Verde, el que tiene el registro más equitativo: en este archipiélago, el 50,5% de la tierra está a nombre de mujeres. El ranking positivo lo continúan Lituania (47,7), Letonia (46,8) y Estonia (35,8), seguidos de cerca por Botsuana (34,7) y Malaui (32). En el lado contrario, pueden sorprender los porcentajes de Dinamarca (9), Finlandia (11), Alemania (8,9) o Suiza (6,5). España, según el Eurostat de 2010, la fuente usada para los países europeos, tiene un 21,7% de sus tierras en manos de mujeres.
En América Latina la legislación tampoco discrimina: todos los países reconocen la igualdad de derechos entre hombres y mujeres en el acceso a la tierra, si bien en la práctica los datos demuestran las dificultades de lograr una titularidad compartida. Según los datos de la FAO, destacan Chile, Perú y Panamá, con porcentajes cercanos al 30%, mientras que Guatemala es el país más desigual de la región con un porcentaje de 7,8. No se conocen los datos de Colombia, cuyo conflicto está muy ligado al control de la tierra, ni tampoco de Honduras.
“No sé nada más que trabajar en el campo. ¿Quién podría pensar que una pobre viuda como yo recibiría tierra? Por primera vez en mi vida puedo decir que algo es mío. Esta tierra, lo que pueden ver los ojos, es mía, este documento lo dice”. Habla, desde la provincia paquistaní de Sindh, Durdana, quien ha logrado los títulos de propiedad gracias a un proyecto de ONU Mujeres. Mientras que la Ley de Enmienda de Arrendamiento de Sindh protege a los inquilinos y campesinos, su débil implementación hace que las mujeres agricultoras sean vulnerables ante acuerdos de arrendamiento verbales inseguros, dice esta organización. De hecho, la FAO no tiene datos de Pakistán. La situación en Asia es similar al resto de continentes: hay países sin estadísticas (como China, Japón o casi todos los de Asia central), mientras que de los que existen la media ronda el 10%. Destaca negativamente Bangladesh (4,6%), mientras que en el extremo opuesto está Tailandia (27,4%). Una cifra que destaca a pesar de que existen leyes discriminatorias que dictan, por ejemplo, que las mujeres no pueden reclamar sus derechos a la tierra asignada por el Gobierno porque los hogares están registrados exclusivamente bajo nombres masculinos; sólo hay excepciones si el esposo ha fallecido o ha abandonado la familia.
Por cierto, el país más desigual de los que se tienen datos es Arabia Saudí, con unas cifras que no llegan ni al 1%. Burundi, el país de Aline Niyonizigiye, no figura en esta estadística.
Estos porcentajes hay que analizarlos de manera contextualizada porque la posesión de la tierra esconde otras relaciones de poder, que van desde la capacidad de decisión, pasando por la situación económica e incluso por la autonomía personal: “Para las mujeres, el acceso y control de la tierra facilita el respeto a otros derechos, pues contribuye a cambiar las relaciones de poder en los ámbitos personal, social y político.
Una mujer con tierra propia –y que además decide sobre ésta– adquiere mayor autonomía económica, puede acceder a otros activos financieros como el crédito, se reconoce su trabajo como productora, aumenta su participación en espacios de organización y decisión política y también es menos vulnerable a la violencia de género”, recoge el informe Desterrados: tierra, poder y desigualdad en América Latina, publicado por Oxfam en noviembre de 2016.
Unas encuestas realizadas en las zonas rurales de Nicaragua para la investigación Promoting gender equality: the role of ideology, power, and control in the link between land ownership and violence in Nicaragua (‘Promover la igualdad de género: el papel de la ideología, el poder y el control en el vínculo entre la propiedad de la tierra y la violencia en Nicaragua) han demostrado que la propiedad de la tierra entre las mujeres aumenta el poder y el control de ellas dentro de la relación matrimonial, y se reduce la violencia que sufren.
Los ejemplos sobran. En India, según cuenta el economista del Banco Mundial Klaus Deininger, “las reformas legales para igualar los derechos hereditarios de las mujeres con los de los hombres aumentaron la autonomía (por ejemplo, tener una cuenta bancaria propia) y dieron como resultado un mayor gasto en educación”, con todo lo que eso supone.
Las mujeres cultivan la tierra pero no controlan las decisiones sobre ella. Hilal Elver, la relatora especial de la ONU sobre el derecho a la alimentación, ha apuntado que las agricultoras son responsables de cultivar, arar y cosechar más del 50% de los alimentos del mundo, mientras que en el Caribe y en el África Subsahariana producen hasta el 80% de los alimentos básicos. Las cifras son más brutales si se recuerda que cerca del 60% de las personas subalimentadas en el mundo son mujeres y niñas; y también son mayoría entre quienes pasan hambre, según la organización internacional FIAN.
El análisis de género es obvio. “Si las mujeres en las zonas rurales tuvieran el mismo acceso que los hombres a la tierra, la tecnología, los servicios financieros, la educación y los mercados, se podría incrementar la producción agrícola y reducir entre 100 y 150 millones el número de personas hambrientas en el mundo”, recoge el informe de la FAO El estado mundial de la agricultura y la alimentación. Las mujeres en la agricultura, de 2011. Este documento confirma que existen legislaciones equitativas, pero son ignoradas: “En los lugares en los que teóricamente cuentan con derechos, a menudo no se respetan en la práctica”, afirmó en su día en el autor del informe, Terri Raney.
“Antes no hablaban, ahora las mujeres de mi colina ya hablan del derecho a la tierra. El cambio llegará”, afirmó convencida durante su visita al País Vasco Aline Niyonizigiye.
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